Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

—¡Que Ulric se me lleve! ¿Podría ser tanto? -dijo Ganz jadeando.

—¿Tanto? ¡Tan poco! Un sacrificio de diez mil almas aquí no es nada comparado con los cientos de miles que serán ofrecidos a los Oscuros si Bretonia entra en guerra con el Imperio. ¿Acaso no se trata de eso? Esta ciudad se encuentra en la cúspide de un conflicto. ¿Qué sacrificio mayor podría ofrecérsele a los inmundos infiernos de la nigromancia que las montañas de muertos asesinados en una guerra abierta?

Ganz le volvió la espalda al sacerdote. Se sentía como si estuviese a punto de vomitar, pero se controló. Habría sido algo indecoroso ante sus hombres, ante extraños.

—Dijiste que debíamos luchar -recordó con voz apenas audible al mismo tiempo que se giraba para mirar de nuevo al sacerdote-. ¿Dónde sugieres que luchemos?

—¿Dónde está Bretonia? ¿Qué lugar es más vulnerable? ¿Dónde reside el poder?

—¡Montad! -les bramó Ganz a sus hombres a la vez que corría por la nieve-. ¡Dirigios hacia la Cuesta del Palacio! ¡Ahora!

—Yo os acompañaré -dijo el padre Brossmann, pero Ganz no lo escuchaba.

—¡Ganz!

Ya sobre su caballo de guerra, Ganz giró a medio galope en el patio cubierto de nieve y vio que el sacerdote de Morr corría tras él, así que estiró un brazo e izó al hombre sobre la grupa del corcel.

—¡Espero que sepas cabalgar! -le espetó.

—En otra vida, sabía -replicó el sacerdote, ceñudo.

Salieron al galope del patio del templo, haciendo volar la nieve en polvo, camino del palacio.

Kruza se agachó para evitar la destellante hoja del arma. El hombre estaba loco, eso resultaba bastante claro para él. A Kruza le recordó la apasionada determinación que había tras la capucha de un verdugo público. La espada rechinó al penetrar en una cruz de vigas hollinientas y quedó atascada. Kruza describió un arco con su espada corta, pero no le acertó al frenético atacante.

El carterista podía ver que el hombre estaba aquejado por la plaga. Tenía la piel pálida y sudorosa, fría y blanca a causa de la fiebre. Arrancó la espada de las vigas y volvió a atacar. El arma era un espadón herrumbroso de mucho más largo alcance que la espada corta de Kruza. La hoja volvió a zumbar en el aire cuando intentó hallar la garganta del carterista, que se agachó, y al levantarse, después de que pasara por encima de su cabeza, le clavó su arma al hombre demente.

La hoja hendió las costillas, las atravesó y penetró en órganos y líquidos internos.

El hombre aquejado por la fiebre se desplomó al mismo tiempo que profería alaridos y sufría convulsiones.

—¡Kruza! ¡Kruza! ¡Kruza! -chillaba el hombre mientras agonizaba.

Kruza, entonces, ya corría hacia la colina del palacio.

***

La nieve que el cielo había tenido atascada en la garganta durante toda la jornada comenzó a caer en abundancia al desaparecer la luz diurna. Apenas era media tarde, pero las nubes que cubrían el cielo hacían que pareciese el principio de la noche. Primero cayeron grandes copos; después descendió la temperatura, y las nubes soltaron aguanieve y una lluvia helada. El agua caía torrencialmente sobre la ciudad y se mezclaba con la nieve que había en el suelo; allí, se congelaba y hacía que la capa de nieve intacta brillara como el vidrio al convertirse en hielo.

Lenya escapó de la cocina tras su encuentro con Drakken. Aún con un cosquilleo en los labios, encontró refugio en la leñera, donde Franckl y otra docena de mozos, pajes y criadas se habían cobijado de la lluvia. Alguien había encendido un pequeño fuego, y se hizo obvio que la botella de Franckl no era la única que había sido robada ese día. Lenya entró en la oscuridad que olía a moho mientras las gotas de agua tamborileaban sobre las tejas como piedras lanzadas con honda, y encontró sitio junto a Franckl, que le ofreció un sorbo de su botella.

—Ese hombre que has encontrado es bueno -comentó él.

—Lo es.

