Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

Gilbertus alzó la cabeza y me miró a los ojos. Los suyos eran charcos de destellante oscuridad; era como mirar dentro de un pozo antiguo. Ni siquiera en ese momento pude captar nada en ellos. Tenía el semblante tan blanco como el hielo. De la herida de su vientre aún manaba sangre que caía girando en la ventisca.

—Súbeme -pidió, y había debilidad en su voz.

—No -respondí yo.

Tenía ganas de golpearle las manos para obligarlo a soltarse, pero temía que el más ligero movimiento me hiciese deslizarme por el borde del barranco.

—Súbeme -repitió-, y te llevaré hasta tu esposa y tu hijo.

—Estás mintiendo -le contesté.

En ese momento, se oyó el sonido de la tela de mi capa al rasgarse de través. El nigromante se balanceó hacia un lado sobre la pared del barranco, sujeto momentáneamente en el aire por la tela más gruesa del dobladillo; luego, también ésta se rasgó, y él se precipitó al vacío.

A medida que caía, su cuerpo se hacía más indistinto, arrastrado entre la nevisca, hasta que desapareció en la blancura de la tormenta. No se oyeron ni gritos ni el sonido de impacto, que posiblemente fueron amortiguados por la nieve.

Yo permanecí allí tendido durante un rato. La sangre me latía con fuerza en las sienes, y mis manos se aferraban por reflejo a todo lo que encontraban. Sentía contra el rostro el frío de la nieve y la roca, lo que me recordaba que estaba vivo.

***

Por fin, retrocedí un metro, con lentitud, y me levanté. La zona estaba manchada de sangre, pero la nieve que caía en abundancia ya empezaba a cubrir las manchas y regueros de color rojo, así como las huellas e impresiones que delataban la reciente lucha.

Me dolían las costillas. Miré a mi alrededor y vi que el área continuaba desierta: sin señales, sin pruebas, sin testigos, sin complicaciones. Susurré una oración de gracias a Morr.

Por un instante, volví a ver el rostro de Gilbertus, sentí su peso suspendido de mi capa por una mano y oí sus últimas palabras. No sabía nada. Era imposible que supiera nada. Habría dicho cualquier cosa para salvarse. No; había mentido. Tenía que ser así.

Entonces, su espíritu había acudido ante Morr. Incluso los nigromantes antes o después tenían que hacer las paces con el Dios de la Muerte. Se me ocurrió que, a pesar de que aún pensaba en él como Gilbertus, desconocía su verdadero nombre.

Di media vuelta para regresar al templo. Estando Gilbertus muerto, su hechizo debía haberse deshecho, y yo podría darle descanso al alma de la muchacha muerta. También rezaría una bendición por el alma de él, y si alguien me preguntaba qué había hecho durante ese día, respondería que les había dado la paz a dos almas en pena.

Me pregunté si alguna vez lograría ese sosiego para la mía.

A salto de mata

Hacía ya un año que el muchacho invisible se encontraba en la ciudad, y estaba celebrando ese triunfo. Aún no tenía trabajo ni perspectiva alguna de conseguirlo, y sus reservas de dinero estaban llegando otra vez al límite, pero, de todas formas, cuando caía la noche tenía una buena comida y unos cuantos vasos de cerveza en la barriga.

La gente que le hablaba o lo conocía, antes de llegar a la ciudad, lo llamaba Resollador. En ese momento, en cambio no era nadie, pero se sentía feliz.

Cuando llegó por primera vez, el olor de la ciudad le había quemado las fosas nasales y la garganta durante algún tiempo, y el hedor había hecho que se sintiera enfermo; pero, poco a poco, había logrado no reparar en él. Estaba especialmente feliz porque no había estornudado ni resollado una sola vez durante su estancia en la ciudad.

En la época en que lo había rodeado el buen aire del campo, había sufrido durante todo el año a causa de su nariz, que no dejaba de moquear. En primavera y en verano, estornudaba continuamente, y sus ojos no cesaban de llorar. Y durante la cosecha, resollaba. Por eso, le habían puesto aquel sobrenombre. Era Resollador.

