Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

Cuando tuvo que rendir cuentas al pakhan —con el secreto propósito de descubrir el enigmático comportamiento de la Loba Negra—, veló durante largo rato el cadáver de unos huevos fritos con tostadas antes de decidirse.

Ahora, sin embargo, es distinto. No sólo se ha arruinado su posibilidad de recuperar el dinero, tal y como le habían ordenado.

Además se han llevado a Kiril Rebo.

Aslan nunca ha tenido por nadie un afecto incondicional desde hace décadas. Alguna vez se ha escuchado decir en voz alta que un amigo es alguien a quien todavía no ha matado. De cara a la galería, sin creérselo del todo, pero sabiendo que tenía que vivir acorde a los principios que enunciaba. Caminaban por delante de él, como un escudo, pero exigían su precio. El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad, tanto más si eres un mafioso.

Pero si hay alguien por quien Aslan sienta algo parecido a la amistad, a una camaradería sana y real, ése es Kiril. A Rebo le ha perdonado hasta la última de sus infracciones, de sus atrocidades, que ha saludado como rarezas. Orlov siempre supo de sí mismo que era amoral. Y de Kiril, que era directamente malvado. Cuando era más joven, Aslan se había reído con sorna de los villanos puros a los que tan afecto era el cine soviético. Esos que agarraban a la virginal muchacha y soltaban una carcajada vesánica, que preparaba la entrada del héroe del proletariado.

Luego conoció a Kiril Rebo.

Cuando llegas a una edad determinada, con los pies en el zaguán, mirando hacia la salida, echas la vista atrás. Aunque no quieras. Orlov, que ha hecho siempre lo que la necesidad le dictó y el instinto le permitió, ha matado a una docena de personas con sus propias manos. Nunca disfrutó particularmente del proceso. Para él, lo único importante era el resultado. Bailar sobre la tumba del enemigo. Seguir bailando.

—¿Somos despiadados? —le preguntó un día a Kiril, delante de una botella de vodka. En el suelo, el cadáver del hijo de un rival. Once años.

—Tenemos buen gusto —fue la enigmática respuesta de éste.

Orlov lo comprendió, más adelante, cuando llegaron a España. El buen gusto no tiene que ver con la ropa que vistes o los muebles que pones en tu casa. Los zares atiborraron sus palacios de joyas y enseres que hoy les parecerían horrendos a las revistas de decoración.

El buen gusto no es moda. Es armonía. Y la mejor forma de conseguir ésta es a través del asesinato.

Por eso Orlov siente afecto por Kiril Rebo. Porque ha decidido, libre artista de sí mismo, amar lo que hace, sin fisura alguna.

Incluso para ser mafioso hay que tener talento, piensa Aslan. Y no existe talento sin pasión.

Orlov se debate consigo mismo, inquieto, sin acabar de encontrar acomodo en su sillón favorito. La terraza de su mansión en La Zagaleta cuelga sobre la colina. En los días claros se ve Gibraltar y las costas de África. Más arriba, a medio kilómetro, está la casa de Vladimir Putin en España. Nunca se ha encontrado con él, ni sabría qué decirle. Quizá esbozaría un tímido agradecimiento.

Ha caído la noche, así que la vista se limita a una masa de árboles, que revelan una luna tenue y el murmullo del viento entre sus ramas. Nada que ver, ningún lugar al que ir.

Sólo una decisión que tomar.

Hay cálculo en ella. Consecuencias y repercusiones. Una traición. Y quizá la única posibilidad de seguir adelante. De seguir bailando. A sus setenta años, con su paso renqueante y sus pies en el zaguán, pero resistiéndose a abandonar la fiesta. Porque al otro lado de la puerta de salida solamente hay frío, aullidos, dientes afilados en la negrura.

Aslan es un hombre que no se deja dominar por sus emociones, y por eso es capaz de coger el móvil y marcar un número que nunca creyó que volvería a usar.

Responde al primer timbrazo.

Estaba esperando su llamada.

—Tenemos que hacernos cargo del problema —dice Orlov.

—¿Ocurra lo que ocurra?

—Ocurra lo que ocurra.

