Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

La decoración no había mejorado. Los bebedores de mediodía eran más escasos y estaban más silenciosos de lo que yo recordaba, y no reconocí al joven con delantal que avanzó hacia mí al traspasar el umbral. Abrió la boca.

—Alto -le dije-. ¿Canoso Bruno está aquí?

Él se mordió el labio inferior, que es lo que uno hace si es nuevo en el trabajo y un sacerdote entra en un agujero como El Caballo Negro y pregunta por un hombre que tiene una reputación como la de Canoso Bruno. Pero sus ojos se desviaron apenas un instante hacia el techo, como yo esperaba que hicieran; había estado alerta para detectar el gesto.

—Está arriba -dije.

—Está durmiendo.

—No, no duermo -contestó una voz potente.

Allí estaba Bruno, tan grandote y con el mismo aspecto de oso de siempre. Nos quedamos ahí de pie, sin saber cómo saludarnos.

—Padre -dijo él, al fin.

—Bruno -lo saludé yo, agradecido por haber escapado a uno de sus abrazos.

—Ha pasado mucho tiempo -comentó él.

—Así es.

—Supongo que esto no es una visita de cortesía.

—No lo es.

—Bueno, padre -e hizo hincapié en esa última palabra-, ¿con qué asunto puedo ayudarte en un día como hoy?

—Bruno, ¿recuerdas a un comerciante de hierbas bretoniano llamado Grubheimer? Hace unos diez años, tuvo que salir corriendo de la ciudad por contrabando de loto negro.

—No puedo decir que lo recuerde, padre. Ha pasado mucho tiempo. -Pero parecía interesado.

—A algunos socios míos -dije con cuidado- no les era desconocida la bolsa de hierba que la guardia le encontró encima. Ahora ha regresado a la ciudad, y por lo que he oído está descontento; muy descontento.

—Pensaba que, desde que desaparecieron tu esposa y tu hijo, habías dejado atrás ese tipo de cosas.

Se produjo una pausa de la que yo fui el responsable.

—Es cierto -repliqué-, pero parece que él no. Y no me gusta que me lo recuerden.

—Y… ¿qué? ¿Quieres que le hagan una advertencia para que se mantenga a distancia? ¿Que lo saquen de la ciudad? ¿Que lo quiten de la circulación?

—Necesito saber dónde se aloja. De momento, bastará con eso.

—Es una lástima -replicó Bruno-, pero pondré a alguien a trabajar en ello. ¿Puedo ofrecerte una copa de brandy y el calor de mi hogar? Apreciaría tu consejo acerca de un asunto delicado.

—Lo lamento, Bruno -respondí-, pero ya no hago esas cosas.

—Pero aún les pides favores a tus antiguos amigos. Comprendo. -Yo comencé a decir algo, pero él levantó una mano grande como una losa-. No. Hoy te lo perdono. Con una muerte tan importante en la ciudad, la gente de Morr debe tener mucho que hacer.

—Todas las muertes tienen la misma importancia -le aseguré yo-. Sólo los vivos piensan lo contrario.

Él me miró durante un momento, y luego se encogió de hombros.

—Lo que tú digas. Tú eres el sacerdote. Si averiguo algo sobre Grubheimer, te enviaré un mensajero al templo.

—Gracias, Bruno -le dije-. Y siempre que tú o tus muchachos necesitéis asesoramiento sobre la muerte, ya sabes dónde encontrarme.

Bruno rió entre dientes.

—Tal vez te tome la palabra, aunque creo que en lo relativo a la muerte tenemos nosotros más experiencia que tú.

Un recuerdo reciente inundó mi cabeza: un hombre que se precipitaba por el barranco de los Suspiros azotado por una nevisca, cuya sangre aún estaba tibia en mis manos.

—¡Ah! -repliqué-. Quizá te sorprenderías.

***

No había ninguna necesidad de llevar el cuerpo de Reinhold al templo. El cadáver de un indigente debía ser arrojado desde el barranco de los Suspiros con la más breve de las bendiciones. No obstante, con independencia de cómo hubiese muerto, Reinhold había vivido como algo más que un indigente. Además, como el padre Ralf y los demás estaban ocupados con la muerte de la condesa, nadie repararía en lo que yo hiciera, y la preparación del cadáver me daría tiempo para pensar.

