Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

Saca los pies del agua, y atiende a sus heridas. En una de ellas aún quedan restos de cristales. Dos trozos cuadrados, que se han incrustado en el hueso. Lola los arranca con los dedos resbaladizos, notando el crujido cuando salen, permitiéndose un grito sordo que rebota por las paredes del terraplén y por la superficie del arroyo, sin otra respuesta que un breve parón en el canto de las cigarras. Después se envuelve los pies muy despacio con las tiras de la blusa. Intenta seguir un patrón en espiral, aunque los vendajes improvisados se enrollan, empapados en la sangre y el agua que chorrean sus pies. Le lleva casi una hora, pero al final logra una cierta compresión, torpe, pero fuerte. Puede mover a duras penas los dedos de los pies, y eso es lo único que recuerda que hay que hacer, de una vez que su madre se hizo un esguince de tobillo tras resbalar en el pelo cortado de la peluquería. Por no barrer más a menudo.

El proceso hubiera sido más sencillo si se atreviera a usar el teléfono para buscar en internet, pero lo tiene apagado. No puede permitirse que la localicen.

Cuando acaba, se pone de nuevo el jersey y da una cabezada, apoyada contra el árbol. Más desmayo que intención. Al despertar es ya media tarde, su estómago ruge, la sangre le martillea en las sienes. Bebe, agachada, con la boca directamente en el curso del agua, que sabe a tierra ácida y a corrupción. Eructa, con el estómago lleno de agua, a falta de otra cosa, y se acaricia el vientre, donde el niño —tiene que ser un niño, por supuesto, un pequeño Yuri— reclama su alimento, extrayéndolo de ella.

Sin comer puede pasar unas horas. Incluso en su estado, aun con su enfermedad. Pero sin pincharse la insulina, la cosa se complica. Conoce bien los síntomas de la hiperglucemia, pues su madre se los hizo repetir una y otra vez de niña, en cuanto le diagnosticaron la enfermedad. No es que los haya sufrido nunca, porque siempre ha sido cuidadosa. Pero los conoce.

Empieza por el dolor de cabeza, la sed, las ganas de orinar mucho, piensa, masajeándose las sienes.

Resuelve lo último detrás de un árbol, antes de volver a ponerse en marcha.

No sabe adónde ir, pero no puede quedarse junto al arroyo. Ahora las temperaturas son suaves, pero por la noche bajarán hasta los ocho grados. Y Lola es friolera, y sin cobijo sabe que puede morir.

Así que camina, de vuelta al camino, y de ahí al punto más alto que encuentra. El terreno, accidentado, sube y baja con lomas pronunciadas, un aperitivo geológico antes del plato principal: la Sierra Blanca, al fondo del paisaje. Y, entre medias, un edificio bajo con tejado rojo.

Allí está Lola, ahora.

Le cuesta mucho decidirse a entrar, porque es muy consciente de su aspecto desastroso. Ni siquiera dándole la vuelta al jersey se pueden ocultar las manchas de grasa. Disimular, sí. Ocultar, no. Así que Lola merodea por la puerta, en la esquina del aparcamiento, hasta que unas cuantas mujeres de ojos enrojecidos salen a fumar. Lola entonces se confía a la suerte, y entra en la funeraria decidida, sin mirar a la mujer de recepción —que está ocupada intentando estafar a una viuda vendiéndole flores a precio de tinta de impresora—, sin cambiar mirada alguna con nadie. Rogando por que nadie se fije en sus pies, vendados y mugrientos de polvo y barro.

Aunque, sinceramente, ¿cuándo fue la última vez que te fijaste en los zapatos de alguien?

La funeraria consta de varias salas, cada una con su muerto dentro y sus vivos fuera, en unos sofás bastante más incómodos que el ataúd. En la sala más al fondo no hay nadie fuera, pero sí un par de gabardinas y chaquetas abandonadas sobre los sofás. Ningún bolso. Lola pasa deprisa junto a la primera chaqueta —es azul marino, no pega con los vaqueros, qué se le va a hacer—, la agarra, se la echa sobre los hombros, se encoge como si le abrumase la muerte de un ser querido, se frota los ojos, vuelve sobre sus pasos, se refugia en el lavabo de señoras. Tercer cubículo. Los pies, encogidos cada vez que entra alguien. Pestillo echado.