Cuelga, y hace una nueva llamada. Tienen que ponerse en marcha, por si el primer plan falla. Y no puede recurrir a nadie más, porque no hay nadie más.

No era así como había visualizado su vejez. Creía que con la edad podría trascender la carne, sus deseos y sus miserias. Instalarse en un reino de serena inmaterialidad. En lugar de eso, sólo se ha visto arrastrado por su cuerpo aún más abajo, hacia el interior de su maquinaria. Su brutal, vengativa, chirriante y cada vez más oxidada maquinaria.

Se pone en pie.

11
Otra bolsa de hielo

Al final fue todo muy rápido.

Ambos van en el coche, de vuelta a Madrid, tal y como vinieron. De noche, viendo las rayas de la carretera perseguirse bajo el capó del Audi. Con una extraña sensación de irrealidad. Los hombros tensos, las piernas demasiado ligeras. Como el soldado que le da la espalda al barro y las balas, corriendo de nuevo sobre terreno seco.

Como si las cosas no pudieran ser tan sencillas.

—Las cosas no pueden ser tan sencillas —le dice Jon.

—Hemos hecho nuestra parte —dice Antonia, aunque sólo con media boca. Es sólo media metáfora. La otra media boca la tiene realmente tapada por una bolsa de hielo (otra distinta).

La primera bolsa de hielo la compraron camino de la perrera municipal. En la gasolinera, mientras Jon pagaba, Antonia llamaba a la comisaria Romero. La tensión entre las dos mujeres desapareció en cuanto Antonia le comunicó, muy seria y profesional y sin asomo de revanchismo oportunista, que sabía dónde iba a estar Lola Moreno dentro de unos minutos. La comisaria Romero, correcta y agradecida por su labor, le pidió un punto de encuentro y le dio instrucciones concretas.

Al menos así le refirió Antonia la conversación al inspector Gutiérrez.

—¿Cuál ha sido su frase de despedida, en palabras textuales? —preguntó Jon, que ya se conoce los resúmenes de Antonia.

—«No la jodan.»

—Ya veo. ¿Y dónde dices que es el punto de encuentro?

El punto de encuentro era una vía de servicio cerca de la perrera municipal. Una inclinación del terreno les daba cierta ventaja visual, así que cuando Lola salió del recinto con el perro, fue cuestión de acercarse por ambos flancos. En el intervalo que tardaron en llegar, estuvieron a punto de que la operación se diera al traste cuando la sospechosa estuvo a punto de subir a un Ford Fiesta que acabó marchándose sin ella.

La sorpresa fue que, mientras convergían sobre el objetivo, aparecieron los mafiosos. Capturar a una sospechosa armada, difícil de por sí, se convirtió en una situación con rehenes. Había siete armas apuntando a los rusos, por sólo dos de ellos. Cuando todo estalló, cuando todo el mundo comenzó a gritar al mismo tiempo, Antonia supo que no habría modo de evitar el derramamiento de sangre.

—Dieciséis muertos —fue el resumen de la comisaria Romero, cuando Kiril Rebo y Lola Moreno estuvieron esposados, cada uno en la parte de atrás de un coche patrulla.

—Ya. Bueno. Al respecto de eso… —dijo Jon, frotándose la nuca y mirándose las puntas de los pies.

Y así fue como informaron a la comisaria del modo en el que habían descubierto la localización de Lola Moreno. Y que la cuenta de cadáveres ascendía a diecisiete.

Hubo una conversación muy tensa, larga y desagradable.

—Tendrán que venir a declarar delante del juez. Ya les avisarán. Por ahora, me alegro de perderles de vista —dijo Romero, por todo agradecimiento.

Jon fue a recoger las maletas al hotel. Antonia se quedó en la escena hasta que se presentó un furgón de la policía judicial, aunque Jon regresó antes. Habían venido desde Málaga para trasladar a los detenidos a Madrid.

—Lo han solicitado desde allí. No creen que este entorno sea seguro para tomarles declaración —dijo Belgrano, cuando el inspector Gutiérrez le interpeló al pasar.

Los dos agentes de la policía judicial, ambos de paisano, esposaron a los dos detenidos a las barras atornilladas a la estructura en la pared del Citroën de color azul marino y blanco. Uno a cada lado. Los agentes cerraron la puerta lateral, subieron a la parte delantera.

