Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

Entonces, entró en la habitación una figura ataviada con un hábito. Gruber estaba a punto de hacerle una pregunta, cuando reconoció el cargo del hombre y se limitó a hacerle una reverencia.

—Gruber, de Ulric.

—Dieter Brossmann, de Morr. Estaba a punto de preguntar por las circunstancias de la obra de Morr en este lugar, pero puedo verlas con total claridad, Lobo.

Gruber se acercó más al sacerdote encapuchado.

—Padre, quiero saberlo todo sobre este acto; todos los detalles que puedas averiguar antes de enterrar los despojos.

—Te los aportaré. Ven a verme antes de la nona, que para entonces habré investigado los hechos tal y como están.

Gruber asintió con un movimiento de cabeza.

—Esas escrituras, las palabras pintadas aquí y en el cuenco del Agujero del Lobo, para mí no significan nada, pero percibo su naturaleza maligna.

—Y también yo -le aseguró el sacerdote de Morr-. Tampoco sé qué significan, pero las palabras escritas con sangre difícilmente pueden ser buenas, ¿verdad?

***

Justo antes del amanecer comenzó una nevada que cubrió la ciudad con un manto de unos cinco o siete centímetros de grosor. Arriba, en la roca palaciega, toda la servidumbre había estado trabajando durante las horas nocturnas. Los hornos ya estaban encendidos y se calentaban barriles de agua. En el exterior, había servidores ataviados con libreas de seda rosada, que, armados con palas, quitaban la nieve del camino de entrada y esparcían sal. Entre ellos, Franckl hizo una pausa y mal dijo el almidonado cuello de su librea nueva. Todos los trabajadores del Margrave habían sido reclutados para el servicio del Graf durante aquella visita crítica del embajador bretoniano. Al igual que sucedía con la guardia real, eran muchos los sirvientes del palacio que se veían afectados por aquella condenada fiebre invernal.

Los sirvientes trabajaban en todo el palacio: cambiaban sábanas, fregaban suelos, lustraban cuberterías, preparaban fuegos y limpiaban la escarcha de la parte interior de los cristales de las ventanas de las dependencias de invitados.

La servidumbre había estado preguntándose qué sucedía desde el momento en que Breugal, de repente, los había mandado a trabajar a última hora del atardecer como si fuese la primera de la mañana. Una visita, de eso estaban seguros. Cuando Lenya oyó a Ganz y Von Volk hablando en el vestíbulo principal, se convirtió en el único miembro de la servidumbre con un rango inferior al del chambelán que conocía los detalles, y no tenía a quién contárselos. Incluso entonces que estaba trabajando como parte del servicio de palacio, allí se encontraba sola y sin amigos.

Mientras avanzaba a paso rápido por la galería oeste con dos cubos de agua tibia para las muchachas que trabajaban en la escalinata principal con cepillos de cerda vio, a través de las ventanas, la nieve que se posaba a la luz de los braseros que recorrían el camino de entrada, y se preguntó cómo estaría Kruza en una noche como ésa.

Justo antes de las campanadas de vigilia, un destacamento de templarios del Lobo -el pataleo de los caballos quedó amortiguado por la nieve- ascendió por la Cuesta del Palacio y atravesó la Gran Puerta arremolinando los copos que caían. Aric iba en cabeza y con la mano izquierda sujetaba el estandarte de Ulric en alto. Detrás de él corrían, en apiñado grupo, Morgenstern, Drakken, Anspach, Bruckner y Dorff, seguidos por una docena más de templarios, seis de la Compañía Roja y seis de la Gris. Los saludó un Caballero Pantera desde la caseta de guardia de la entrada, y los dirigió hacia el cuartel de la guardia real, situado en el patio interior.

Llegados al patio de piedra, frenaron ante el cuartel a los corceles de guerra, cuya respiración se condensaba en el aire. Los caballos caminaban con incomodidad sobre la capa de nieve, a la que no estaban acostumbrados. Unos pajes uniformados que tenían el rostro frío tan rosado como las libreas de seda corrieron a coger las riendas.

Aric desmontó con elegancia y, flanqueado por Bruckner, Olric de la Compañía Gris, y Bertolf, de la Roja, traspasó la entrada, donde un escuadrón de Caballeros Pantera ataviados con la armadura completa y provistos de antorchas los aguardaban bajo el pórtico. Aric saludó al jefe de los Caballeros Pantera.

—Aric, de la Compañía Blanca, portaestandarte. Que el Gran Lobo te guarde, hermano. Ar-Ulric, bendito sea su nombre, me ha puesto al mando de este destacamento de refuerzo.