Cuando regresaba al templo, al pasar del alboroto de las calles a la soledad relativa del congelado parque de Morr, oí el sonido de una pala que tintineaba contra el suelo inflexible. El hermano Jacob aún estaba cavando. Se encontraba de pie dentro de la fosa, y verlo allí me provocó un inexplicable escalofrío, que me bajó por la espalda. Me acerqué, y él alzó su semblante pálido de frío.

—Supongo que no has venido a ayudarme -comentó con acritud.

—No, hermano -repliqué-. Tengo que ocuparme de otros asuntos.

Dejó la pala, se frotó las manos para restablecer la circulación y levantó los ojos hacia mí.

—Antes me dijiste que no le gustas a la gente de por aquí, ¿verdad, hermano? -preguntó.

—Muy cierto -repliqué.

—¿Por qué te quedas entonces?

Bajé la mirada hacia él.

—¿Por qué? No supongas que ser odiado es lo mismo que odiar, hermano. He dedicado mi vida a Morr. Trabajo para el templo y tolero la mezquindad de aquellos cuya dedicación es inferior a la mía. -Hice una pausa para patear el suelo, porque los pies se me estaban quedando entumecidos. Lo que acababa de decir parecía vacío, incluso para mí-. Pero no era eso lo que querías preguntarme. Lo que deseabas saber es por qué deberías quedarte tú.

El me miró como si acabara de expresar en voz alta su secreto más recóndito, y tardó un poco en volver a hablar.

—Odio esto.

—Lo sé.

—Quiero huir.

—¿Qué quieres hacer?

—Quiero ser caballero, luchar por el Imperio, vivir y morir como un héroe. Pero sin la ayuda de mi padre, jamás podré ascender o tener un mando.

¡Ah!, su padre, algún noble menor que tenía tres hijos en el ejército y había enviado al más joven al sacerdocio para que rezara por ellos.

—Huye. Únete a una partida de mercenarios -le sugerí.

Él me miró con desdén.

—En eso no hay honor -dijo-. Además, la mayoría son tileanos -y escupió sobre la fría tierra para dar fuerza al último comentario.

—Pero sería mejor que ser sacerdote, ¿eh? -dije yo-. La vida es lo que tú haces con ella. Si no te abres tu propio camino, serán otros quienes lo hagan por ti. Debes escoger, hermano; debes escoger.

Él no replicó. Al alejarme, oí el tintineo de la pala contra la tierra, que doblaba como una lenta campana.

***

El templo a medio reconstruir estaba atestado de personas desconsoladas, y en sus espacios normalmente silenciosos reinaban el ruido y los codazos. Los cofres del padre Ralf estarían surtidos, y él estaría solazándose con la atención que le debían prestar. La muchedumbre, que por lo general se mostraba obediente ante alguien que llevaba el hábito de Morr, no pareció fijarse en mí y tuve que abrirme paso a empujones para llegar a la entrada que conducía a las habitaciones de los sacerdotes, en la pared opuesta, y tener acceso a mi celda.

No llegué a destino. Una mujer que gimoteaba me tironeó del hábito para implorar mi bendición, y luego un hombre ataviado con costosas ropas quiso saber qué auguraba la muerte de la condesa para las lluvias primaverales. Quedé atrapado entre la multitud mientras pronunciaba palabras de consuelo y decía cortas plegarias por alguien que no me importaba y ante personas a las que odiaba. El padre Ralf apareció a mi lado, junto a mi hombro.

—¿El alma de nuestro fallecido hermano vuela ya hacia Morr? -preguntó, usando el código del templo para saber si ya había arrojado el cuerpo desde el barranco de los Suspiros.

Yo negué con un movimiento de cabeza.

—Lamentablemente, su tránsito fue rápido pero indeseado -repliqué yo, dándole a entender que lo habían matado.

El padre Ralf pareció exasperado.

—Lo lamento. Necesito saber más al respecto. Acude al Factorum dentro de cinco minutos.

Se volvió para atender a las necesidades de una señora bien vestida, y yo me marché: de todas formas, me encaminaba hacia el Factorum cuando lo encontré. Dentro de poco, los guardias llevarían allí el cuerpo de Reinhold.

