Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

—Tres muertos. Ustyan ha fallecido camino del hospital. Eso hace un total de trece.

—Catorce. No nos olvidemos de Yuri Voronin —interviene Antonia.

Jon se pasa la mano por el cuello. Lo tiene dolorido e irritado en el punto en el que la misteriosa mujer de antes le hizo una llave de estrangulación que le dejó grogui. No sabe cómo decirle a Antonia que ahora es el momento de mantener un perfil bajo. Quizá no sea lo mejor, puesto que la última vez que ella le pidió lo mismo le acabó partiendo la cara a un superior. El ruido que su mano abierta produjo al impactar con la cara del capitán Parra aún mantiene a Jon caliente por las noches.

—No me olvido de él —dice Romero, sin quitar los ojos de Jon.

—Pero se olvidó de contarnos que era su confidente, comisaria. Y no sólo eso. Un confidente que traficaba con mujeres.

No vayas por ahí, piensa Jon.

—Es usted la consultora —se vuelve hacia Antonia, como si reparara en ella por primera vez.

—Antonia Scott —dice. También está cruzada de brazos y sentada en el escritorio, sólo que a ella le cuelgan las piernas.

—Me ha hablado Belgrano de usted. Dice que es un hacha con las escenas del crimen. Y una oye cosas. ¿Fue usted la de Valencia?

Antonia no contesta.

Jon se fija en sus manos. Vuelven a temblar.

—¿Le importaría hacernos una demostración? —insiste Romero, señalando la puerta del despacho a su espalda, iluminada intermitentemente por los flashes de los compañeros de la científica—. Así nos enteraremos de lo que ha pasado aquí.

—No soy un mono amaestrado.

La severidad del rostro de Romero se acentúa.

—Scott, permítame que le recuerde lo que está en juego. Llevamos cuatro años armando el caso contra Orlov. Cuatro años, mientras tenemos que lidiar con ciento cincuenta kilómetros de costa y trece mafias organizadas. Cada día que tardamos en cogerles, muere gente. Así que, si puede contribuir en algo, hágalo. Si no…

Antonia sigue atrincherada en un silencio al que ha dotado de ametralladoras y alambre de espino.

Voy a tener que salvarle el culo.

—Si me permite, comisaria —interviene Jon—. Yo se lo explico. Hemos llegado a esta empresa siguiendo una pista que vinculaba el contenedor en el que estaban encerradas las mujeres con una empresa, cuyo testaferro era el señor Ustyan. Hemos venido para interrogarle por el paradero de la señora Moreno, pero lamentablemente alguien ha decidido limpiar el sitio antes de que llegáramos. Sabemos que guardaban alguna clase de documentación, ordenadores. Todo quemado.

—Y esos dos estaban muertos. Y una misteriosa joven con acento ruso les ha atacado en la oscuridad. Una joven a la que no han visto ni pueden describir —interrumpe Belgrano—. Todo eso lo sabemos.

—Lo que no sabemos es cómo ha matado ella sola a los hermanos Fomin —dice la comisaria, arrugando la frente—. Que tienen una lista de antecedentes más larga que mi brazo. Dos bigardos con experiencia militar. Sin usar un arma de fuego.

—Muy deprisa —dice Antonia.

—¿Cómo dice?

—Los ha matado muy deprisa.

Romero se vuelve hacia Belgrano.

—Mientras los de la científica no digan otra cosa, trabajaremos sobre la hipótesis de que los Fomin se mataron entre ellos.

—Por supuesto, comisaria.

Jon procura no reaccionar. Imitar el hieratismo de la comisaria, pero intuye que en su rostro se tiene que estar notando que el desprecio no le ha sentado demasiado bien.

Es lo que tiene el ser de Bilbao. El cráneo braquicéfalo, el RH negativo, los puñales en los ojos cuando insultan a tu compañera. Pero se calla. Por que haya paz.

Por no liarla.

Aunque ya se va a liar sola.

—Un ama de casa no tiene que ser tan difícil de encontrar, inspector Gutiérrez —les despide Romero, dirigiéndose hacia el despacho para hablar con la científica—. Avísennos si usted o la externa se enteran de algo.

Romero convierte la segunda letra de externa en dos, una k y una s. Deliciosa, insultantemente separadas. Una obra maestra del corporativismo, condensada en una sílaba.

