Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

—¡Abrid! -bramó Ganz y su caballo corcoveó, lo que obligó al sacerdote a aferrarse al guerrero para no caer.

—¡El palacio está cerrado! -le chilló un Caballero Pantera desde detrás de la verja-. ¡Han dado la alarma! ¡Nadie puede entrar!

Tras calmar a su caballo, Ganz miró más allá y vio las lámparas que destellaban en las ventanas del gran palacio, oyó los gritos, las campanas y los alaridos.

—¡Déjanos entrar! -repitió con una voz que era un trueno por derecho propio.

—¡Volveos! -le contestaron los guardias de la puerta.

Gruber llevó su caballo hasta Ganz y se acercó a las puertas desde un lado al mismo tiempo que hacía girar el martillo. Con su famosa precisión, destrozó el candado que cerraba el pasador de la verja. Luego, hizo que el caballo levantara las patas delanteras y los cascos derribaron las puertas al descender.

Los seis Lobos atravesaron al galope la entrada y los Caballeros Pantera se precipitaron a interceptarlos. ¿Qué podían hacer ante la arrolladora furia de la carga de los hombres del templo de Ulric? Mejor habría sido que intentaran detener a una tormenta, al viento del norte, al rayo. La cosa acabó en cuestión de segundos.

Los Lobos de Ganz saltaron de las monturas ante la entrada del palacio y dejaron sueltos a los caballos de guerra. Con Gruber y el sacerdote de Morr a la cabeza, irrumpieron en el vestíbulo principal y tuvieron que apartarse a un lado cuando un grupo de músicos de la corte y servidores pasaron a toda velocidad ante ellos y se adentraron en la noche. Kaspen cogió a uno por el cuello, un músico que llevaba su laúd aferrado contra el vientre para protegerlo.

—¡Asesinato! ¡Locura! ¡Asesinato! -dijo el hombre con voz estrangulada al mismo tiempo que intentaba liberarse.

—¡Vete! -le espetó Kaspen, y arrojó al hombre al exterior.

Los seis caballeros y el sacerdote atravesaron el enorme espacio y salieron del vestíbulo. En el vasto edificio resonaban gritos, alaridos e incesantes campanillas de mano que daban la alarma.

—Llegamos demasiado tarde -dijo Ganz.

—Nunca se llega demasiado tarde -le espetó Dieter de Morr-. Por aquí.

—¿Adonde vas?

—A las dependencias de invitados.

—¿Y cómo sabes dónde están? -preguntó Ganz.

—Investigación -replicó el sacerdote a la vez que se volvía para sonreírle.

Fue la sonrisa más fría que Ganz había visto en toda su vida.

***

Acorralados contra un rincón y lanzándole golpes a cualquier cosa que se les ponía a tiro, los tres grandes templarios del Lobo formaban en línea, lado a lado. Morgenstern, Anspach y Drakken; dos martillos y una espada novicia contra veinte Caballeros Pantera enloquecidos por la fiebre, que los acorralaban en el fondo del corredor. Entonces había otros cuatro Caballeros Pantera muertos o agonizantes. Los tres Lobos apenas podían contener ya el ataque, mantener las armas enemigas alejadas de ellos.

A través de los apiñados enemigos, Drakken vio que Von Volk y otra docena de Caballeros Pantera cargaban hacia ellos desde el otro extremo del corredor. «Ya está -pensó-. Ahora es cuando la superioridad numérica…»

Von Volk derribó a un Caballero Pantera mediante una estocada, y luego a otro. Él y sus hombres golpeaban por detrás al grupo de locos que había acorralado a los Lobos.

El primer golpe había sido histórico, sin precedentes. Era la primera vez que un sagrado Caballero Pantera mataba a uno de los suyos, pero no pasó mucho rato antes de que dejara de ser la única. Drakken sabía que lo que estaba presenciando era algo extraordinario. Caballeros Pantera contra Caballeros Pantera. Pensó en Einholt. ¿Habría matado un Lobo a otro Lobo?

Pensó en Aric, y el pensamiento le resultó demasiado doloroso para retenerlo.

Morgenstern profirió un bramido e instó a Anspach y Drakken a aplastar a los dementes Caballeros Pantera que luchaban contra Von Volk y su fuerza de rescate.

Al cabo de tres minutos, casi veinticinco nobles Caballeros Pantera yacían muertos o heridos en el piso del corredor. Von Volk se quitó el casco y cayó de rodillas, presa del horror; el yelmo se le deslizó de la mano floja y rodó por el suelo. Sus otros leales caballeros también se arrodillaron o apartaron la mirada, horrorizados ante lo que habían hecho, ante lo que se habían visto obligados a hacer.

