Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

El conductor hizo restallar el látigo, y el caballo viejo tiró del vehículo, que descendió con estrépito, lentamente, por los mugrientos adoquines de las calles del tugurio hacia el espacio abierto del parque de Morr, con el templo en el centro. Schtutt y yo caminábamos detrás de la carreta.

—¿Tienes alguna idea de quién era? -pregunté.

—Aparte de ser un… -Schtutt captó mi mirada feroz-. No, no lo sabemos. Iba vestida como una moza de taberna, o tal vez una muchacha de la noche; pero no habría conseguido trabajo con un brazo así. Aunque quizá lo camuflaba con magia. Podría haber atraído a alguien a ese callejón, haber anulado el hechizo, y entonces él la mató a causa del horror.

»O tal vez fue un asesinato ritual. Dicen que hay poderosos cultos de adoradores del Caos dentro de la ciudad. Encontramos sacrificios; principalmente, gatos. -Se estremeció-. Si pensara que iba a haber problemas con el Caos, cogería a mi familia y me marcharía de Middenheim. Me iría al norte. Mi hermano tiene una hacienda a unos cincuenta kilómetros de distancia. ¿Crees que cincuenta kilómetros son suficientes para escapar del Drakwald?

No respondí porque estaba siguiendo el curso de mis propios pensamientos. Schtutt pareció contentarse con continuar charlando sin que le contestara.

—No deberíamos aguardar a que ellos actúen. Tendríamos que descubrirlos y quemarlos. Y quemar también sus casas, hasta los cimientos -dijo, y en su voz había un cierto regodeo-. Hacer que viniesen a investigar algunos cazadores de brujas. ¿Recuerdas a los dos que llegaron de Altdorf? Diecisiete adoradores del Caos descubiertos y quemados en tres días. Son el tipo de hombres que necesitamos. ¿Eh? ¿Dieter?

Eso acabó con mi concentración. Nadie me llamaba Dieter por entonces; no, en los últimos ocho años, desde que había ingresado en el templo. Desvié la vista hacia él y lo miré a los ojos, en silencio. Pasado un momento, él los apartó.

—¡Por las barbas de Ulric! -masculló-. Ya no eres el mismo hombre de antes. ¿Qué te han hecho en ese templo de necrófagos?

Se me ocurrieron un centenar de respuestas, aunque ninguna adecuada para ese momento, así que no dije nada. El silencio es lo primero que aprende un sacerdote de Morr, y yo he aprendido bien la lección. Un vacío sin palabras se prolongó entre nosotros, hasta que lo rompió Schtutt.

—¿Por qué lo haces? -preguntó-. Es lo que no entiendo. Recuerdo cuando eras uno de los mejores comerciantes de Middenheim. Todos acudían a ti para todo. No eras sólo rico, eras…

—Era amado. -Schtutt guardó silencio, y yo proseguí-. Amado por mi esposa y mi hijo, que desaparecieron. Ya lo sabes. Todos lo saben. Nunca los encontraron. Gasté centenares de coronas, miles de ellas para buscarlos. Y descuidé mi trabajo, mi empresa quebró y yo renuncié. Ingresé en el templo de Morr y me hice sacerdote.

—Pero ¿por qué, Dieter? -Ese nombre otra vez. No era el mío, ya no-. Allí no podrás encontrarlos.

—Lo haré -respondí-. Antes o después, sus almas irán a reunirse con Morr, y serán recibidas por las manos del dios, y entonces lo sabré. Es la única certidumbre que me queda ya. Era el no saber lo que estaba matándome.

—¿Por eso lo haces? -preguntó él-. ¿Investigar las muertes inexplicadas? ¿Por si se trata de ellos?

—No -repliqué-. No, eso es sólo para matar el tiempo. -Pero yo sabía que estaba mintiéndole.

***

El carro rodó por la tierra dura del parque de Morr, aún demasiado congelada para cavar sepulturas, y se detuvo en el exterior del templo. La piedra oscura del edificio y las ramas desnudas de los altos árboles que lo rodeaban como manos tendidas que ofrecieran una caja cerrada a un dios invisible estaban silueteadas contra un cielo gris, cargado con la nieve que todavía no había comenzado a caer.