Jon y Antonia también se pusieron en marcha. Adelantaron a la furgoneta tras la primera rotonda, y eso fue todo.

Jon no tiene prisa, no ha superado la velocidad permitida en ningún momento. Ha puesto 19 días y 500 noches en el Spotify. Los altavoces del Audi les cantan historias de peces de hielo, de malas compañías que son las mejores, de rubias platino.

Apenas hablan, más que para intercambiarse dulces y otras porquerías envasadas que han comprado en la gasolinera (en la segunda, que iban con más tiempo). Ninguno de los dos está satisfecho. Cómo podrían. Pero éste es el trabajo por el que firmaron, en realidad. Ayudar en los márgenes, sabiendo que no habría recompensa ni satisfacción alguna. Y teniendo claro, también, que de no haber estado ellos, el resultado hubiera sido bien distinto.

Hacen una llamada breve a Mentor, para informar.

—Buen trabajo. Preferiría que no volviesen aún a sus casas —dice éste, cuando han terminado. No hay alegría en su voz—. Mañana por la mañana hablaremos de lo que está ocurriendo. Vayan a un hotel y descansen lo que puedan.

Cuelga.

Antonia se duerme, agotada.

Jon baja la música.

Lola

Había una vez una niña que fue capturada por unos monstruos que la cargaron en un carruaje oscuro, camino de un castillo tenebroso.

Lola intenta estirarse, busca una postura cómoda. No la encuentra, porque no la hay. Lleva la muñeca derecha esposada a una barra atornillada al chasis del furgón, en un ángulo muy incómodo. Los cuatro asientos de la parte trasera están dispuestos de dos en dos, con la espalda apoyada contra la pared. A Kiril Rebo lo han colocado en el lado contrario, pero no en el asiento frente a ella, sino en el otro.

No hay ventanas, ni música. Ni posibilidad de dormir. Sólo mirarse.

Kiril lo hace. Clava la mirada en ella. Fija.

Hay algo en esos ojos azules desprovistos de vida que es capaz de robarte la tuya. A pequeños bocados.

Muerden. Esos ojos muerden, piensa Lola.

Cierra los suyos, e intenta pensar qué hacer.

No hay muchas salidas. La policía la interrogará, exigiendo que le cuente todo lo que sepa de la organización de Orlov y de cómo Yuri llevaba todos los negocios de blanqueo de la Tambovskaya en España.

Yo apenas sabía nada, agente. Lo que oía desde la cocina.

Retazos de conversación, captados de pasada en el salón de su casa, mientras ella sirve blinis de anguila y jarras de kissel, y le pasa la roílla a la encimera.

Casi siempre hablaban en ruso. Yo no sé nada, unas pocas palabras. Saludar, pedir la cuenta. Poco más.

¿Las empresas? Todas a nombre de Yuri, que yo sepa.

¿Nuestra casa? ¿Los coches?

¿Ruben Ustyan? Nunca he oído hablar de él.

Lola interrumpe el ensayo. Puede que haya fotos. De alguna fiesta. Ah, lo que daría por poder borrar su Instagram ahora mismo. Da igual, ya tendrán todas las fotos.

Ah, ese hombrecillo pequeño. Sí, alguna vez vino por casa. No, no se presentó, o no lo recuerdo.

Ésa es la clave. 412 «no sé», 82 «no lo recuerdo», 58 «lo desconozco» y 7 «no me consta». Con eso puede una librarse de cualquier cosa.

Y ella tiene la sangre de color normal, pero posee otra ventaja. Recuerda aquella película en blanco y negro tan horrible sobre los judíos en los campos de concentración. Cuando el malo pregunta quién ha robado un pollo a un grupo de prisioneros que esperan en fila. Nadie responde, y el malo le pega un tiro a uno, que se desploma y muere. Un niño sale entonces de la fila. El malo le pregunta si ha sido él quien ha robado el pollo. No. Entonces ¿sabes quién ha robado el pollo? Y el niño señala al muerto en el suelo. Anda, échale un galgo al puto crío.