Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

Los ojos de ambos se desviaron hacia el último caballero, que se encontraba solo en un rincón del establo y revisaba las herraduras de su caballo.

Lowenhertz era un hombre alto, de aspecto regio, guapo y aquilino. Se decía que tenía sangre noble, aunque Morgenstern había jurado que se trataba de una herencia bastarda. Era callado y altivo, casi tan callado y reservado como Einholt, si eso era posible. Hacía diez años que servía con los Lobos Blancos; primero, en la Compañía Roja y, luego, en la Gris. Al parecer, nunca había encontrado su sitio, o tal vez un sitio que lo quisiera a él. Nadie sabía por qué se había unido a ellos, aunque Anspach apostaba a que era porque esperaba que llegara el momento de ocupar el mando. También Gruber pensaba así, y con eso bastaba para todos los otros.

—¿Lowenhertz? -murmuró Drakken-. El no es novato como yo. Hace tiempo que está en las compañías… Tiene un aire que me asusta.

—También a mí -le aseguró Aric, tras pensarlo y asentir con un movimiento de cabeza.

La conversación quedó interrumpida por el estrépito de la puerta del establo al abrirse. Ganz, el joven comandante de la compañía, resplandeciente con su armadura y piel de lobo, entró a grandes zancadas.

—Ya estamos… -murmuró Kaspen.

—Es el momento de la verdad -asintió Schell, cuyo rostro fibroso se veía tenso de expectación.

Dorff interrumpió su vacilante silbido desafinado.

—¿Y bien señor? -preguntó Anspach, y Ganz se dirigió a él.

—Partiremos de inmediato hacia Linz… -comenzó, y tuvo que agitar las manos para acallar los vítores-. ¡Basta! ¡Basta! Muchachos, no se trata de la gloria que ansiábamos. Acabo de recibir las órdenes del sumo sacerdote en persona.

—¿Y? ¿Qué tiene que decir el viejo pedo? -preguntó Morgenstern, vocinglero.

—¡Un poco de respeto, por favor, Morgenstern! -le chilló Gruber.

—¡Mis disculpas, viejo amigo! Debería haber dicho: «¿Que tiene que decir su eminencia el viejo pedo?».

Ganz, que tenía aspecto triste y cansado, suspiro.

—Tres compañías de Caballeros Pantera han sido enviadas a Linz para perseguir a los atacantes y asegurarse de que ningún mal le acontezca a la población. Nosotros debemos ir para proporcionarles… escolta.

—¿Escolta? -exclamó Gruber, y el silencio que siguió fue absoluto.

—El Margrave, su familia y muchos de los sirvientes escaparon de la incursión que consumió la casa solariega. Como ya sabéis, Linz rinde vasallaje al Graf de Middenheim, y su excelencia el Graf está muy preocupado por la seguridad de su primo el Margrave. Para resumir una larga historia: debemos escoltar al séquito del Margrave de regreso a esta ciudad para que llegue sano y salvo.

Se oyó un gemido colectivo.

—¿Así que los Caballeros Pantera se llevan la gloria? -reflexionó Anspach-. Ellos persiguen a esos chacales incursionistas para hacerles frente, y a nosotros nos asignan el cometido de niñeras.

Ganz no pudo hacer nada más que encogerse de hombros.

—Técnicamente, es un honor… -comenzó.

Morgenstern dijo algo tan ofensivo como físicamente difícil acerca del honor.

—Muy bien, viejo amigo -lo atajó Ganz, a quien no le hizo gracia-. Limitémonos a cumplir con el deber que nos han asignado. Montad. Jinetes de la Compañía Blanca, seguidme.

***

El viaje hasta Linz supuso dos días de dura cabalgata. Una lluvia de finales de primavera, enérgica y horizontal, barrió los prados y senderos a lo largo del viaje, y luego volvió a aparecer el pálido sol.

Ya desde varios kilómetros de distancia pudieron ver las ruinas de la casa Ganmark, y olerlas bastante antes. Un humo negro, casi oleoso, flotaba en el aire como una sinuosa nube de lluvia en la tarde primaveral, y había un olor extraño, como de dulces y especias mezclados con las cenizas de una urna funeraria.

Gruber, que cabalgaba junto a Ganz, arrugó la nariz, y el joven comandante lo miró.

—¿Gruber? ¿De qué se trata?

Gruber se aclaró la garganta y escupió a un lado como para limpiarse la boca del olor que les llevaba la brisa.

—Ni idea. No se parece a nada que haya olido antes.

—No, en esta parte de la tierra -dijo una voz desde un lado.

