Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

Una hora más, y se acabó.

Qué lugar tan horrible, piensa Lola, mientras rodea el recinto desde fuera.

La perrera municipal está a las afueras, al final de una carretera estrecha de un solo sentido. Las perreras comparten algo con los tanatorios, las residencias de ancianos y los cementerios. Las colocamos en el sitio donde menos probabilidades tengamos de verlos. Porque nadie quiere saber qué ocurre realmente tras esas vallas altas, aunque intuyamos que ocultan una realidad a la que no queremos enfrentarnos.

El tiempo, medido en dinero, es la droga más efectiva y peligrosa que existe. La dosificamos de forma cicatera y egoísta para dar la espalda a cualquier mínimo atisbo de sinceridad. El tiempo es nuestra justificación para el egoísmo que nos aísla de la verdad, de esa destrucción que causamos, la que carcome a otros, la que en última instancia nos carcome a nosotros mismos. No tenemos tiempo, nos decimos. Y así continúan los perros abarrotando las jaulas y los ancianos alzando el cuello arrugado y lleno de colgajos hacia la puerta cada vez que se abre.

No hay tiempo para la verdad.

Tampoco hay tiempo para Kot.

Como perro potencialmente peligroso —y pocos lo serán más que él— la ley dicta que, si no es adoptado antes de diez días, será sacrificado.

Lola ha comprado una cizalla en una ferretería de la plaza de las Delicias en Estepona antes de volver a Marbella. También unos guantes de trabajo para poder doblar los alambres de la valla.

Elige un punto en el descampado de la parte trasera y comienza a trabajar.

Abrirse paso hasta el interior le lleva menos de seis minutos. Tiene que cortar una buena porción de alambrada, porque luego debe salir por ahí con el perro, y no sabe si tendrán que correr. Tampoco quiere que se desgarre con los alambres.

Cuando recorta un agujero de casi ochenta centímetros de diámetro, arroja los restos a un lado y entra a la perrera.

No hay seguridad, ni personal en el recinto por la noche. Una hilera doble de jaulas ocupa el exterior del edificio bajo y destartalado. Es un paseo de los horrores. Lola aparta la mirada al ver la gran cantidad de animales, cuyos dueños decidieron un día que ya no tenían hueco en sus vidas para ese regalo de Navidad, para ese capricho de un hijo. Las jaulas están sucias y los animales, derrotados. La perrera es de gestión privada, y lo que sucede es lo esperable.

Muchos de los animales ni siquiera se inmutan cuando Lola se acerca. Unos pocos gruñen con desgana. Otro suelta un ladrido esperanzado que muere en cuanto Lola pasa de largo.

Otro de los cautivos se limita a ponerse en pie, cuando escucha sus pasos sobre el cemento.

Lola llega a la jaula y la abre sin esperar ni un segundo. No necesita llave, solo un pasador largo de acero.

El perro no se mueve. Incluso en la penumbra de la perrera, con la única luz de las farolas de la calle a un lado y de la carretera algo más lejos, el animal es algo impresionante. Alto como una mesa de comedor, ancho como una mesa camilla. La melena pardusca que le rodea la cara es gruesa y espesa. Sus ojos y sus hocicos están recubiertos de una máscara negra. En la semioscuridad, sólo se aprecia el brillo de sus ojos color café y el suave agitar de su lengua rosada.

Lola pronuncia su nombre.

—Kot.

Es como un besuqueo, con la «u» que te obliga a juntar los labios, las consonantes revolcándose, la lengua despuntando en la «k» y la «t».

Ko mne —ordena, agachándose para que le pueda dar la bienvenida—. Ven aquí.

Adora que sólo responda a las órdenes en ruso.

El perro se acerca enseguida, y le lame la cara con avidez. Puede que sea una mole de músculo y hueso capaz de descabezar a un ser humano en pocos segundos. Pero en lo tocante a su dueña, no conoce otra emoción que no sea el amor.

—Mírate, perro tonto —dice ella, palpándole por la cabeza y el cuello—. Estás sucio. Te han quitado el collar. Y has perdido peso.

