Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

La gente es gilipollas, piensa Jon, con gran acierto.

La cara de Belgrano y de la comisaria cuando aparecen Antonia y Jon es acogedora. Como un gulag.

—¿Quién les ha avisado? —pregunta el subinspector.

—Lo hemos leído en Twitter —dice Jon.

—Su participación ya no va a ser necesaria —dice la comisaria Romero—. Ya hemos localizado a la sospechosa.

—Lola Moreno, el ama de casa. ¿Se ha apuntado a Al Qaeda? —dice Jon, señalando a las pistolas desenfundadas, a los policías parapetados detrás de los coches.

—Tiene un arma de fuego y ha disparado a un agente que respondió a una llamada al 112. Se ha parapetado dentro de la tienda y amenaza con matar al dueño, un tal —Belgrano consulta su documentación— Edik Gusev, ciudadano ruso con permiso de residencia permanente en España.

—Les agradecemos su colaboración, pero a partir de aquí nos encargamos nosotros —dice la comisaria Romero. Gélida. Se está poniendo el chaleco antibalas encima del uniforme.

—Nos gustaría quedarnos como observadores hasta su arresto, comisaria —dice Antonia, con voz de corderito—. Si a usted le parece bien.

Romero observa a Antonia con extrañeza. Esperaba una lucha de poder, no una petición humilde. Tiene demasiadas cosas en las que pensar y demasiada gente mirando como para negarse.

—Procuren no interferir.

Jon se lleva a Antonia unos pasos más lejos.

—Veo que has recibido muy bien mis lecciones de civismo.

—No era momento para decirle ahora que me está tocando nada. Tenemos que quedarnos para ayudar en lo que podamos. Hay mucho machote armado por aquí —dice Antonia, mirando a su alrededor con inquietud.

Los policías están nerviosos, con las armas cargadas y la disposición de usarlas. Y son muchos. Quién suelte el primer tiro es lo de menos. La responsabilidad se diluye en el grupo. Y esa mujer de ahí dentro ha intentado matar a un compañero. Uno al que han llevado al hospital con un ataque de ansiedad. Eso que es tan común que suceda en una situación como ésta, y que nunca sale en las películas. Una ansiedad que no se va con el agente en la ambulancia, sino que se queda y se multiplica en los seis que quedan a sus espaldas. Enroscándose en sus espinas dorsales, extendiendo sus zarcillos ponzoñosos hacia los pulmones que respiran con más dificultad, rozando el corazón y acelerándolo, en su camino hacia el dedo índice curvado sobre el gatillo.

—Hay que sacarla de ahí como sea —dice Jon.

—Ha disparado ya —dice Antonia—. A un policía. Si no se rinde del todo, y pronto, sólo saldrá de una forma.

Lola

Había una vez una niña que estaba atrapada por culpa de la maldad de otras personas.

Lola está sentada con la espalda contra la estantería de la trastienda. Gusev se ha desmayado, respira muy despacio. Huele a meados y a sangre. Huele a derrota.

—Salga con las manos en alto —berrea un altavoz.

—Déjenme en paz. ¡Váyanse!

El dolor de cabeza sigue aumentando. Se ha instalado detrás de su ojo izquierdo, extendiéndose hasta las sienes. Es como tener unos alicates retorciéndose en su interior.

Y la sed.

Su saliva es espesa como pegamento. Su garganta parece cuero viejo, secado al sol. El deseo de beber se vuelve acuciante, desesperado.

En el despacho de Gusev sólo hay una botella de agua pequeña a la que le queda un culín. Por más que le asquee beberse las babas del perista, Lola cede al impulso primario y coloca la botella en horizontal, dejando que las preciosas gotas caigan sobre su lengua. Es un alivio breve e ineficaz. Y repugnante.

Lola se lleva la botella al ojo, mira a través del agujero hacia el fondo, como si pudiera llenarla mágicamente. Lo único que obtiene es una imagen por sextuplicado de Gusev agonizante, o muerto.

Lola le arroja la botella con desgana. Aterriza en el pecho del perista, desciende hasta los rollos de carne de la papada, y se queda ahí por un breve instante hasta resbalar al suelo por el otro lado.

Voy a morir aquí.

Voy a morir sola y encerrada con un cerdo repugnante.