Tanto Ganz como Gruber giraron la cabeza y vieron el cincelado perfil de Lowenhertz. El alto caballero cabalgaba junto a ellos, diestro y fríamente mesurado.

—¿Qué quieres decir, hermano? -preguntó Gruber.

En el rostro de Lowenhertz apareció una sonrisa que no era del todo cordial.

—Mi bisabuelo fue un Caballero Pantera, y estuvo en dos cruzadas hacia aquellas infernales tierras lejanas de calor y polvo. Cuando yo era niño, solía contarme historias de las antiguas tumbas y mausoleos; sobre las cosas secas, no muertas, que salían de noche. Me contaba cuentos, los recuerdo con claridad, de pie en el desván de su casa, donde guardaba libros, recuerdos, su vieja armadura, pendones y estandartes. En aquella vieja habitación siempre había un olor a polvo mortuorio, a huesos secos y a dulce aroma penetrante de las especias sepulcrales. Él me decía que era el olor a muerte de las lejanas tumbas de Arabia. -Se encogió de hombros-. Ahora vuelvo a olerlo, y es mucho más fuerte que el del desván de mi bisabuelo cuando yo era niño.

Ganz guardó silencio mientras los caballos continuaban trotando a través del prado abierto. Unas mariposas pequeñas y verdes, las primeras nacidas en aquella primavera, giraban en formación sobre el sendero. Ganz miró enfrente, hacia el fondo del empinado valle que tenían debajo, hacia el esqueleto de maderas ennegrecidas que era cuanto quedaba de la casa Ganmark. De ella aún se levantaban columnas de humo como dedos negros que arañasen el cielo.

—Lo tomaría como un favor personal, Lowenhertz, si no les transmitieras esas observaciones al resto de los hombres.

—Por supuesto, comandante -respondió Lowenhertz con un asentimiento apenas perceptible.

Dicho eso, espoleó la montura y cabalgó a la vanguardia del grupo mientras bajaban por el serpenteante sendero.

Ante las puertas de Linz, salió a recibirlos un escuadrón de honor de los Caballeros Pantera. Se veían altivos y resplandecientes con sus decorativas armaduras y yelmos de alto crestón. El capitán saludó a Ganz con gesto rígido, y el Lobo Blanco le devolvió el saludo. Existía poca simpatía entre los templarios de Ulric y los regios guerreros de la guardia personal del Graf.

—¡Que Sigmar te guarde! Capitán Von Volk, de los Caballeros Pantera, Primera Guardia Real del Graf!

—¡Que Ulric te proteja! Ganz, comandante de la Compañía Blanca.

—Bienvenido a Linz, comandante. Te entrego el relevo.

El capitán de los Caballeros Pantera se situó al lado de Ganz, y sus hombres giraron con una precisión matemática hasta flanquear de manera perfecta a la formación de Lobos, como una escolta. Los Caballeros Pantera cabalgaban en inmaculada alineación, e incluso los ligeros golpes de los cascos de sus gráciles corceles marcaban un ritmo perfecto, comparados con la síncopa poderosa y cansada de los desordenados y polvorientos Lobos. Ganz tuvo la sensación de que alguien quería lucirse.

—Me alegro de que hayáis llegado por fin, comandante -comentó Von Volk con sequedad-. Estábamos impacientes por salir tras esos centauros, pero, por supuesto, no podíamos dejar indefensos al Margrave y su séquito.

Ganz asintió con la cabeza.

—¿Has enviado partidas de exploradores?

—Por supuesto. Cuatro grupos. No han tenido ningún éxito, pero estoy seguro de que, cuando salga con todos mis hombres, les daré una buena a esa escoria atacante.

Detrás de ellos, Gruber profirió un bufido de quedo desprecio, y Von Volk se volvió. Era un hombre alto, delgado y feroz, con ojos brillantes de movimiento rápido, que destellaban tras la parrilla dorada de su visera ceremonial.

—¿Qué sucede, soldado? ¡Oh!, perdón, anciano… ¿Acaso hablabas en sueños?

—Nada, señor -respondió Gruber, que no mordió el anzuelo-. Sólo me aclaraba la garganta.

Von Volk se giró sin darle más importancia, y los drapeados de seda del crestón de su celada se agitaron detrás de él.

—Comandante Ganz, el Margrave os aguarda en la casa consistorial. Me gustaría que ya te los hubieses llevado a él y a su grupo al caer la noche.

—¿Y viajar de noche? -Ganz se mostraba por completo razonable y encantador-. Nos marcharemos al amanecer, capitán. Hasta el recluta más novato sabe que es el mejor momento del día para iniciar un viaje con escolta.