—Si se refiere a que no soy funcionaria, se equivoca, comisaria —ataja Antonia.

Romero se da la vuelta.

El aire se escarcha entre ambas.

—Ah, ¿sí? ¿Y puedo saber qué clase de funcionaria?

—Esa información está por encima de sus atribuciones.

El color desaparece de las mejillas de la comisaria Romero. Sus aletas de la nariz se hinchan levemente, y eso es todo lo que deja ver. Es una mujer con un autocontrol casi sobrenatural.

¿Y Jon, mientras tanto?

Pues no da crédito.

¿Comparado con lo que acaba de hacer Antonia?

El bofetón que le dio Jon a Parra es un beso en el trasero.

—Encuentren a Lola Moreno, que es lo que les han encargado —dice con voz gélida—. Y váyanse cuanto antes.

15
Un consejo

Ya en el coche.

—¿Se puede saber qué te pasa? —dice Jon, comprobando los daños en el espejo retrovisor. El labio está partido e hinchado, pero nada que no pueda curarse aplicando en la zona vidrio bien frío, en forma de botellín o de tercio—. Podrías haberle explicado la escena del crimen.

Antonia se abrocha el cinturón. Le cuesta hacerlo, con esas manos temblorosas, que su compañero finge una vez más no apreciar.

El inspector Gutiérrez pone rumbo a ningún sitio. Para llegar ahí tiene que esquivar los coches de policía y una ambulancia que no sirve para nada. Un municipal de uniforme le granjea el camino al final de la calle, que es donde han cortado el acceso a los peatones. Y por peatones se refieren a la prensa. Sólo hay una cámara de televisión local, que ya está recogiendo. Las noticias hoy hablarán de un derrumbamiento, una explosión de gas, un incendio con tres víctimas. No ha habido que lamentar daños materiales.

—No la he visto inclinada a creernos —responde Antonia.

—Yo te creo —dice Jon, acariciándose el cuello, aún dolorido—. Aunque no sé de dónde narices salió. Hice un barrido con la linterna antes de comprobar los cuerpos.

—¿Esquina izquierda, esquina derecha, otra esquina, detrás de la puerta?

—Es el procedimiento habitual.

—Ya lo sé. Y, al parecer, ella también. Estaba subida al archivador.

El archivador. Metálico, de cinco cajones. Metro y medio de alto. Jon rememora lo que hizo al entrar. Apuntar a cada una de las esquinas, pero al punto en el que se encuentran con el suelo. Que es lo que te enseñan en la Academia, porque no tienen previsto que te enfrentes con Batman.

—¿Quién demonios era esa mujer?

—Una profesional. Muy peligrosa.

Si no me dices más.

—¿Y no deberíamos asegurarnos de que Romero la busque?

—Los de la científica le explicarán que la mujer mató a los Fomin. Pero esa escena del crimen es irrelevante. No tenemos que encontrar a tu atacante. Tenemos que encontrar a Lola Moreno. La comisaria ha sido muy clara.

—Tú tampoco te has quedado atrás.

Antonia reclina la cabeza en el cristal, con agotamiento.

—No soporto que haya intentado responsabilizarnos. Sobre todo cuando su informante es directamente culpable de la muerte de esas mujeres.

—A ver, cariño. Te voy a dar un consejo. Por muy enfadada que estés, no puedes, repito, no puedes decirle a un jefe «yo mando más que tú». Aunque sea verdad.

Ella se frota el puente de la nariz entre el pulgar y el índice, con los ojos apretados.

—Estaba… no sé cómo expresarlo.

—¿Cómo expresar qué?

—Ese sentimiento. Cuando alguien te acosa para molestarte, pero de forma sibilina. Subrepticia, esperando una reacción negativa por tu parte. Tiene que haber alguna palabra en algún idioma para expresar eso.

Paran en un semáforo. Jon aprovecha para mirarla, intrigado.

—Intenta explicarte en este idioma, cari.

Antonia hace una de sus pausas valorativas de treinta segundos. Y luego otra, y otra más. El semáforo les permite el paso, pero no continúan la marcha. La calle está desierta en este lugar apartado. Jon se limita a parar el motor y observar cómo la luz va cambiando.

Verde.

Rojo.

Otra vez verde.

La vida es lo que pasa mientras esta mujer se decide a hablar, piensa Jon.