El Factorum estaba fresco y olía a muerte. Me senté sobre una de las losas de mármol fregadas, para pensar, esperar el cadáver e intentar reunir toda la información que tenía. El día anterior, Reinhold no había encontrado trabajo, pero de todas formas había regresado con dinero y con la noticia de que Grubheimer estaba de regreso en la ciudad. Volvió tarde, se emborrachó, tomó una habitación privada, y allí lo mataron. Lo mató un asesino; lo mataron casi como si él lo esperara, casi como si no hubiese ofrecido resistencia, casi como si creyera que debía morir. Era un pensamiento raro para tratarse de alguien de Middenheim, cuyos habitantes se aferran a la vida con la misma tenacidad que su antigua urbe se aferra a la rocosa cima de la montaña.

No obstante, cuanto más pensaba en el aspecto que presentaba Reinhold cuando lo encontré, mayor era mi convicción de que estaba preparado para morir. No había luchado. La gente llega a ese estado por muchas razones, pero la desesperación no es una de ellas: puede ser un motivo para quitarse la vida, pero no para yacer tranquilamente y permitir que se la arrebaten. ¿Drogas? ¿Tal vez el vino estaba drogado? No; si querían matar a Reinhold, podrían haber envenenado el vino. Allí había algo más, algo que ya había visto antes: la sensación de una escena completa, acabada, terminada; un hombre decidido a marcharse de una manera espectacular, de modo que la gente considerara su vida y dijera: «¿Qué consiguió? Consiguió esto».

Pero Reinhold había sido un desgraciado, incapaz de encontrar trabajo por un día para pagarse el alojamiento de una noche. El pensamiento de una muerte inminente puede empujarlo a uno a extremos increíbles, pero sólo para escapar de ella…, no para recibirla de buen grado. ¿Qué le había sucedido?

Yo sabía que aún no había dado con el secreto, pero, considerando los hechos, creí saber dónde tenía que estar oculto. Debía averiguar de dónde había sacado Reinhold el dinero, y debía enterarme de si lo había conseguido antes o después de ver a Grubheimer en Wendenbahn. No se trataba de ningún relato de intriga barato; ya estaba convencido de que a mi amigo lo había matado Grubheimer o alguien contratado por él, y sabía que eso significaba que Grubheimer vendría por mí. Posiblemente, quería matar primero a mis antiguos colaboradores, acabar con lo que quedaba de mi organización, seguro de que yo me enteraría de que se me acercaba. Era buena cosa. Podría darme un poco de tiempo.

Se oyó un golpe seco en la puerta, y el padre Ralf entró sin esperar que lo invitaran. Me echó una mirada feroz y. al ponerme de pie, me crujieron las rodillas.

—Te dije que acabaras rápidamente con este asunto -empezó-, y tú comienzas una investigación de asesinato por alguien a quien apuñalaron en una posada de baja estofa.

—Es más que eso -repliqué yo-. Lo presiento. El muerto era amigo mío.

Mi voz sonaba falsa en mis propios oídos. Era mi antiguo yo, Dieter, que representaba el papel de un sacerdote de Morr. Me hacía sentir incómodo.

El padre Ralf me dirigió una furiosa mirada de exasperación.

—La amistad no tiene lugar en la vida de un sacerdote de Morr, hermano. Además, no sabía que cultivaras amistades.

—Era amigo mío en mi vida anterior.

No dijo nada. Incluso el padre Ralf conocía mi pasado y mi antigua reputación, y por tanto sabía qué tipo de hombre tenía que haber sido el difunto. Se produjo un largo silencio mientras nuestras respiraciones formaban una niebla blanca que se arremolinaba en el frío aire iluminado por lámparas.

—Bueno -comenzó, y luego calló por un momento-. Y otra cosa. Me he enterado de que has pasado la tarde caminando por la ciudad en compañía de mendigos, negándote a escuchar a las acongojadas personas que intentaron hablarte. Ese no es un comportamiento adecuado para un sacerdote de nuestra orden, hermano. Nos hace parecer altivos en un momento en que debemos mostrarnos abiertos y accesibles. El propio Ar-Ulric me mencionó el asunto.

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