Lenya no se sentía cómoda entre tanta gente. Quería regresar al interior del palacio, pero estaba segura de que se habría congelado viva para cuando llegara a la arcada de la cocina, situada al otro lado del patio. Resonó un trueno, potente y pesado sobre la ciudad de roca, como los cascos de corceles de dioses.

La muchacha ascendió gateando por una pila de leña hasta que le fue posible mirar al exterior a través del resquicio de la ventana orientada hacia las puertas principales, borroneadas por el aguanieve. A lo lejos, vio los fuegos de la guardia, de los que se desprendía vapor; los Caballeros Pantera llevaban los braseros a cubierto y cerraban la verja. Los decorativos penachos de sus yelmos estaban mojados y caídos.

Dio un salto cuando algo golpeó el tejado; luego, otra vez, y otra. En el exterior vio piedras de granizo del tamaño de bolas de cañón que impactaban en la nieve y quedaban enterradas en ella, haciéndola saltar por el aire y rompiendo la capa de hielo superior con su peso. Una tormenta asesina; lo más letal que podía descargar un invierno sobre el Imperio. En cuestión de un momento, los golpes se hicieron más potentes y rápidos al precipitarse las rocas de hielo en mayor abundancia. La granizada era entonces muy copiosa, y el trueno volvió a resonar. A través de la cortina blanca, vio que un Caballero Pantera que se encontraba ante la puerta era golpeado de lleno por una piedra de hielo y caía; los compañeros corrieron hacia él. De inmediato, cayó otro, a quien el impacto de otra roca le arrancó el casco.

Lenya profirió una exclamación ahogada. Cuando estaba en la granja de Linz había visto tormentas de una fuerza tremenda, pero nada como eso, nada comparable a esa furia.

***

Al comenzar la mortal granizada, Ganz detuvo a los jinetes bajo el inclinado saledizo de una posada con cochera. Continuar cabalgando bajo aquello sería una locura.

—Sólo el comienzo… -susurró el sacerdote que iba montado en la grupa de su caballo, detrás de él.

Ganz no respondió. Las puertas del palacio estaban a apenas dos calles de distancia. Bajo aquel ataque de los elementos, suponía una distancia imposible de recorrer.

***

Kruza llegó a las murallas del palacio. Estaba helado hasta los huesos bajo aquella precipitación de hielo, y al menos una de las piedras le había golpeado un hombro y le había dejado un doloroso cardenal. Otra rebotó junto a su rostro, contra la piedra, y le llenó los ojos de esquirlas de hielo.

Se acuclilló y se encogió. Las puertas estaban cerradas, y no tenía ni idea de cómo podría entrar.

***

Dentro del palacio, los invitados estaban retirándose. El festín había sido un éxito emocionante, y los embajadores de Bretonia solicitaron descansar antes de las celebraciones nocturnas. El Graf y sus nobles también regresaron a sus aposentos para reposar un rato. El granizo golpeaba el tejado y el trueno estremecía el aire.

Mientras patrullaba por las dependencias de invitados, Aric observó cómo los Caballeros Pantera y los portadores de antorchas conducían a los dignatarios visitantes hasta sus habitaciones. Ya se percibía el olor de las cocinas, donde se comenzaba a preparar el siguiente banquete. «Que durmáis bien -pensó-. Necesitaréis haber recobrado todas vuestras fuerzas cuando suenen las campanadas de completas.»

Avanzó hasta el corredor donde Drakken debía estar de guardia. Aric se encontraba junto a las puertas que daban acceso a las habitaciones de huéspedes cuando apareció el joven y robusto caballero.

—¿Dónde has estado? -le preguntó.

—De guardia… -comenzó Drakken.

Los ojos de Aric sondearon el rostro del joven.

—¿De verdad? ¿Aquí?

—Me marché durante un momento…

—¿Cómo de largo fue ese momento?

—Supongo que… media hora… -comenzó Drakken tras una pausa.

—¡Que Ulric te condene! -le espetó Aric, y giró hacia las puertas. El trueno resonó en el exterior y una ráfaga de viento recorrió el pasillo y apagó todas las lámparas-. ¿Cuánto tiempo les ha dado esa media hora a ellos?

—¿A quiénes?

—¡A quienquiera que pretendiese entrar! -le gruñó Aric con el martillo en alto mientras abría la puerta de una patada.

Drakken corrió tras el otro templario a través de la antecámara guarnecida de terciopelo hacia el interior de la primera habitación. La alfombra estaba en llamas a causa de una lámpara derribada. Dos servidores ataviados con las blusas de Bretonia yacían muertos en el suelo. Palabras -nombres- habían sido escritas en las paredes con sangre.

Se oyó un alarido procedente de la habitación contigua. Aric irrumpió en la estancia. Una camarera estaba apoyada contra la pared, acuclillada, y chillaba. Una forma corpulenta, casi una sombra negra a la que el fuego iluminaba por detrás, tenía al embajador bretoniano cogido por la garganta y alzado en el aire. Chorreaba sangre. El embajador daba sus últimas boqueadas.

La silueta corpulenta se volvió para mirar a los intrusos y dejó caer al embajador, medio muerto, sobre las ornamentales alfombras.

Su único ojo sano relumbraba en color rosado coral. Su voz, tan baja como el mundo de ultratumba, tan apagada como los pataleos de un caballo y tan espesa como la brea, dijo dos palabras.

—Hola, Aric.

***

El bombardeo de granizo era aún más feroz que antes. Bajo el colgadizo de los establos, los caballos de guerra de los templarios saltaban y se estremecían.

—No podemos esperar. Ahora no -dijo el sacerdote, que era como una sombra detrás de Ganz.

—Pero…

—Ahora, o estará todo perdido.

Ganz se volvió hacia los rostros que lo rodeaban, iluminados por una luz mortecina.

—¡Cabalgad! ¡En el nombre de Ulric! ¡Cabalgad! -gritó.

Como si una explosión los hubiese arrojado al exterior, con esquirlas de hielo saltando en torno a los cascos de los caballos y mientras el trueno restallaba sobre sus cabezas, salieron al galope.

***

Kruza estaba semienterrado por un montículo de nieve y tenía las palmas de las manos aún apoyadas contra el doloroso frío de la piedra de la muralla cuando la luz del fuego palpitó por encima de él.

Parpadeó y alzó la mirada hacia los tres Caballeros Pantera que se encontraban de pie a su lado.

—Éste no es tiempo para haraganear fuera de casa -dijo uno.

—No cuando el Graf está esperando oír el sonido de tu voz -añadió otro.

—¿Qué? -preguntó Kruza, entumecido en casi todos los sentidos.

Lenya se deslizó entre dos de los Caballeros Pantera.

—Estaba diciéndoles que el gran cantante trovador se retrasaba y que el Graf se sentiría de lo más disgustado si no llegaba a tiempo para el banquete -explicó.

—Por supuesto…

—¡Vamos! -La joven tiró de él para levantarlo-. Te vi ante la puerta -le susurró al oído-. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Protegerte -murmuró él.

Estaba seguro de que tenía carámbanos debajo de la lengua.

—¡Estás haciéndolo fantásticamente bien! -respondió ella.

Los Caballeros Pantera la ayudaron a traspasar las puertas con él mientras el granizo azotaba a su alrededor. En el exterior se oyó un trueno parecido al retumbar de cascos de caballo.

***

—Él desbarató mis planes, así que lo elegí. Él me hizo más débil que nunca, así que lo correcto era que yo me apropiara de su forma.

La cosa del ojo rosado estaba hablando, aunque Aric realmente no la escuchaba.

—Un millar de años solo y enterrado dentro de la Fauschlag. ¿Puedes imaginar eso, Aric? Un millar de años. No, claro que no puedes; estás demasiado invadido por el miedo.

La imposible forma corpulenta se paseaba alrededor de la habitación iluminada por la luz de las velas y el hogar, describiendo círculos en torno al templario.

—Me apoderé de su forma, una forma buena y fuerte. Fue un acto de justicia.

—¿Qué eres? -preguntó Aric-. Te pareces a…

—¿Einholt? -La criatura le sonrió con desprecio-. Me parezco a él, ¿verdad? Tomé su cadáver. Estaba lleno de celo y vigor.

Einholt se volvió para mirar a Aric con un resplandeciente ojo rosado. El otro estaba lechoso y muerto, dividido por la cicatriz, tal y como Aric lo recordaba. Einholt, pálido, revestido con la armadura, hablando, moviéndose, vivo. Pero no era Einholt. Esa mirada, la penetrante mirada ardiente…

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