—A veces… a veces busco palabras en otros idiomas. Palabras que no tienen traducción. Es una cosa que tenía… Que tengo con Marcos. Capturamos sentimientos. Cuando encontrábamos una especial, nos la regalábamos. Yo encontraba más que él, claro. Y él tenía que anotarlas, las apuntaba, las apunta todas en un papel.

Jon aguarda. Paciente. Sin comentar el baile de tiempos verbales. Tan significativo en alguien con la enfermiza precisión de Antonia Scott. Sin comentar, pero notándolo. Cada vez habla más de su marido en pretérito imperfecto. Muchas veces Jon se pregunta (a escondidas, con las luces apagadas) cuándo será el momento para hablar con ella de eso.

No es fácil.

En la lista de los tabúes conversacionales con Antonia, el coma de Marcos está en el centro de un templo perdido en las junglas de Perú, protegido por tarántulas, lanzas y una roca gigante.

—Ponme un ejemplo —la anima a seguir, cuando se hace evidente que se ha encallado en la introspección en detrimento de la narrativa.

—¿De palabras especiales? No sé cuál elegir.

—La primera que te venga a la cabeza.

Está claro que no le hace caso, porque se lo piensa. Quizá descartando algunas demasiado personales. Quizá buscando el espécimen perfecto.

Boketto —dice por fin.

Y se calla.

—Claro. Boketto. Me pasa mucho.

—No, a ti no te pasa.

—¿Cómo podría saberlo?

Antonia parece darse cuenta de pronto de cómo funciona una conversación. Que hay que emplear términos comprensibles.

—Es japonés. Significa «ese sentimiento que te entra cuando te quedas mirando fijamente en la distancia y te pierdes dentro de ti mismo sin motivo aparente».

—Eso te pasa a ti, mucho —dice Jon, procurando no sonreír.

Antonia intenta no sonreír tampoco.

—Espera. Creo que esta otra te va a gustar. A ver si sabes en quién estoy pensando. Backpfeifengesicht. Es alemán.

—¿Y significa?

—Una cara que necesita urgentemente una bofetada.

Jon se queda parado, con la boca entreabierta, antes de mirar a Antonia a los ojos y pronunciar, al mismo tiempo que ella:

—Mentor.

Los dos se ríen.

—Creo que entiendo por qué te gusta este juego.

—No es sólo un juego. Es… más. No sé explicarlo.

Y ése es el problema, piensa Jon.

Alguien como Antonia, que vive encerrada en la prisión de su propio cerebro, percibe con mucha más claridad que los demás seres humanos una verdad inapelable. Que los límites de tu lenguaje son los límites de tu mundo. Aun sin expresarlo en estos términos, cualquier fanático de la lectura lo comprende de forma intuitiva, y por eso nunca puede leer lo suficiente.

Antonia lo ha llevado al extremo, aprendiendo una decena de idiomas, y buscando en aquéllos que no conoce las palabras imposibles de encontrar en los que sí.

Jon no es de leer libros ni de aprender idiomas. Es de ver series y levantar piedras. Así que todo lo anterior lo resume en un socrático:

Esta chica tiene que conocerse un poco.

—En esto tuyo que es más que un juego, ¿vale si tiene más de una palabra?

—Un idiomatismo.

—¿Un qué?

—Una frase. Valdría si sólo tiene sentido en ese idioma.

—Entonces tengo una palabra para lo que te estaba haciendo Romero.

—¿Cuál? —dice Antonia, inclinándose un poco hacia él y abriendo los ojos con anticipación.

—Me estás tocando el coño.

Antonia se queda parada ante la grosería. Violenta, casi.

—¿Qué pasa, no te gusta?

—No me gustan los tacos —dice ella, frunciendo los labios con disgusto—. Empobrecen.

Jon pone los ojos en blanco. Menudo prejuicio. Cuánto bien le haría a esta mujer pasar una temporada en Bilbo. Poteando por Pozas y García Rivero. Salmón con piperrada en El Mugi, felipadas en el Alameda. Tres txikitos escuchando a la fauna local, y se le quitaba la tontería.

—Cielo, los tacos son cultura. Son capaces de precisar emociones que muchas otras palabras no pueden. Piensa en la comisaria Romero, por ejemplo.

Mira a Antonia, hasta que ella comprende que de verdad está pidiéndole que piense en la comisaria.