Había una vez una niña que creció en un hogar triste y sin amor, donde la comida sabía a cenizas y el futuro era negro, se repite, mientras espera.

Pasan las horas. Las funerarias no cierran nunca mientras haya familiares que velen. Los de los dos muertos que esperan en la sala uno y la sala dos se atrincheran en el interior, dejando el campo libre a Lola, que sale hacia la una de la mañana. Trastabillando, casi sin fuerzas. La cabeza le estalla.

La mujer de recepción está de espaldas, viendo algo en la televisión. El volumen está muy bajo, pero Lola cree reconocer un programa musical de esos que buscan talentos sin éxito.

Sigue caminando hacia la sala tres, donde hay una habitación vacía, sin féretro tras el cristal. Unas cuantas sillas. Una mesa. Un teléfono fijo.

Lola marca el móvil de Yuri, y contiene el aliento, esperando la confirmación de lo que ya sabe.

Apagado, o fuera de cobertura.

—Está muerto —dice, en voz baja—. Está muerto, el muy gilipollas.

Había una vez una niña que se quedó sola.

10
Otra escena

A la hora en la que Lola está semiinconsciente junto al arroyuelo, Antonia Scott y Jon Gutiérrez llegan a las puertas de la propiedad. Ha sido Jon quien ha tenido que arrastrarla hasta allí.

—Deberíamos estar buscando a esa mujer —protesta Antonia.

—¿Cuántas probabilidades hay de que los que mataron al marido sean los que han intentado matarla a ella, cariño?

—Muchas. Todas —admite.

—¿Entonces? —dice Jon, torciendo el morro. No es propio de ella actuar de forma tan ilógica.

—Sólo quiero volver a Madrid cuanto antes —dice Antonia, cruzándose de brazos.

El sitio tiene tela. Marinera, y de la otra. Gusto, algo menos.

La Urbanización Solfiesta, a quince minutos en coche del centro de Marbella, no es un lugar exclusivo, retiro de altos ejecutivos y millonarios árabes, como La Zagaleta. Solfiesta sólo es cara. Las edificaciones parecen arrojadas en mitad de ninguna parte, con la planificación urbanística hecha por un niño que hubiera volcado el cajón de los juguetes. Se intercalan por la ladera, sin orden ni concierto, muretes de ladrillo y paredes encaladas, protegiendo el acceso a viviendas que rivalizan entre sí por ver quién exhibe el mármol más feo y ostentoso.

Son casas de folclórica, de futbolista de mitad de tabla, de ganador de Eurovisión.

—El paraíso de lo hortera —dice Jon, cuando aparca en la puerta. La tarde, pegajosa y gris, amenaza tormenta y vuelve el entorno más deprimente.

Antonia apenas levanta los ojos de la documentación que le ha pasado el subinspector Belgrano.

—Las casas son casas.

—Vamos, reconoce que tiene que chocarte un poco —dice Jon, asomándose por la ventanilla para llamar al telefonillo—. Tú, que siempre vas con tus camisetas blancas y tus chaquetas negras. Hay estilo.

Antonia espera hasta leer la última letra de la última hoja del dossier —cincuenta páginas leídas en nueve minutos— y cierra la carpeta con gesto cansado antes de contestar.

—Cuando conocí a Marcos, elegía yo mi ropa. Fue él quien me convenció de dejar de hacerlo.

—¿Por eso siempre te pones lo mismo? —dice Jon, que siente un ramalazo de ternura al imaginar a Antonia entrando al Primark y cogiendo lo primero que encontrase. Combinando según Dios le diera a entender. De pronto la comprende un poco más. Así es con Antonia, para conocerla tienes que ir armando las piezas del puzle con pequeños detalles que uno va captando.

Y no parpadees, que te los pierdes.

—Al parecer la gente me miraba por la calle. Según Marcos, con el negro uno no puede equivocarse.

Lo que está lleno de equivocaciones es el chalet de los Voronin Moreno, tal y como comprueban Antonia y Jon cuando el portón de acceso a la finca se abre con un zumbido. Se bajan del coche. Hay una estatua de niño meón en el jardín, un felpudo con el escudo del Spartak en la entrada, un timbre en el que suena Kalinka cuando lo aprietas.