Entonces, veía el lado divertido de todos los años pasados respirando el buen aire puro del campo. ¡Bendita fuese la atmósfera asquerosa y contaminada de la ciudad, donde, fuera verano o invierno, se sentía cada vez mejor! El antiguo sobrenombre se había transformado en algo así como un chiste secreto, si es que alguna vez llegaba a encontrar a alguien que le preguntaba cómo se llamaba, claro. Había pasado un año y nadie le había dirigido la palabra. Nadie se fijaba en él. Nadie parecía verlo siquiera.

***

El tiempo era frío, húmedo, oscuro y triste. No importaba el invierno; el cambio a la primavera era la peor época del año.

Kruza estornudó con fuerza en un hermoso pañuelo de lino, que, apenas unos minutos antes, le había robado del bolsillo a un caballero de la ciudad. Ya no podría venderlo, pero en esa época del año necesitaba sonarse la nariz y. en comparación con el resto de su trabajo, la pérdida del dinero que le habrían dado por un pañuelo resultaba insignificante.

Kruza no se sentía muy bien para trabajar. No le hacía mucha gracia salir a la llovizna oblicua, y el viento que soplaba era del tipo que a uno le atraviesa en lugar de rodearle. Pero la jornada siguiente era su día, y aún le quedaba el pequeño detalle de cumplir con la cuota. Habría terminado días antes de no haberse encontrado otro receptor de objetos robados, muy conveniente, a quien decidió venderle dos o tres de sus mejores botines. Todo estaría bien mientras no se enterara el patrón.

—Viento, condenado viento -murmuró Kruza para sí al salir del Altquartier y descender por la escalera del Gran Parque.

Incluso en un día como ése, allí habría gente vendiendo, lo que significaba que habría otras personas con la bolsa llena. Y además de la posibilidad de sentarse en una pequeña y agradable taberna para beber una cerveza o, mejor aún, un ponche caliente, el mercado ofrecía el mejor cobijo de todo Middenheim. Los toldos de los tenderetes, que casi se tocaban en algunos puntos, protegían de lo peor del viento y la lluvia a personas y productos del campo.

Kruza vagó por el lugar durante un rato, se paseó entre los tenderetes y se tomó su tiempo para escoger a una probable víctima. Si ponía un poco de cuidado en la elección del objetivo, reduciría el número de los que necesitaría para cubrir la cuota y, a la larga, aumentaría el tiempo que más tarde podría pasar en aquella taberna.

***

Resollador siguió al viejo carterista hasta el mercado del Gran Parque. Le encantaba el mercado. Principalmente, robaba lo que necesitaba y, por supuesto, eso incluía dinero; pero le causaba un enorme deleite robar en los tenderetes para llenar su despensa y hacer lo más agradable posible el ruinoso lugar al que él llamaba hogar.

Durante el primer año que había pasado en la ciudad, había robado bastantes utensilios de cocina, ropa de cama y otros objetos caseros para pertrechar su cálido y acogedor nido, aunque era el único que lo disfrutaba. Había robado todo lo que tenía en el ropero, y hasta había logrado ratear una serie de espejos pequeños, incluido uno con marco dorado. Le encantaban los espejos y los había apoyado contra la pared o los había colgado, de modo indiscriminado, por toda la habitación en que vivía.

Ese día, sin embargo, Resollador necesitaba dinero en efectivo. Tenía que comer, y aunque su fresquera (en esa época del año, era la parte exterior del alféizar de su única ventana alta) estaba casi llena, esa noche celebraba su primer aniversario en la ciudad y había decidido comer bien en una de las mejores tabernas. Tal vez, incluso, encontraría una muchacha, y eso, con total seguridad, significaba dinero contante y sonante.