Kot no le reprocha que se haya marchado. Pero empieza a ponerse nervioso por la presencia de otros perros, ahora que sabe que ella está allí. La golpea con una zarpa del tamaño y solidez de una sartén pequeña. Sólo quiere avisarla, pero aun así consigue hacerle daño en la pierna. Así ha sido siempre su vida con Kot. Unas piernas cuajadas de moretones y arañazos.

—Basta. Molodets. Buen chico.

Se encamina hacia el agujero en la alambrada con el perro pisándole los talones.

Gulyat. Ve fuera.

Kot se escurre al exterior tras olisquear un momento. Lola le sigue enseguida.

Al final del descampado, aparcado junto a la luz de una farola, ve el Ford Fiesta de Zenya, que le hace una señal con las largas. Está esperándola sentada al volante.

Menos mal. Esto se ha terminado, por fin, dice Lola, sin poder creerse lo fácil que ha sido todo.

Y hace bien. Cuando pone una mano en la manilla del coche, algo le hace darse la vuelta.

Kot ha puesto el cuerpo rígido e inclinado hacia delante. Saca pecho. De entre sus fauces brota un gruñido áspero y amenazador.

—¿Dónde tú vas, Lola? —dice una voz en la oscuridad.

Lola siente una bola de acero en el centro de su estómago. Reconoce esa voz. Esa falsa alegría.

Kiril Rebo da un paso al frente. Entra en el espacio iluminado, con su pelo rubio desleído, su cuerpo enjuto hecho de nudos forrados de piel pálida.

Esgrimiendo su sonrisa, sus ojos vacíos de escualo, y una pistola.

De las tres cosas, no es el arma lo que más aterra a Lola.

—¿Por qué? —dice Lola, mirando a Zenya.

—Me amenazaron con matar a mi hermana si no la entregaba, señora. Ella sigue allí. Y allí a nadie le importa si desapareces.

Lo comprende. Zenya ha hecho lo que tenía que hacer. Como ella misma. Como todo el mundo.

—Lo siento mucho.

Lola le dedica una sonrisa triste. En otro tiempo, hace tan solo unos días, quizá la hubiera insultado, amenazado, maldecido. Ahora ni siquiera sabe si sigue siendo esa misma persona, la mujer que era. O si alguna vez volverá a serlo. Está demasiado cansada. De todo. De todos.

—Está bien.

El gruñido de Kot se incrementa cuando un segundo matón se coloca al lado de Rebo. También sostiene una pistola, y no deja de apuntar al perro. Tiene la mano crispada y los ojos vidriosos. Se ha metido un gramo, por lo menos.

—Mejor tú controlas tu perro —exige Rebo, señalándolo.

—Solamente tengo que dar una orden —dice Lola.

—Nosotros sólo dispara, da?

Lola aprieta los dientes, reteniendo dentro la sílaba que lanzaría a Kot a la garganta de aquellos hijos de puta. Acabaría con uno, incluso aunque le acertaran los disparos. Lanzado al ataque para proteger a su dueña, haría falta mucho más que una pistola para detenerle.

Pero aunque mate a uno, el otro quedará en pie.

Y no va a dejar que maten a su perro inútilmente.

—Hagamos un trato. El perro se va con ella, yo con vosotros. Khorosho?

Rebo frunce el ceño, considera la propuesta. Dispararle al perro no es una buena idea. Ya han llamado la atención bastante sobre la organización en los últimos días.

—Está bien.

Lola abre la puerta del coche, y le ordena a Kot que suba. El perro la mira con desconfianza, pero acaba obedeciendo.

Lola se inclina sobre Zenya, y se saca con disimulo un sobre de la chaqueta.

—Llévalo donde te he dicho —le dice a Zenya, arrojándole el sobre—. Allí estaréis a salvo. Ya os alcanzaré.

Zenya abre el sobre. Ahí hay mucho más de cinco mil euros. Suficiente para la operación de su hermana y para desaparecer unos cuantos días.

—No dejarán que se vaya —dice, ahogando un sollozo.

—Ya me las apañaré.

Zenya arranca el coche, y sale del descampado. Llevándose con ella las esperanzas de Lola Moreno.

Se gira, lentamente, y se encara a Kiril Rebo.

—Ya está. Ya lo habéis conseguido.