Von Volk frunció el entrecejo.

—Moviliza a tus hombres y ponte en camino -añadió Ganz-. Nosotros nos haremos cargo de todo. Buena caza.

—¡Mi querido, querido amigo! -dijo el Margrave de Linz al mismo tiempo que estrechaba la mano de Ganz-. ¡Mi querido, querido amigo! ¡Con qué anhelo te hemos esperado!

—Señor -logró decir Ganz.

La enorme cámara de la casa consistorial, recubierta de madera, estaba llena de cajones de equipaje y alfombras enrolladas. También se hallaban los aproximadamente veinte servidores que habían escapado de la incursión.

«Y que, al parecer, pudieron traer todo esto a sitio seguro -reflexionó Ganz-. ¿Cómo, en nombre de Ulric, puede enrollarse una alfombra durante un ataque?»

El Margrave, un corpulento y pálido aristócrata de casi cuarenta años, se había puesto sus mejores ropas para recibir a los Lobos, pero los mechones de pelo que le caían y el abrumador aroma a aceite de clavo evidenciaban que no se había aseado de manera decente desde el ataque.

—Yo pedí que me enviaran Lobos de manera muy específica -explicó el Margrave-. En la carta que le envié a mi queridísimo primo, el Graf, solicité Lobos por encima de todo, una compañía de Lobos. ¡Ah, que los vistosos Caballeros Pantera se encarguen de la persecución, pero que me den Lobos para que nos lleven a mí y a mi familia de vuelta a casa sanos y salvos.

—Los Caballeros Pantera son buenos guerreros. Encontrarán a vuestros atacantes -dijo Ganz con suavidad, aunque no lo creyó ni por un momento-. Pero os aseguro que os llevaremos a casa. Veamos, ¿cuántos sois?

—Llenamos tres carruajes -respondió el Margrave mientras lo acompañaba- y cuatro carros de equipaje. Dieciséis sirvientes, el equipaje, yo, mis hijos y su niñera…

Señaló a un par de chiquillos pálidos, de unos cinco años, que vestían pantalón corto y se aporreaban con ferocidad sobre una pila de alfombras. Los vigilaba una vieja niñera demacrada y vestida de negro.

—¡Hanz y Hartz! -suspiró el Margrave al mismo tiempo que unía las palmas-. ¿No son adorables?

—Increíblemente -respondió Ganz.

—Y luego, por supuesto, está mi esposa… -añadió el Margrave.

Ganz volvió la cabeza hacia donde señalaba el otro. Su señoría estaba sirviendo bebidas para los sedientos Lobos de unas jarras que le llevaban los sirvientes.

Era alta, bien formada e hipnóticamente hermosa. Su oscuro y abundante cabello peinado en rizos llegaba hasta la extraordinaria curva que sus caderas formaban dentro del vestido de seda cruda. Tenía piel pálida y ojos oscuros y profundos como lagos. Sus labios eran carnosos y…

Con gran premura, Ganz se volvió para mirar otra vez a los feos niños.

—No son hijos de ella, por supuesto -continuó el Margrave-. Su querida, querida madre murió de parto. Gurdrun y yo nos casamos el año pasado.

«Gurdrun -pensó Ganz-. ¡Ulric! ¡El paraíso tiene nombre!»

***

—¿Queréis vino, valiente caballero? -preguntó ella con voz suave.

Gruber aceptó el tazón y contempló la visión que tenía ante sus ojos.

—Gracias, señora -respondió.

Era asombrosa; la mujer más hermosa que había visto jamás: morena, exótica, misteriosa… Y sin embargo, allí estaba, sirviéndoles vino a aquellos guerreros sucios y malolientes; sirviéndoles bebida ella misma.

—Sois nuestra salvación, señor -le aseguró ella, tal vez por haber advertido la mirada perpleja de él-. Después de las noches de terror y dolor que hemos pasado, esto es lo mínimo que puedo hacer.

—Es asombrosa… -jadeó Anspach, aferrando la copa intacta cuando ella se alejó.

—Si yo fuera treinta años más joven y pesara cincuenta kilos menos… -comenzó Morgenstern.

—¡Aún serías un viejo gordo e inútil, sin ninguna posibilidad! -acabó Einholt.

—Que el señor Ulric nos proteja -le murmuró Drakken a Aric-. Es muy bella…

Aric no podía apartar los ojos de la esposa del Margrave, y asintió con un movimiento de cabeza antes de darse cuenta de que Drakken no estaba mirándola a ella.

—¿Drakken?

—Ella, Aric.

Autore(a)s: