Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

La caravana consiguió permanecer unida mientras caía la noche y el pesado cielo purpúreo cubría Middenheim. No había nubes, y las estrellas, junto con las dos lunas nacientes, hacían que los torreones de doce metros de madera y piedra situados a ambos lados de la puerta sur pareciesen más grandiosos que a la luz del día.

—Bueno, al fin hemos llegado -dijo Franckl.

Mientras cerraba las cortinillas de la ventana por última vez con gesto terminante, Lenya alcanzó a ver, antes de entrar en la ciudad, murallas que se elevaban tanto como cuatro hombres altos, eran tres veces más anchas que el torso de un guardia y ascendían orgullosamente desde la pared de piedra uniforme que tenían debajo. La roca había sido tallada en forma de muralla por centenares de canteros enanos, los cuales habían hecho algo más que dominar la roca: le habían conferido líneas duras y una forma que sólo parecía realzar la fortaleza y longevidad de las piedras.

Al otro lado de la puerta sur, volvía a haber luz, la luz de millares de braseros y farolas que ardían para los habitantes de Middenheim. Era un suave resplandor amarillo, destinado a alumbrarles el camino y mantenerlos a salvo de los parásitos humanos de la ciudad, que acechaban a los incautos para robarles sus pertenencias y su vida.

Lenya volvió a abrir las cortinillas y las sujetó con una pinza para que entrara la luz. También dejaron entrar ruido: el ruido de miles de personas que voceaban sus mercancías, se gritaban y se llamaban las unas a las otras desde las esquinas de la calle. Y todos los olores que se habían acumulado, y habían aumentado durante la última etapa del viaje, entraron entonces en una ola que dejó a Lenya sin aliento y, al parecer, chamuscaron los pelos de la nariz del mayordomo.

—¡Que Sigmar me guarde! -jadeó Franckl-. ¡Esto es demasiado, demasiado, demasiado!

«No es ni suficiente», pensó Lenya.

Desvió los ojos hacia Maris. La nodriza casi había dejado de respirar del todo, sentada y acurrucada en un rincón del carruaje.

—No creo que pueda soportar el ruido ni un minuto más -gimió la anciana.

—Ni el hedor -añadió Franckl-. ¿Es que estos bárbaros no han oído hablar de las letrinas?

—No puedes cagar en un campo cuando vives sobre una roca, así que será mejor que te habitúes al olor -respondió Lenya, con rudeza y sin compasión, mientras se concentraba en las vistas del interior de la muralla.

La caravana avanzaba con gran lentitud debido al gentío que los rodeaba. Lenya estaba pasmada ante la implacable piedra gris de una miríada de edificios diferentes.

—Aquí nos han traído y ahora no hay manera de salir, aunque no debería ser nada nuevo para un hombre tan viajero como tú, maese Franckl.

Franckl guardó un tenebroso silencio, mientras otros integrantes de la caravana de Ganmark miraban al exterior, maravillados. La mayoría de los protegidos de la Compañía Blanca eran nuevos en Middenheim. Algunos no habían visto nunca ninguna ciudad, y mucho menos una tan enorme y grandiosa. Mientras los Lobos Blancos los conducían sin tropiezos y ascendían la pendiente que pasaba por la plaza Castrense y el Konigsgarten camino de la plaza Central, los ojos de los asombrados pasajeros contemplaban la pasmosa uniformidad de las barracas y la plaza de Desfiles. Aquél era el único terreno realmente plano que había sobre la roca, y lo usaba la milicia para la instrucción y los desfiles militares, aunque entonces estaba vacío; de la fuente central salía agua plateada que ascendía en el aire.

Franckl fue el primero en divisar el palacio del Graf, su punto de destino.

—¡Por todo lo sagrado! -exclamó-. ¿Habéis visto alguna vez un palacio como ése?

—Creí oírte decir que ya lo habías visto -le espetó Lenya al mismo tiempo que lo apartaba a un lado para ver mejor.

Maris, la nodriza, se acurrucó aún más en el rincón. Con las manos sobre sus asaltados oídos y un pañuelo de cuello envuelto en la mitad inferior del rostro, parecía un bandido atemorizado.

Al inclinarse hacia afuera, Lenya vio una serie de grandes edificios de piedra, rodeados por una alta verja de hierro, que había sido rematada en puntas de lanza, tanto por seguridad como por estética. Al otro lado de la verja, las fachadas de las viviendas privadas tenían hermosas tallas que suavizaban las líneas y el enorme volumen, a la vez que constituían una ornamentación exquisita. Las altas columnas de mármol con volutas convertían el hogar del Graf en algo único entre los edificios de Middenheim. Ninguna mano de enano había tallado algo semejante. Las columnas y la fachada del palacio interior eran obra de artistas legendarios traídos desde Tilea y Bretonia, que habían sido enviados de vuelta con ricas recompensas a cambio de su trabajo.

Pasaron a través de la Gran Puerta y avanzaron sobre las losas de piedra del camino de entrada hasta el patio del palacio interior, donde la caravana se detuvo. Lenya oyó que Ganz gritaba órdenes para que sus hombres desmontaran y formaran. Abrió la puerta y bajó del carruaje antes de que el mayordomo pudiese moverse. El patio del palacio era amplio y frío. Alzó los ojos hacia los edificios, las estructuras más hermosas que había visto en toda su vida, incluso en sueños. Franckl casi cayó del carruaje tras ella, y le dio un pescozón al lavaplatos para que fuese a buscar el equipaje.

El ayudante de cocina despertó, al fin, y descendió. Las camareras se apiñaron con temor junto a los caballos. Maris tardó mucho rato en salir.

Lenya vio que el comandante de los Lobos Blancos estaba con el Margrave, cuya mano estrechaba, y que el señor se mostraba efusivo y emocionado. Cerca de ellos se encontraban el apuesto Anspach y el enorme Morgenstern, que perseguían juguetonamente a los niños reales por el patio, gritando y riendo. Vio al anciano guerrero Gruber que mantenía una conversación en voz baja con la señora. El alto y joven caballero llamado Aric apareció detrás de ella y tomó a Maris por un brazo para ayudarla. Lenya se volvió otra vez en medio de la actividad y se encontró con Drakken, que le dedicaba una sonrisa soñolienta y encantadora.

—Te… -comenzó ella.

Él la besó.

—… buscaré más tarde, Krieg -acabó la muchacha.

Él volvió a sonreír y desapareció, y luego los templarios del Lobo comenzaron a marcharse bajo las breves órdenes de su comandante.

Del palacio estaban saliendo pajes y servidores ataviados con libreas de seda rosada para hacerse cargo del equipaje del Margrave, y los flanqueaban otros que llevaban antorchas y lámparas. Un hombre alto y demacrado que vestía un regio jubón negro con cuello alto de puntilla salió a grandes zancadas para recibirlos; golpeaba el suelo con un bastón con puño de plata. Llevaba una peluca blanca con rizos y cintas a la última moda, y su piel estaba aristocráticamente cubierta de polvos blancos.

—Soy Breugal, el chambelán del Graf -declaró con voz extraña y altiva-. Seguidme y os acompañaré a vuestras habitaciones.

—¡Te saludo, señor! -dijo Franckl al mismo tiempo que avanzaba y tendía una mano para estrechar la del chambelán-. De mayordomo a mayordomo, me complace la bienvenida que…

Breugal hizo caso omiso de la mano y giró a un lado para hacerles una señal con el bastón de puño de plata a los pajes que aguardaban.

—¡Llevadlos dentro! La noche es fría, y yo tengo mejores cosas que hacer.

Los pajes se precipitaron a coger el equipaje, y Franckl se quedó con la mano tendida en al aire, asombrado.

En ese momento, Lenya sintió verdadera pena por él; pena y vergüenza. Breugal se alejó golpeteando el suelo con sus altos tacones mientras el extremo de su bastón repicaba rítmicamente sobre las losas de piedra. Franckl y su ayudante de cocina recogieron sus pocas pertenencias y siguieron a un desdeñoso paje al interior del palacio.

—Yo no me quedaré -oyó Lenya que le murmuraba la nodriza al templario Aric, cuando la acompañaba hacia el palacio.

Lenya los siguió hasta un patio interior y alzó los ojos para mirar los edificios que rodeaban el pequeño espacio empedrado. Eran sorprendentemente sobrios, húmedos y lisos en comparación con los del patio grande; pero algunas ventanas estaban iluminadas, y Lenya pudo oír que en el interior se movían personas, para ella invisibles, que miraban hacia afuera. Cuando se habituó al sonido, comenzó a identificar voces.

—¡Por Ulric!, esa vieja niñera no durará ni cinco minutos -oyó que decía una voz medio quebrada por la risa-. Y el viejo mayordomo tampoco está para demasiados trotes -continuó.

Lenya se dio cuenta de que se había quedado sola, y comenzó a atravesar el patio hacia la puerta abierta.

—Mirad a la pobre ordeñadora perdida -comentó la misma voz, a cuya risa se unieron otras de personas jóvenes-. Podemos compartirla, si queréis… pero ¡yo seré el primero!

Lenya se recogió las harapientas faldas y, entonces asustada, corrió hacia la seguridad de la arcada para reunirse con sus compañeros de viaje.

Aquello era Middenheim. La vida palaciega no se parecía a lo que había soñado; en absoluto.

***

La primera semana en el palacio fue bastante dura, pero Lenya sabía que las cosas se pondrían peor. Se trataba de un lugar hostil. Apenas veía a los demás sirvientes con los que había llegado, y los sirvientes del palacio la trataban como a una desgraciada. Se encontró anhelando la compañía de Franckl o del lavaplatos, ya que éstos, al menos, sabían quién era ella. La servidumbre de la casa, las altivas damas, el chambelán Breugal, incluso el más humilde de los humildes, como las criadas encargadas de limpiar los hogares y el mozo de escupideras, la trataban con el más absoluto desprecio. Y luego, había un paje en particular, una rata llamada Spitz. Spitz era el paje al que había oído hablar de ella cuando llegaron. Lo despreciaba, pero no era su único problema. Continuamente se encontraba perdida en las entrañas del palacio; hiciera lo que hiciese, no lograba orientarse. A despecho de todas sus elegantes tallas de piedra, era un laberinto húmedo.

La noche en que llegaron, el Margrave y su séquito habían sido invitados a entrar, aunque por breve rato, en las habitaciones del Graf. Lenya se había sentido impresionada por aquella grandiosidad, pero pronto se dio cuenta de que era improbable que volviera a verlas. El Margrave recibía poco más que caridad política del Graf, y todos sus sirvientes eran ciudadanos de segunda clase, que ocupaban espacio. Las habitaciones que les habían dado eran húmedas, y muchas, además de oscuras, carecían de ventanas. Tenían forma extraña y poco cómoda, y Lenya, que era capaz de encontrar el camino sin problemas en cualquier bosque espeso, continuaba sin ser capaz de ir de una sórdida habitación a otra sin perderse de modo inevitable.

Al final de la primera desdichada semana, Maris se marchó. La nodriza, que había pasado todo ese tiempo encerrada y negándose a comer y beber, e incapacitada para desempeñar sus funciones normales, sencillamente se levantó y partió. Aunque la casa de Linz había desaparecido por completo, ella prefería vivir en un granero antes que soportar un día más los horrores de la vida de ciudad. Salió por la puerta norte a la caída de la noche, con la bolsa en la mano.

Al marcharse la niñera, Lenya se convirtió en compañera constante de Gurdrun, la hermosa esposa del Margrave, que se sumió en un aislamiento autoimpuesto dentro del palacio y arrastró a Lenya consigo. Los más insignificantes sirvientes palaciegos creyeron correcto regañar, insultar o pegarle a Lenya durante una o dos semanas, pero no pasó mucho tiempo antes de que ella comenzara a defenderse.

Era media tarde, aunque Lenya apenas podía saber qué hora era desde las entrañas sin ventanas del palacio. La habían enviado a la cocina principal a hacer un recado; cuando regresaba, enfadada y resentida a causa de una invectiva particularmente prolongada del despensero, sintió que una mano le golpeaba de lleno el trasero, lo que provocó que dejara caer la jarra de agua tibia que había ido a mendigar. Una sonora carcajada a sus espaldas, hizo que girara la cabeza.

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