El jefe de los Caballeros Pantera levantó su ornamentado visor dorado. Tenía un rostro severo y hosco, y su piel parecía pálida y enfermiza comparada con los dorados y rojos intensos de su alta cresta de celada.

—Soy Vogel. Capitán. Segundo de la guardia del Graf. Que Sigmar te bendiga, caballero templario. Herr capitán Von Volk me ordenó que te esperara.

Aric percibió la tensión. El hombre tenía aspecto de estar enfermo y, a diferencia de Von Volk, aún parecía albergar la fuerte rivalidad que se había convertido en tradición entre los templarios y la guardia del Graf. «Puede que las relaciones entre Lobos y Caballeros Pantera se hayan suavizado a los ojos de Von Volk -reflexionó Aric-, pero los viejos prejuicios tienen raíces profundas.»

—Apreciamos la ayuda del templo en esta hora delicada -prosiguió Vogel, cuya voz parecía cualquier cosa menos agradecida-. Los exploradores de frontera han informado que el embajador se encuentra a apenas unas horas de distancia, a pesar de las nieves, y la hermandad de los Panteras está… escasa de hombres. Muchos de los nuestros se encuentran postrados en cama a causa de las fiebres.

—Rezaremos letanías de sanación por ellos. Son hombres fuertes y robustos. Sobrevivirán.

Aric hablaba con voz confiada, pero Vogel parecía andar con paso inestable cuando se volvió para encabezar la marcha. El templario vio senderos oscuros de sudor en las pálidas mejillas desnudas del Caballero Pantera. Y percibió un olor, un olor a sudor rancio e insano, a enfermedad medio disimulada por el aroma de las hierbas de las pomas que llevaban los caballeros de la corte. Vogel no era el único Caballero Pantera del grupo que estaba enfermo.

«Que Ulric nos proteja -pensó Aric-. Aquí huele como huele la ciudad cuando la visita la plaga.» ¿Y no había informado Anspach de algunos rumores perdidos sobre la plaga que corrían por tabernas y tugurios?

La guardia de honor de Caballeros Pantera formó detrás de Vogel y Aric, y los Lobos siguieron al resto. Marcharon por la columnata de mármol y entraron en los aireados vestíbulos del palacio, donde ardían velas y -¡gran lujo!- lámparas de aceite sujetas a las paredes a lo largo de lo que a Aric le parecieron kilómetros en todas direcciones, por los corredores cubiertos de tapices y espejos.

—Sólo dinos qué quieres que hagamos, y nos pondremos a ello -dijo Aric-. ¿Qué misión quieres que desempeñemos?

—No espero que los Lobos tengáis conocimiento práctico de este laberíntico palacio. El trazado puede resultar desconcertante para los desconocidos. -Vogel pareció disfrutar con la palabra desconocidos, pues hacía hincapié en el hecho de que entonces los Lobos estaban en territorio de los Caballeros Pantera-. No os separéis de los demás, porque os perderíais. Necesitamos patrullas que recorran el palacio, así que las formaré con las compañías de Caballeros Pantera. Vosotros, los templarios, nos haréis un favor si os avenís a hacer guardia en las habitaciones de invitados.

—Nos sentiremos honrados de serviros -replicó Aric-. Muéstranos el área y los lugares que debemos vigilar.

Vogel asintió, e hizo un gesto con una mano para llamar a dos de sus caballeros, que, al tener las viseras cerradas, a Aric le parecieron autómatas. Nunca se había dado cuenta de lo mucho que agradecía el hábito de los Lobos de ir al combate con la cabeza descubierta y el cabello volando al viento. Los rostros y sus expresiones comunicaban muchas cosas, en particular, cuando uno se encontraba en el calor de la lucha.

—¡Krass! ¡Guingol! Mostradles a los Lobos la disposición de las dependencias de invitados.

—¡Sí, señor! -respondió Guingol…, o Krass.

«¿Quién, en el nombre de Ulric, puede saberlo si están detrás de esas parrillas doradas?», pensó Aric.

—Manteneos firmes, Lobo -dijo luego Vogel, volviéndose a mirar a Aric-. Todos vosotros. El santo y seña es: «Viento norte».

—Viento norte.

—Repíteselo sólo a tus hombres. Si cualquiera con quien os encontréis no puede daros el santo y seña, detenedlo o matadlo, sin excepción.

—Comprendido -replicó Aric.

—Que el día transcurra bien -le deseó Vogel al mismo tiempo que le hacía un saludo militar-. Que ninguno cometa fallos.