Los síntomas de la hiperglucemia se han incrementado, a medida que la glucosa se va acumulando en su sangre. Se encuentra débil, desorientada. La visión borrosa. El vientre hinchado, no solo por el embarazo.

Y la sed.

Tiene todo el dinero que necesita dentro de la sudadera, pero ninguna manera de gastarlo. Piensa en las tiendas de su alrededor, repletas de agua y refrescos. Piensa en las tuberías que corren por las paredes, inalcanzables.

Voy a morir aquí.

Quizá sea mejor rendirme, aceptarlo.

Sigue teniendo la pistola en la mano —la causante de todo este lío—. Por un momento se le pasa por la cabeza utilizarla sobre sí misma, pero después se ríe. Una carcajada áspera como suegra de adúltero, como lima de presidiario. Hay un humor salvaje en esa risa que rebota por las estanterías abarrotadas de licuadoras, calzoncillos usados, deshumidificadores estropeados. Todos esos desechos de la sociedad de consumo que quisieron ser algo, fracasaron y se resisten a morir.

No voy a acabar como una yogurtera.

Seguir viva. Eso que cada día daba por sentado. Nunca fue tan difícil.

Ojalá supiera cómo.

Entonces suena el teléfono.

El cencerreo metálico, maleducado, irrumpe, intruso en la angustia contenida entre aquellas cuatro paredes con olor a polvo, coca, sangre y orina.

Lola contempla el aparato con aversión y pasmo, como quien encuentra un escorpión en un huevo Kinder. Lo deja repicar, hasta que la llamada se extingue, abrupta.

Vuelve a sonar.

Extiende la mano. Descuelga con miedo, se lleva el auricular a la oreja como si de ella fuera a brotar un policía armado, o uno de los bojevik de Orlov.

—Escucha —dice una voz de mujer—. Russki? ¿Ruso?

Nemnogo. Un poco.

—Hacer yo digo. Coge pistolet. Ponimayesh?

Ponimayu. Lola entiende. Pero no comprende nada.

—¿Quién eres?

—No tiempo. ¿Tú viva? ¿Tú quiere viva?

Lola respira hondo.

Oh,. Yo quiere mucho viva, piensa.

—Hacer yo digo.

18
Una salida

Romero da instrucciones a sus hombres. Los coches están cruzados en mitad del asfalto de la avenida. Es ancha, y en el tramo de calle frente a la tienda de Gusev hay media docena de árboles. Son los únicos ocupantes de una acera desierta. El restaurante de la esquina está vacío y a oscuras, los locales de telefonía, cerrados hace rato. Sólo el escaparate de Instant Cash permanece encendido.

—¿Dónde está el negociador?

—Han encontrado una en Cádiz. Ha negociado un caso de violencia de género —informa Belgrano—. Estará aquí dentro de tres horas, nos dicen desde la Jefatura Provincial.

—Tres horas —repite Romero, con hastío—. Tres horas para conseguir una profesional, que llegará hecha una mierda. Y así todo.

Jon se ha puesto el chaleco antibalas, y ha logrado que Antonia se lo ponga también, tras mucho insistir. Junto a Belgrano y la comisaria, son los únicos que lo llevan. Otro rasgo de la alarmante falta de presupuesto. Jon leyó cómo hace unos meses los compañeros entraron en una nave donde los colombianos procesaban la droga y tuvieron un enfrentamiento armado. La paradoja es que los narcos llevaban chalecos y fusiles de asalto AR-15, mientras que los policías iban a pelo y con sus pistolas reglamentarias.

Nadie murió, porque los narcos se acojonaron. En un país donde las cárceles son hoteles de tres estrellas, te piensas dos veces disparar a la policía. Las armas son por si la competencia.

Nadie murió esa vez.

Pero el problema persiste.

—¿Qué hacemos? —pregunta Belgrano.

—No vamos a esperar tres horas. Haremos salir a la sospechosa.

—No va a hacer falta —dice Antonia—. Está saliendo.

—Hay movimiento, comisaria —dice uno de los policías parapetados tras el coche patrulla.

Una sombra aparece en la puerta.

—No disparen. Repito, no disparen —dice la comisaria—. No quiero ningún escándalo, ¿estamos?

—¡Salga con las manos en alto! —dice Belgrano, a través del megáfono. El aparato distorsiona su acento granadino, hasta volverlo menos amenazador de lo esperable. Pero hay poco de divertido en los cañones de las pistolas que apuntan al recuadro iluminado.