—En el nombre del Graf… -jadeó Von Volk, con lágrimas en los ojos-. En nombre de toda la creación, ¿qué hemos tenido que hacer aquí esta noche? Mis hombres…, mis…

Morgenstern se arrodilló ante Von Volk y aferró las apretadas manos del caballero entre sus poderosas manazas.

—Tú has cumplido con tu deber, y que Ulric y Sigmar te lo paguen. Esta noche reina la locura colectiva en el palacio de Middenheim, y tú has cumplido bien con tu deber y para acabar con ella. Llora a estas pobres almas, sí. Yo me uniré a ti en eso, pero estaban alterados, Von Volk; no eran los hombres que tú conocías. El mal se había apoderado de ellos. Tú hiciste lo correcto.

Von Volk alzó la mirada hacia el rostro del obeso Lobo Blanco.

—Tú lo has dicho. No eran ellos.

—A pesar de eso, hiciste lo correcto. Les debemos lealtad a los nuestros, pero cuando el mal ataca, nuestra lealtad más auténtica es para la Corona.

Morgenstern sacó la petaca, y Von Volk bebió con ansiedad el licor que le ofrecía.

—Esto es sólo el comienzo de los horrores con los que puede ser que tengamos que enfrentarnos a partir de ahora -les advirtió Anspach mientras ayudaba a Von Volk a levantarse.

El capitán de los Caballeros Pantera asintió con la cabeza, se enjugó la boca y bebió otro largo trago de agua de fuego.

—Que Sigmar proteja a todos los que han hecho esto aquí esta noche, porque yo no tendré misericordia con ellos.

***

Hallaron a Aric tendido boca abajo ante la chimenea de la habitación de huéspedes; tenía sangre pegoteada en el pelo y le manaba más por las articulaciones de la armadura. Dorff y Kaspen lo levantaron, lo tendieron sobre el lecho y le quitaron la armadura. No podían llamar a ningún cirujano porque el médico del palacio estaba atendiendo al embajador bretoniano. El sacerdote de Morr se abrió paso entre ellos.

—Por lo general, atiendo a los muertos, pero sé un poco de medicina, al menos, una o dos cosas.

Con la ayuda de Kaspen, que había sido entrenado en la reducción de fracturas y vendaje de heridas para cubrir las necesidades de la Compañía Blanca en el campo de batalla, Dieter comenzó a curar las heridas del joven caballero.

—Una locura se apoderó de mis hombres -estaba diciendo Von Volk.

—Una locura se está apoderando de la ciudad -lo corrigió Lowenhertz-. Nos hemos enterado de que una magia inmunda impregna este lugar en busca de sus propias metas. La fiebre forma parte de ella. No se trata de una auténtica plaga, pues tiene su origen en la magia y está destinada a infectarnos a todos con la demencia y la alegría de matar. ¿No es así, sacerdote?

El padre Dieter alzó la mirada del entablillado que estaba poniéndole al fracturado brazo izquierdo de Aric.

—Muy cierto, Lowenhertz. La enfermedad que aflige a Middenheim es de naturaleza mágica. Una demencia. Tú has visto los signos, Von Volk. Leíste las palabras de las paredes.

—Una locura que hace que los aquejados maten y vuelvan a matar por la gloria del derramamiento de sangre -añadió Ganz, sin vida ni ánimo en la voz-. Podría afectarnos en cualquier momento. Está propagándose como una peste por todas partes.

—Yo sé cuál es el ser maligno responsable -intervino Drakken, avanzando un paso.

—¿Cuál?

—La criatura con la que luchasteis en la bodega -le dijo Drakken a Gruber-. La cosa de los ojos rosados. Estaba aquí, pero no era una forma de palillo, delicada, sino… -No podía pronunciar el nombre.

—¿Qué? -le gruñó Lowenhertz, impaciente.

Gruber lo mantuvo alejado del joven Lobo pálido que aún estaba a punto de hablar, aunque fue el sacerdote quien completó la frase.

—Einholt.

Todos lo miraron y, luego, volvieron a posar los ojos en Drakken.

—¿Lo era? -inquirió Ganz, y Drakken asintió con la cabeza.

—Decía que era él, pero no lo era. Se había apoderado de su cuerpo como tú podrías coger una capa prestada. Estaba dentro de él. No era Einholt, pero tenía su aspecto.

—Y… luchaba como él. -Aric se incorporó sobre el codo sano para mirarlos a todos-. Era la carne de Einholt, la sangre de Einholt. La destreza y los recuerdos de Einholt. Pero dentro había una cosa vacía y maligna. La criatura dijo que se había apoderado de Einholt por venganza, porque Einholt la había detenido de algún modo…, en la bodega, supongo. Quería un cuerpo, y escogió el de Einholt.

El padre Dieter había acabado de vendar las heridas de Aric, y se llevó a Ganz a un lado.

—Me temo -dijo con tono reacio- que en este caso no estamos tratando sólo con un nigromante.

Ganz se volvió a mirarlo mientras notaba que un sudor helado le bajaba por la espalda.

—Poseer un cuerpo, como explica tu hombre, Aric…, esto es algo más.

—Dijo que su nombre era Barakos -informó Aric, que los escuchaba desde la cama, inclinado hacia adelante.

—¿Barakos? -Dieter se puso a pensar con los ojos alzados-. ¡Vaya!, entonces es verdad.

Ganz aferró al sacerdote de Morr por el pecho del hábito y lo estrelló contra los paneles de madera dura de la regia habitación. Los Lobos y los Caballeros Pantera lo contemplaron, conmocionados.

—¿Lo sabes? ¿Lo sabías?

—Suéltame, Ganz.

—¡¿Lo sabías!?

—¡Suéltame!

Ganz abrió la mano y el padre Dieter se deslizó hacia abajo hasta que sus pies tocaron el suelo. Luego, se frotó la garganta.

—Barakos. El nombre aparecía en las paredes del Agujero del Lobo. Os pregunté a todos si lo conocíais, y me dijisteis que no. Yo mismo lo descarté con la esperanza de que no fuese más que una coincidencia, el nombre de algún comerciante de Arabia que se encontrase ahora en la ciudad y fuese a caer víctima de los asesinatos.

—¿Y qué es, en realidad?

—Nada. Todo -replicó el sacerdote-. En los libros antiguos aparece escrito como «Babrakkos», un nombre que ya era antiguo cuando se fundó Middenheim. Un poder oscuro que no muere, nigromántico. También conocido como Brabaka, y se lo menciona en una canción infantil: ¡Ba ba Barak, ven a ver tu brea! ¿La conoces?

—La conozco.

—Todas estas referencias hacen alusión a una cosa cadavérica pestilente que amenazó Middenheim en los primeros tiempos. Babrakkos. Ahora, tal vez, Barakos. Creo que ha regresado. Creo que vuelve a vivir. Pienso que quiere que la ciudad de Middenheim muera para conjurar la suficiente magia de muerte para convertirse en un dios. Un dios impuro, pero un dios de todas formas, según lo entendemos nosotros, Ganz de la Compañía Blanca.

—Una cosa cadavérica… -Incluso la voz de Ganz estaba sobrecogida-. ¿Cómo luchamos contra una cosa semejante?

—Está claro que ya ha comenzado con su obra -respondió el padre Dieter con un encogimiento de hombros-. Esta noche es su momento. Nosotros tenemos los hombres, pero carecemos del tiempo necesario. Si pudieramos encontrar al enemigo, tal vez podríamos impedírselo, pero…

—Yo sé dónde está -dijo una voz desde la puerta.

Lobos y Caballeros Pantera se volvieron, y Lenya les sonrió mientras Drakken, con aire humilde, la bacía entrar.

—De hecho, yo no lo sé, sino este amigo mío.

Lenya arrastró hacia la luz, detrás de ella y de Drakken, al andrajoso Kruza, y alzó un ornamento, el devorador del mundo, el reptil que se muerde la cola. La luz de las lámparas destelló sobre él.

—Éste es Kruza. Mi amigo. El amigo de mi hermano. Él sabe dónde mora el monstruo.

***

La nieve, en bolitas de hielo, había comenzado a caer otra vez del helado cielo rosáceo. Era como cabalgar hacia el interior del infierno.

El oscuro paisaje urbano estaba punteado por docenas de fuegos; ardían numerosos edificios desde Ostwald hasta Wynd. Los gritos, lamentos y clamores bajaban por las calles que los rodeaban, donde los ciudadanos enloquecidos por la fiebre se peleaban o luchaban en grupos como bestias salvajes. Las calles estaban sembradas de cadáveres, y la nieve formaba sudarios que se endurecían poco a poco sobre los que llevaban más tiempo tendidos. Nombres, escritos con sangre, cera, tinta y hielo cubrían las paredes de las calles y los laterales de los edificios. El aire frío olía a leche agria.

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