Resollador tenía su objetivo a la vista. Por lo general, escogía a los carteristas más viejos, aunque conocía, por dura experiencia, a uno o dos que eran todavía tan rápidos de ojos y pies como él mismo. No obstante, aquel viejo necio con un parche en un ojo parecía bastante seguro. Resollador se mantuvo cerca del ladrón, sin sentir la necesidad de andar furtivamente o de acecharlo con disimulo, mientras observaba cómo el viejo hacía su trabajo.

Resollador se quedó a un lado mientras el ladrón le robaba un diminuto reloj de sol hecho en oro a un despensero igualmente anciano que compraba las provisiones del día.

«No me sirve -pensó Resollador-. ¿Quién necesita otro reloj? La próxima vez.»

Siguió al hombre durante un rato más por una cuesta empedrada y por el lateral de una carretilla, donde se vendía licor ilegal. Resollador se metió una botella en el bolsillo al pasar, sólo por si acaso. A fin de cuentas, se suponía que ese día debía celebrarlo.

El siguiente objetivo del viejo carterista fue una mujer gorda, de mediana edad y pechugona. Se había detenido para reñir a un hombre que iba con ella, sin duda su regañado y, en otros tiempos, cornudo marido. Resollador se quedó pasmado durante un momento, pues aunque aquella mujer era corpulenta como una gabarra y había pasado hacía mucho la flor de la juventud, le resultó muy femenina.

«Sí, creo que una moza, esta noche creo que estaría bien», se dijo Resollador mientras pasaba ante la mujer y el carterista, y se quitaba la gorra para saludar a uno u otro, o tal vez a ambos. Ninguno de ellos lo vio, ni él esperaba que lo vieran. Tras volver a ponerse la gorra ladeada sobre la cabeza, Resollador observó cómo el viejo carterista se apoderaba de la pequeña bolsa de dinero que la mujer llevaba en la cintura. Lo hizo en un momento, sin que nadie lo advirtiese, y la bolsa parecía satisfactoriamente pesada para Resollador. Se entretuvo ante un tenderete para coger dos barras de jabón tosco y metérselas distraídamente en un bolsillo mientras el dueño le daba la espalda, y luego siguió al ladrón.

***

Kruza se encontraba de pie junto a un tenderete, tocando un chal de seda para mujer, cuando vio a Strauss. El viejo carterista había sido el mejor en sus tiempos y se había ganado el derecho de trabajar en solitario en Middenheim. Después de veinte años de afanarse para gente como su Bajo Rey, por no hablar de que había entrenado a tres generaciones de carteristas, incluido Kruza, Strauss estaba entonces jubilado. Visitaba el mercado cada quince días, más o menos, sólo para no perder la destreza, y siempre prefería los días de peor tiempo y las víctimas más viejas.

Kruza no se sorprendió de verlo ese día, y lo saludó con toda la alegría de la que fue capaz, dado el frío y su nariz enrojecida.

—Bien hallado, maestro -dijo en voz alta cuando el viejo ladrón casi ciego pasó junto a él.

—¿Eres tú, Kruza, hijo mío? -lo saludó el hombre con una sonrisa desdentada de oreja a oreja-. ¿Qué tal te va la vida?

—Hace demasiado frío y humedad, y tengo que cubrir una cuota -respondió Kruza, que intentó hablar como si fuese todo una broma, y fracasó.

—Vosotros, los cachorros jóvenes de hoy en día -lo reconvino Strauss- nunca estáis contentos con vuestro trabajo. Por lo que me dices, aún le proporcionas al señor su libra de carne, ¿verdad? Sólo quince años más, y quizás un par de centenares de nuevos reclutas, y tal vez te dejará libre de sus redes. -Se echó a reír.

—Sólo en el caso de que él o yo lleguemos a vivir tanto tiempo.

***

Resollador observó que al anciano, con el bolsillo lleno del dinero de otra mujer, se detenía a hablar con un tipo alto y ancho de hombros, que, en apariencia, examinaba ropa femenina; sin duda, una extraña ocupación para un hombre tan fuerte y de apariencia tan confiada como aquél.

«Ésta es tu oportunidad, Resollador, hijo mío», pensó. Despejó la mente y se acercó un poco más.

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