—¡Voy a salir! —contesta una voz. Hermosa, algo ronca. Teñida por el miedo, pero no exenta de belleza—. Por favor, no disparen.

Lola Moreno está hecha un auténtico desastre. El pelo apelmazado y sucio, las ojeras marcadas, los labios cortados y secos. La piel deshidratada reluce bajo los faros encendidos de los coches, que recortan su sombra contra la pared de la tienda.

Y sigue siendo guapa, piensa Jon.

Él es el único de los presentes que no ha tocado su arma. Incluso la comisaria ha sacado su pistola. Y el subinspector Belgrano sostiene el altavoz con la izquierda, mientras que la derecha está apoyada en la funda que lleva en la cintura.

—No es una amenaza —avisa Antonia—. Que nadie dispare.

Lola lleva el arma en la mano, pero la sostiene por el cañón, entre el índice y el pulgar. Tiene los brazos en alto, la espalda encorvada. Camina muy despacio, alejándose de la puerta de la tienda.

—Señora Moreno —berrea el megáfono—. Tiene que tirar el arma.

—¡Lo de antes ha sido un accidente!

—Tiene que tirar el arma ahora, señora. Es nuestro último aviso.

Lola mira hacia ellos con los ojos abiertos por el miedo. Pero hay algo más en ellos. Los mueve de un lado a otro. Esperando.

—Pasa algo —dice Antonia.

Hasta ahora estaba de pie. Se agacha, muy despacio. Tampoco es que ofreciera mucho blanco. Una mano diminuta engancha el borde del chaleco antibalas de Jon, y tira de él hacia abajo también.

—Señora, no se lo voy a repetir. Tire el arma —dice Belgrano, invalidando su promesa.

—Ha sido un accidente. Juro que ha sido un accidente. Tienen que dejar que me vaya —dice Lola, entre sollozos.

Da otro paso hacia su derecha, alejándose más de la entrada de la tienda.

—Quieta, señora. ¡Tire el arma!

La comisaria Romero coge el micrófono de su walkie talkie, y aprieta el botón de emisión.

—Bravo Uno, permiso para disparo de incapacitación.

—¡No! —dice Antonia, intentando incorporarse. Jon la sostiene por la cintura.

—Bravo Uno, ¿me recibe?

Ruido de estática.

Silencio.

—Soler, ¿dónde cojones está? —insiste Romero, apretando dos veces más el botón de intercomunicación.

—Su hombre fuera —responde una voz de mujer. Resuena por el auricular de Romero, el de Belgrano, el de cada uno de los seis policías.

—Ésta es una frecuencia reservada a la policía —dice Romero, con un bufido—. Salga del canal o…

—Su hombre fuera. Yo uso su radio.

Los policías se miran entre ellos, con incomprensión. Romero y Belgrano intercambian una mirada algo distinta.

—¿Quién habla? ¿Está bien el agente Soler?

Romero hace un gesto con la cabeza a Belgrano. El subinspector deja el megáfono en el suelo y hace un gesto hacia uno de los agentes que están parapetados tras el coche.

—Hombre bien. Tú no mueve.

—Oiga, no sé quién es usted, pero…

—Rueda derecha —dice la voz por los auriculares.

A más de ochocientos metros por segundo, la bala revienta el neumático del Citroën C4 antes de que el sonido del disparo alcance a los policías congregados frente al Instant Cash. Cuando lo hace, se funde con el ruido de la explosión de la rueda, convirtiendo la detonación en ensordecedora. El coche patrulla se inclina hacia un lado, al tiempo que los agentes se tiran al suelo, buscando la procedencia del tiro y protegiéndose como pueden.

Jon también se ha arrojado al suelo. Sólo que él lo ha hecho cubriendo con su cuerpo el de Antonia. Que intenta revolverse y asomar la cabeza.

—Ahí arriba —dice Antonia, señalando a la azotea que está situada tras ellos.

Romero sabe dónde está el tirador. En el mismo sitio donde ella había apostado al agente Soler con un rifle de francotirador PSG1. Una joya de la precisión. El agente Soler tiene sólo veinticuatro años, pero es capaz de hacer maravillas con el arma. Puede acertar a una sandía a seiscientos metros de distancia. O más bien desintegrarla, porque el PSG1 usa una munición 7.62, capaz de atravesar un bloque de cemento de cinco centímetros.