Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

¿Acaso él nunca había sido tan joven como ellos? ¿Había sido bautizado de aquel modo en la batalla alguna vez? Sin duda, pero hacía tantísimo tiempo…

¡Por la gloria de Ulric! En aquel momento, en el lecho del arroyo, el agua saltaba al aire, volaba en torno a ellos y los empapaba. La sangre también los empapaba. Los martillos pasaban volando, cortaban el agua que ascendía y destrozaban hocicos provistos de colmillos. Cadáveres verdes partidos, reventados, flotaban en el agua alrededor de los corceles. Al otro lado, en persecución de los rezagados, los Lobos hacían entrar a los caballos entre los juncos, donde las gruesas hojas se partían y les azotaban los flancos. Detrás, gritos. El mango del martillo terso en el interior de su mano.

El joven Drago pasaba galopando.

—¡Conmigo, Einholt! -gritaba.

Drago giraba a la izquierda, lleno del espíritu del Lobo, excesivamente confiado, y se adentraba en un bosquecillo de sauces.

Por ahí, no. Por ahí, no. Él corría entonces tras Drago y se agachaba para pasar bajo las inclinadas frondas de los tristes árboles. Por ahí, no.

¡A la derecha, no, a la izquierda! En nombre de Ulric, ¿dónde estaba Drago?

Se repetía cada vez, cada noche el mismo esfuerzo por cambiar los hechos.

Por ahí, no. No te metas en el soto de sauces. Esta vez no…

De repente, Drago estaba gritando. Un grito atragantado con sangre. ¡Demasiado tarde! ¡Siempre era demasiado tarde! Drago, tendido entre los juncos, con el corcel muerto y de espaldas cerca de él; el caballo tenía las patas encogidas y vueltas hacia las balanceantes ramas de lo alto. La sangre manaba como una fuente al aire desde el vientre abierto del animal. Los seres como cerdos, apiñados en torno a Drago, lo herían una y otra vez, y…

Einholt, al rojo vivo, imprecaba, lanzándose hacia ellos con el martillo girando. Se partían huesos y las criaturas chillaban. Un piel verde se alejaba rodando mientras de su cabeza hendida manaba una fuente de sangre. ¡Drago! ¡Drago!

Desmontando, corriendo hacia él, inconsciente del peligro.

«Eres un hombre valiente. Mantente apartado de las sombras.»

¡Drago! ¡Allí! Acurrucado en los juncos como un polluelo en el nido. ¡Vivo, alabado fuese Ulric, vivo! Luchaba para avanzar entre los juncos hacia Drago y las sombras de los sauces caían sobre él.

«Mantente apartado de las sombras.»

Drago…

Muerto, inconfundiblemente muerto. Desgarrado. Destrozado. Asesinado. El martillo partido aferrado aún entre los dedos cortados.

Se levantaba, se volvía, presa del furor.

«Eres un hombre valiente.»

Un ser verde justo detrás de él. Aliento fétido. Bufidos de cólera. Un hedor a sudor animal. Un hacha con hoja de pedernal, enorme, que ya descendía hacia él.

Entonces, ¡ah, sí!, entonces venía la parte crucial del sueño, la que siempre lo despertaba con la boca seca y la piel mojada; cada noche durante treinta años. El impacto.

Einholt se incorporó hasta quedar de rodillas ante el altar; se dio cuenta de que había proferido un grito. Se llevó la mano a la cara, un gesto involuntario, y recorrió la línea de la cicatriz pálida con dedos temblorosos: desde la ceja, bajando por el ojo y la carnosa mejilla hasta la línea de la mandíbula. Einholt cerró los ojos y dejó que la negrura borrara el mundo.

—Que Ulric me proteja… -murmuró.

Del ojo sano le cayó una lágrima de dolor. Su ojo herido no había llorado desde hacía veinte años.

—Siempre está allí para protegerte, hermano. Ulric no olvida a sus elegidos.

Einholt se volvió para ver quién había hablado. En el resplandor de las velas, vio que detrás de él había un sacerdote del templo, encapuchado. No podía ver el rostro del hombre bajo la cogulla, pero el sacerdote radiaba bondad y calma.

—Padre -jadeó Einholt mientras recobraba sus desbaratados nervios-. Lo siento… un sueño, un mal sueño…

—A mí me parece un sueño de vigilia.

El sacerdote se le aproximó con las delgadas y pálidas manos tendidas en un gesto tranquilizador. Parecía cojear de modo irregular. «Es viejo -pensó Einholt-. Uno de los frágiles ancianos maestros del templo. Esto es un honor.»

—Me he visto perturbado por mis sueños desde hace… mucho tiempo. Ahora me perturba el hecho de que hayan cambiado.

Einholt respiró profundamente para aclararse la mente. Lo que acababa de decir ya le parecía estúpido.

El sacerdote se arrodilló junto a él, de modo que ambos quedaron de cara al altar. Sus movimientos eran lentos y temblorosos, como si sus viejos huesos reumáticos pudiesen partirse si se movía con demasiada rapidez. El anciano encapuchado hizo el signo de Ulric y recitó una corta bendición. Luego, sin volverse para mirar al templario, habló otra vez.

—El camino de un caballero templario nunca es plácido. Se os forma y educa para participar en las mas sangrientas guerras. He visto a suficientes templarios pasar por este lugar como para saber que ninguno goza jamás de placidez. La violencia perturba las almas, incluso la santa violencia en el nombre de nuestro amado dios. No puedo contar las noches que he pasado escuchando las quejas y temores de los Lobos que han acudido a este altar mayor en busca de socorro.

—Nunca he esquivado la batalla, padre. Ya sé lo que es. He luchado en muchas.

—No estoy dudando de tu valentía, pero comprendo tu dolor.

El sacerdote cambió de postura, como para que su frágil cuerpo estuviese más cómodo.

—¿Te asusta tu sueño de veinte años?

Einholt consiguió reír sin ganas.

—Llegué demasiado tarde para salvar la vida de un buen amigo, la vida de mi discípulo. Y pagué el precio. Tengo mis cicatrices, padre.

—Así es.

Parecía que el sacerdote no lo miraba, pero Einholt no podía saber hacia dónde se movía la cabeza dentro de la cogulla.

—Esto ha trastornado tus sueños durante años. Lo entiendo, pero Ulric graba esas cosas en nuestros sueños con un propósito determinado.

—Eso ya lo sé, padre. -Einholt se pasó una mano por el cuero cabelludo, calvo y empapado de sudor-. Mis recuerdos enfocan mis pensamientos, me recuerdan los deberes que tenemos para con el Gran Lobo. Nunca antes me había quejado. He vivido con ese sueño y él conmigo. Es un distintivo de honor que llevo cuando duermo.

El sacerdote guardó silencio durante un momento.

—Y sin embargo, esta noche, por primera vez, te ha hecho acudir aquí y gritar en voz alta.

—No -fue la simple respuesta de Einholt, y luego se volvió para mirar al hombre encapuchado que estaba junto a él-. He venido porque el sueño ha desaparecido. Por primera vez no ha acudido a mí.

—¿Y qué ha acudido, entonces?

—Otro sueño. El primer sueño nuevo que tengo desde la batalla de Hagen.

—¿Y fue tan terrible como el otro?

—No era nada. Un recuerdo.

—¿De algo reciente?

—Yo fui uno de los hermanos que destruyó la maldición debajo de la ciudad hace unos días. Yo aplasté las Mandíbulas del Lobo para que la magia se deshiciera.

El sacerdote intentó levantarse, pero no pudo. Einholt tendió un vigoroso brazo para prestarle apoyo, y sintió lo delgados y esqueléticos que eran los brazos del anciano bajo el hábito. Lo ayudó a levantarse. Con rigidez y movimientos inseguros, el sacerdote asintió con la cabeza para darle las gracias, y su cogulla apenas se movió. Luego, arrastró los pies junto al templario arrodillado.

—Einholt -dijo al fin.

—¿Me conoces, señor? -preguntó Einholt con sorpresa.

El templario tuvo una terrible sensación de deja vu, como si fuese Shorack el que se encontrara bajo la cogulla y repitiera aquel extraño acto de reconocimiento que se había producido dentro del túnel de cuarzo situado debajo de la roca Fauschlag.

—El propio Ar-Ulric ha elogiado tu acto -respondió el sacerdote-. El comandante de los Caballeros Pantera ha enviado cartas de recomendación. Otras instituciones de la ciudad, al recuperar sus tesoros, han honrado tu nombre. Por supuesto que te conozco.

—¿Me perdonará Ulric por mi crimen?

—No ha habido ningún crimen.

—Yo rompí las Mandíbulas del Lobo de Holzbeck, nuestra más sagrada reliquia. Las destrocé con mi martillo bendecido por el templo.

—Y tal vez salvaste a Middenheim. Eres un hombre valiente.

«Mantente apartado de las sombras.»

—Yo…

Einholt comenzó a levantarse.

—Ulric te perdona mil veces. Supiste cuándo anteponer la valentía a las posesiones, cuándo anteponer la ciudad al templo. Tu sacrificio te hace mucho más caro a Ulric. No tienes nada de lo que arrepentirte.

—Pero el sueño…

—Tu conciencia le da vueltas al acto. Es comprensible. Te sientes culpable sólo por haber formado parte de una empresa tan trascendental como ésa. Pero tu alma está limpia. Duerme en paz, Einholt. El recuerdo se desvanecerá. El sueño se gastará y morirá.

Einholt se puso de pie y se volvió para encararse con el hombre de la cogulla, flaco como un palillo.

—Eso… no es lo que sueño, padre. Sé que romper las Mandíbulas del Lobo fue un acto acertado. Si no lo hubiese hecho yo, lo habrían hecho Gruber, Aric, Lowenhertz. Todos sabíamos que había que hacerlo. No me arrepiento de ese acto. Volvería a hacerlo si los acontecimientos se repitieran.

—Me alegro de oírlo.

—Padre…, sueño con un mago. Participó en la lucha. Murió. El mundo invisible en que mora Ulric, ese reino extraño para mí… lo desgarró y aplastó. Magia, padre. No sé nada sobre eso.

—Continúa.

—Justo antes de que comenzara la lucha, me habló. No conocía a ninguno de los otros, pero me conocía a mí. Dijo…

«—Einholt.

»—¿Me conoces, señor?

»—Tu nombre acaba de venirme a la cabeza. El mundo invisible del que te burlas me ha hablado. Einholt, eres un hombre valiente. Mantente apartado de las sombras.»

Einholt se dio cuenta de que había callado

—¿Qué te dijo? -preguntó el sacerdote.

—Dijo que el mundo invisible también me conocía. Que le había dicho mi nombre. Me aconsejó que… me mantuviera apartado de las sombras.

—Los magos son estúpidos -declaró el sacerdote, moviéndose con gestos espasmódicos al girar sobre sí para marcharse-. Durante toda mi vida, y créeme que ha sido larga, he desconfiado de sus palabras. Quería asustarte. Los magos hacen eso. Forma parte de su poder el actuar de modo teatral y jugar con los temores de los hombres honrados.

«Lo mismo que pensé yo», se dio cuenta Einholt, aliviado.

—Einholt…, hermano…, hay sombras a todo tu alrededor -dijo el anciano sacerdote.

Alzó una mano temblorosa y frágil para abarcar las muchas largas sombras laterales que proyectaban el altar, las velas, las ventanas ojivales en el creciente amanecer, la estatua de Ulric.

—No puedes mantenerte apartado de las sombras. No lo intentes. Middenheim está lleno de ellas. No hagas caso del parloteo de ese estúpido mago. Eso puedes hacerlo, ¿verdad? Eres un hombre valiente.

—Lo soy. Gracias, padre. Recibo tus palabras con gratitud.

En el exterior, sonaron los maitines. Y tras las campanadas llegó un resonar de… cascos de caballo. «No», se tranquilizó Einholt. Era un trueno matinal, una temprana tormenta otoñal que se acercaba a la linde del Drakwald. Eso era.

Se volvió para hablarle otra vez al padre templario, pero el anciano sacerdote se había marchado.

***

Hacía casi una hora que estaba en los baños del templo cuando lo encontró Kaspen.

—¿Einholt?

La llamada de Kaspen rompió la quietud colmada de vapor, donde hasta ese momento no se había oído ningún ruido más alto que el chapotear del agua y el sonido de los servidores del templo, que bombeaban agua al interior de los cañones de calentamiento en la cámara del horno adyacente.

Einholt se incorporó hasta sentarse en una de las enormes bañeras de piedra. Su perilla chorreaba agua cuando alzó los ojos hacia su pelirrojo hermano.

—¿Kas?

Kaspen iba vestido con la camisa de faena del templo, calzones y botas. Su melena de cabello rojo estaba recogida en una coleta sujeta con un broche de cuero.

—Tu camastro estaba vacío al levantarnos, y como no te reuniste con nosotros para desayunar, Ganz me envió a buscarte. Algunos de la Compañía Gris dicen haberte visto en el templo al amanecer.

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