—Pasen —dice Belgrano, abriéndoles la puerta.

Dentro, la fiesta continúa. Hay columnas de estilo romano en el salón, un grifo de cerveza junto a la mesa de billar al fondo. Una barra de pool dancing. El forro de los sofás imita piel de vaca.

Dios mío, estoy en el infierno.

Antonia tira de la manga de su compañero con suavidad, y éste se inclina un poco hacia ella.

—Creo que comprendo lo que querías decir —dice Antonia, señalando las luces led de color rosa que hay bajo la mesa de centro. O el gato de la suerte moviendo el brazo sobre ella, el gesto es ambiguo.

—Aún hay esperanza para ti, cariño.

Un pequeño detalle: la casa está patas arriba.

Los cojines rajados, su relleno esparcido por doquier. El barril de cerveza, extraído de su sitio y volcado. Si hubiera libros, estarían caídos de las estanterías. La única concesión a la cultura es un centenar de películas y videojuegos alfombrando el suelo, las cajas abiertas y pisoteadas. Copias piratas, por descontado.

—¿Esto han sido ustedes?

—Estaba así cuando llegamos —dice Belgrano—. Alguien buscaba algo con muchas ganas. Síganme, les llevaré hasta el cadáver.

Antonia y Jon rodean el sofá, pisando con cuidado sobre los restos de los Blu-ray. Para no resbalarse en el suelo de parquet ajedrezado, sobre todo.

—¿Ni una huella? —pregunta Antonia, que ve restos del polvo revelador encima de la superficie azulada de los discos.

—Las de los dueños de la casa. Esa gente usó guantes.

Pasan junto a la televisión de 98 pulgadas. Está encendida, emitiendo un canal de noticias ruso.

Jon siente una punzada de envidia, él que es tan de quedarse sopa viendo sus series. Frente a una de ésas se tiene que dormir de escándalo, piensa.

En el jardín trasero, al que se accede por una corredera de cristal en el salón, el horror continúa. Mucho césped artificial. Sillas de plástico barato y forro verde. Una fuente con un par de delfines saltarines escupe agua sobre una de las dos piscinas. La grande.

Porque hay dos. Una con forma de riñón. La otra, circular. Pequeña, climatizada y vallada.

—Pregúntenme para qué es esa piscina pequeña. Pregúntenmelo —dice Belgrano.

—Para el perro —responde Antonia.

El subinspector la mira, sorprendido.

—¿Cómo…?

Antonia señala un cuadro de la familia, pintado a mano, que cuelga en una pared del salón. Yuri, Lola y un perro del tamaño de un autobús. Marrón, de pelo muy largo y máscara negra sobre los ojos y el hocico.

—Eso es un pastor caucásico. Nacen en las montañas. No soportan el calor.

—Creía que no te gustaban los perros —dice Jon.

—No me gustan nada —admite Antonia—. Pero, por alguna razón, yo les gusto mucho. Así que procuro saber todo lo que puedo sobre ellos.

Jon abre el recinto vallado de la piscina y mete un dedo en el agua.

—Está fría.

—La asistenta me ha dicho que mantienen la piscina todo el año a veintidós grados para que el perro se refresque —dice Belgrano, algo mohíno porque su revelación no ha obtenido la sorpresa que él esperaba.

—¿Dónde está el perro?

—Estaba encerrado en el recinto de la piscina cuando llegamos. Hecho una furia. Embistió varias veces contra la valla cuando nos acercamos. Los de control de animales tuvieron que dormirlo para poder llevárselo a la perrera.

—¿Y el cadáver?

—A la vuelta.

En el extremo contrario del jardín trasero, al volver una esquina, encuentran una barbacoa, una mesa de cristal —hecha añicos— y un cuerpo sobre los restos de la mesa. Alguien lo ha cubierto piadosamente con una manta isotérmica. Sólo asoman los pies, descalzos. Con las plantas sucias.

Jon se vuelve hacia Antonia, esperando instrucciones. Está más rígida de lo normal, pero aun así no le pide una de sus pastillas rojas. El inspector se extraña. Puede sentir su tensión, la energía de su cerebro privilegiado cargando el aire a su alrededor de electricidad estática. O igual es sólo que está a punto de llover, y él se lo imagina todo. Lo más seguro.