10
Unos amigos

—Tú me sorprendes —dice Rebo—. Tú no sólo chochito loco de Voronin. No sólo adorno, da?

Lola guarda silencio. El reconocimiento laboral no está entre sus prioridades ahora mismo. Y lleva demasiado tiempo camuflándose a plena vista como para mostrarse de repente, en cuanto un psicópata armado le hace un cumplido.

—Nada tú dices. Bueno. Ya hablarás.

Lola se revuelve. Tenía la libertad al alcance de la mano, y la ha desperdiciado por un estúpido error. La rabia la consume por dentro. También el miedo, pero no quiere demostrarlo.

—¿Por qué no nos ahorramos el trabajo y me matas ya?

Kiril Rebo sonríe de nuevo.

Es la sonrisa más desagradable en la historia de las sonrisas.

Que se le congela en la cara cuando, por el extremo contrario del descampado, aparecen unos faros.

—¿Quiénes son ésos? —le pregunta el otro bojevik.

Rebo agarra a Lola por el brazo y la aproxima a él.

—¿Amigos tuyos? —dice, poniéndole la pistola en el vientre—. ¿Has llamado tú?

El cañón del arma le arranca un jadeo, la presión del acero transmite una oleada de electricidad y aprensión desde su vientre a su nuca. Siente el impulso —un hormigueo en las manos, en la punta de los dedos— de apartar el cañón de la vida que crece en su interior.

Todo lo que logra es sacudir la cabeza, aterrorizada.

Rebo se plantea correr hasta su propio coche, pero lo han dejado al otro lado para poder acechar a Lola en la oscuridad. Los faros están cada vez más cerca, y otros dos le siguen a pocos metros.

A su espalda aparecen dos más.

De frente, un coche patrulla y un Audi Negro. Detrás, otro coche patrulla. Los tres vehículos les rodean. Frenan en seco, los neumáticos resbalan sobre la grava con un sonido rasposo antes de detenerse. De los coches salen varios agentes, con las pistolas en la mano, que les apuntan parapetados tras las puertas.

—¡Policía! ¡Tiren las armas!

Más coches se acercan, con las sirenas encendidas.

Rebo mira a su alrededor, furioso. Sigue teniendo a Lola agarrada por el brazo, y la pistola apretada contra su costado. Los faros de los coches les han encerrado en un círculo de luz. Sus sombras se alargan en el suelo, gigantescas.

El otro bojevik está nervioso. Empapado en sudor, con la respiración agitada y el corazón en la garganta. La cocaína ha multiplicado su agresividad, su paranoia y su confianza en sí mismo hasta extremos peligrosos. Levanta la pistola, apuntando a las formas oscuras que se intuyen al otro lado del muro luminoso que han creado los faros. Hay gritos, confusión. Media docena de gargantas emiten sonidos al mismo tiempo.

El matón agita el arma, da un paso hacia uno de los coches patrulla.

Alguien dispara.

El tiro le alcanza en la espalda. El matón se revuelve, un segundo tiro le alcanza en el cuello, en trayectoria lateral. Arrancándole la tráquea, en una nube de sangre y cartílagos que flota durante un instante bajo la luz de los focos, para luego desvanecerse y caer.

El bojevik está muerto antes de tocar el suelo. Su cuerpo, sin embargo, no lo sabe. Aún se agita, entre espasmos y convulsiones, que hacen que su cara se restriegue contra la grava durante unos grotescos segundos.

—Quiero abogado —dice Kiril Rebo, soltando a Lola y tirando la pistola al suelo.

—Pero… ¿A vosotros os dan un cursillo con lo que tenéis que decir, o qué? —se oye decir a Jon, al otro lado de los faros.

Aslan

Aslan es un hombre que no se deja dominar por sus emociones, vaya eso por delante.

Cuando descubrió la traición de Voronin, meditó durante varios días antes de actuar.

Cuando tuvo que presentarse ante la Bratvá y sus socios en el funeral de su tesorero muerto, ponderó cada palabra que iba a decirles, sopesando las inflexiones, las pausas, incluso los movimientos de las manos. Ensayó delante del espejo del cuarto de baño, poniendo las manos sobre la pila del lavabo como si las estuviera apoyando sobre la mismísima biblia en la Iglesia ortodoxa.