Schtutt y su ayudante transportaron el cuerpo escaleras abajo hasta la penumbra abovedada del Factorum, mientras yo los seguía con la manta y su desagradable contenido en los brazos. No había ni rastro de Gilbertus ni del cuerpo que había quedado preparado para ser sepultado. Bien.

El cuerpo de la muchacha fue tendido sobre una de las grandes losas de granito, y coloqué el tentáculo a su lado, sin desenvolverlo. El hedor de la carreta de basura impregnaba las ropas de la muerta, pero había otro olor, acre y desagradable.

En la quietud y penumbra reinantes, podría haber sido cualquier mujer hermosa que dormía. Contemplé fijamente su forma inmóvil. ¿Quién era? ¿Por qué la habían matado de un modo tan deliberado, tan frío? ¿Por qué habían disimulado el hecho para que pareciese otra cosa? ¿Tendría un enemigo poderoso, o la habían matado por otra razón? ¿Sería más importante muerta que viva? El brazo…

Schtutt arrastró los pies y tosió, y pude percibir su inquietud. Tal vez, los cuerpos que yacían sobre las otras losas tuviesen algo que ver con eso.

—Será mejor que nos marchemos -dijo.

—Sí -repliqué con brusquedad.

Quería quedarme a solas con el cuerpo para hacer el intento de percibir algo que me indicara quién o qué la había matado. No es que me guste la gente muerta. No me gusta. Es sólo que la prefiero a la viva.

—Necesitaremos un informe oficial -añadió él-. Si se trata de un mutante, habrá que decírselo al Graf. ¿Le harás la disección hoy?

—No -respondí-. Primero hacemos los rituales para darle descanso al alma. Los haré yo personalmente. Luego, hacemos la disección, para dejar constancia en los archivos y para aumentar el precioso papeleo del Graf. Después, si no podemos encontrar a un familiar próximo, se le hace un funeral de indigente.

—¿La arrojaréis desde el barranco de los Suspiros? -preguntó Schtutt con voz escandalizada-. Pero seguramente los mutantes deben ser quemados para purificarlos, ¿no?

—¿Acaso he dicho yo que fuera una mutante? -inquirí.

—¿Qué?

Cogí la sección de tentáculo que se encontraba junto al cadáver y la acerqué a él con brusquedad. Estaba fría y húmeda, y tenía un tacto gomoso. Schtutt retrocedió como un perro golpeado.

—Huélelo -le dije.

—¡¿Qué?!

—Huélelo.

Lo olfateó con precaución y, luego, me miró.

—¿Y bien? -pregunté.

—Es… agrio. Como algo rancio.

—Vinagre. -Dejé el tentáculo donde estaba antes-. No sé de dónde ha salido eso, pero sí sé que no se encontraba unido a nadie que estuviese vivo esta mañana. Esa condenada cosa ha sido escabechada.

***

Finalmente, tras prometer que intentarían averiguar la identidad de la muchacha, Schtutt y su hombre se marcharon. Estuve a punto de pedirles que no lo hicieran. El modo menos probable de averiguar algo sobre una muerte en Ostwald, con sus serpenteantes callejones y oscuros trapicheos, es hacer que guardias de pesadas botas anden por ahí formulando preguntas con toda la sutileza de un ogro que no se ha duchado. Aunque obtuvieran una respuesta, no serviría de nada. Yo continuaba deseando averiguar quién era la muchacha, pero cuanto más pensaba en el asunto más me convencía de que era su muerte, y no su identidad, lo que revestía importancia. Alguien había querido convencer a la gente de que había mutantes en la ciudad, y lo habría logrado si la investigación hubiese quedado en manos de gente como Schtutt.

«No es un mal hombre», reflexioné mientras preparaba el ritual. Nos conocíamos muy bien en la época anterior a mi ingreso en el templo: por entonces, él era un comerciante joven que intentaba abrirse paso hasta las franquicias que poseían familias mucho más antiguas y poderosas que él. Luego, la familia Sparsman lo había denunciado por evasión de impuestos, y una parte de la condena había sido trabajar durante un mes en la guardia de la ciudad. Y allí quedó todo, porque allí encontró su lugar en la vida, y era mucho mejor capitán de la guardia que comerciante, lo cual no significaba que fuese un capitán de la guardia demasiado bueno.