—Lo mismo digo -asintió Aric con una sonrisa cortés.

Vogel y sus hombres dieron media vuelta y se alejaron con entrechocar metálico por el corredor. Aric se volvió a mirar a Guingol y Krass.

—Pongámonos en marcha, ¿os parece? -preguntó.

Ambos asintieron con la cabeza y echaron a andar, y los Lobos los siguieron.

—Este sitio huele mal -susurró Bertolf, de la Compañía Roja.

—A enfermedad -asintió Bruckner.

—A plaga -añadió Olric con severidad.

Detrás de ellos, entre los demás, Drakken le lanzó una mirada inquieta a Morgenstern.

—El Lobo Gris tiene razón, ¿verdad? ¿Es plaga?

Morgenstern rió entre dientes con voz profunda al mismo tiempo que se acariciaba la enorme barriga acorazada y continuaba avanzando pesadamente por el pasillo.

—Muchacho, eres demasiado pesimista. ¿Plaga? ¿Con este frío polar? ¡Nunca!

—Tal vez las fiebres -comentó a sus espaldas Dorff, con tono hosco; por una vez, su desafinado silbido se había apagado.

—¡Ah, las fiebres! ¡Sí, las fiebres! ¡Tal vez sea eso! -Morgenstern volvió a reír entre dientes-. ¿Y desde cuándo muere nadie a fuerza de estornudos?

—¿Aparte de las docenas que murieron el pasado Jahrdrung? -preguntó Dorff.

—¡Ah, cállate y silba algo alegre! -le espetó Morgenstern.

A veces, resultaba demasiado difícil levantar la moral de los hombres.

—¿Qué apostáis…? -comenzó Anspach, que hasta el momento había guardado silencio-. ¿Qué apostáis a que éste es el peor lío en el que nos hemos metido jamás?

Los templarios frenaron en seco, pues los de la Compañía Blanca actuaron como un tapón para los de las Compañías Roja y Gris, que los seguían. Aric, con su escolta de Caballeros Pantera, avanzó unos pocos pasos más antes de darse cuenta de que todos se habían detenido para disputar entre sí.

—¡Sólo estaba diciendo…! -protestó Anspach.

—¡Guárdatelo para ti mismo! -le gruñó un miembro de la Compañía Roja.

—¡Tiene razón! -le espetó un templario de la Gris-. ¡La perdición se abate sobre la Fauschlag!

Otros murmuraron su asentimiento.

—Plaga… es verdad… -dijo Drakken con tono interrogativo.

—¡Eso he oído! -dijo otro Lobo Rojo-. ¡Se habla mucho del asunto en las tabernas de Altquartier!

Más asentimientos.

—¡Estamos al borde del desastre! -declaró Olric al mismo tiempo que sacudía la cabeza.

Bertolf estaba comenzando a explicar algo acerca de fantasmas que caminaban por las calles cuando Aric pasó entre los perplejos Caballeros Pantera y reconvino a los templarios reunidos.

—¡Basta! ¡Basta! ¡Este tipo de conversación nos derrotará a todos antes de que comencemos siquiera!

Aric había pensado que su voz era feroz e imponente. Se trataba de su primera misión como comandante, y tenía intención de cumplirla con toda la firmeza y vigor de Ganz. No, de Jurgen. Demostraría que era un buen líder de hombres. Pero se encontró con que su voz era ahogada por las discusiones de los Lobos, cuyos comentarios iban y venían a una velocidad superior a la que él podía contestarles. Un hirviente alboroto de voces inundó el pasillo. Aric había previsto algunos problemas con los hombres de las otras compañías que habían puesto bajo su mando, pero esperaba que los hombres de la Blanca lo siguieran. Entonces no había más que confusión, conversaciones apasionadas, desorden y nada de disciplina.

—¡Basta! -dijo una voz profunda junto al portaestandarte, cada vez más frenético.

Se hizo un silencio tan tremendo como el que podría imponer el hacha de un verdugo. Todos los ojos se volvieron hacia Morgenstern.

—No hay plaga ninguna -añadió Morgenstern con voz muy calma-. Hay un poco de fiebres, pero eso pasará. ¿Y desde cuándo nos hemos asustado nosotros de los rumores? ¿Eh?, ¿eh? ¡Esta gran ciudad de roca ha permanecido en pie durante dos mil años! ¿Caería un lugar como éste en una sola noche? ¡Yo no lo creo! ¿La perdición sobre todos nosotros? ¡Nunca! ¡No cuando tenemos armaduras sobre los lomos, armas en las manos y el espíritu de Ulric para alentarnos!

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