Encendí la última de las velas que había colocado en torno al cuerpo. Con los adecuados gestos rituales, salpiqué un poco de agua bendita sobre el cadáver, respiré profundamente y comencé a entonar el hondo y bajo Rito Innombrable. En mi interior, esperaba. El espíritu de Morr se movió por encima y a través de mí, dentro de las estructuras que había creado con las manos y la mente, y fluyó desde mi interior para envolver el cuerpo de la mujer que tenía delante, para bendecirlo y protegerlo del mal.

Y luego, se detuvo. Algo se resistía. La energía del Señor de la Muerte flotaba en mí, en espera de que yo la utilizase.

Pero me sentía como si estuviese intentando unir dos piedras imán: cuanto más me esforzaba, cuanto más me aproximaba al cadáver, mayor era la repulsión. Continué entonando las palabras del ritual para atraer hacia mí una mayor cantidad de la energía de Morr, al mismo tiempo que intentaba esparcirla sobre el cadáver, pero resbalaba como la lluvia sobre el cuero engrasado. Algo iba mal, muy mal, aunque no estaba dispuesto a renunciar. Seguí entonando el ritual, reuniendo todas mis fuerzas para empujar el poder de Morr sobre el cadáver. La resistencia disminuyó, pero no pude quebrantarla. Había llegado a un punto muerto.

Una de las velas chisporroteó y se apagó, consumida hasta el final. Cuando comencé el ritual tenía unos ocho centímetros de largo, tal vez diez. Debían de haber pasado horas. Interrumpí el canto y el poder divino salió de mí, llevándose consigo las pocas energías que me quedaban. Tenía las rodillas flojas como ramitas verdes y sentía que me balanceaba a causa del agotamiento. A solas entre las sombras, contemplé el cuerpo. En el Factorum, reinaba un silencio absoluto, que sólo quedaba interrumpido por mi suave respiración agitada; la quietud era total…, aunque la atmósfera resultaba tranquila. Había tensión, como si el ambiente aguardara algo. El helor de la primavera y las frías piedras parecían clavarme alfileres a través de la túnica, y me estremecí. Por un momento, sentí lo que la gente normal debe sentir cuando entra aquí: el terror de verse rodeada por los muertos; el terror de no entender.

Apagué con los dedos las restantes velas y me apresuré a marcharme, escaleras arriba, hacia la calidez relativa del cuerpo principal del templo, y sentí que al hacerlo se desvanecía mi miedo momentáneo. Por un instante, consideré la posibilidad de acudir a la nave principal para rezar un rato; pero, en cambio, atravesé la entrada lateral que lleva a las dependencias privadas de los sacerdotes, recorrí el estrecho corredor de piedra y llamé a la puerta del padre Zimmerman. Me sentía incómodo por tener que hacer eso; a veces, sin embargo, la única manera de enfrentarse con un problema es pasárselo a los que están más arriba.

Desde dentro de la habitación me llegó un arrastrar de pies y una voz amortiguada. Luego, alguien abrió a medias la puerta desde el otro lado, y el hermano Gilbertus se deslizó al exterior. Me recordó a un gato que se moviera por un espacio pequeño, o a una serpiente. Me dedicó su suave sonrisa y desapareció camino de la rectoría. Abrí la puerta del todo y entré. El padre Zimmerman se encontraba sentado ante su escritorio y daba la impresión de que había estado escribiendo una carta. La tinta le manchaba los dedos, y en el suelo había plumas rotas. Al volverse para mirarme, vi que también tenía tinta en la blanca barba.

—¿Qué sucede? -preguntó

No creí que la irritación de su voz fuese porque hubiera interrumpido la reunión. Probablemente, tenía más que ver con el hecho de que yo no le gustaba. A mí me parecía bien, porque él tampoco me gustaba.

—Hay un cuerpo nuevo en el Factorum, padre.

—Los cuerpos son nuestro material de trabajo, hermano. Habrás observado eso en los años que llevas trabajando aquí.

Pensé en lo que yo le había dicho antes a Gilbertus, y maldije al de Talabheim. Sin duda, había ido allí con el cuento de mi falta de respeto hacia los muertos.

Autore(a)s: