Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

Resollador continuaba mirando. Ya no guardaba silencio, sino que le gritaba instrucciones y advertencias a su amigo, y pisoteaba la arena con fuerza.

Kruza estaba cegado de un ojo y aún no había herido a ninguno de los tres atacantes. Lanzaba golpes más potentes y brutales, y se volvía hacia el lado por el que no veía, luchando sin parar; pero las figuras de gris avanzaban y se avecinaba el final de la refriega. El golpe no tardó mucho en llegar y casi sintió alivio. Recibió una estocada en un hombro. La larga espada, que descendió en línea recta desde muy arriba, le hendió el cuerpo a través del justillo de cuero y salió por su espalda. Hubo poca sangre. La hoja estaba muy caliente y cauterizó la herida al retirarse.

Kruza cayó de rodillas. La espada corta seguía en su mano. La herida del hombro lo había paralizado y no podía soltarla. Dejó caer la cabeza en espera del golpe final.

Resollador pateaba el suelo y gritaba, pero las restantes figuras no se inmutaron, ni siquiera se dieron la vuelta. El joven profirió un tremendo rugido, dispuesto a lanzarse contra el enemigo más cercano. Sin embargo, algo hizo que volviera la mirada. Tal vez a él lo ignoraran, pero había algo de lo que sí harían caso.

Resollador avanzó media docena de pasos rápidos, casi a la carrera, hasta el centro de la antecámara, y luego se dejó resbalar de rodillas sobre el cuadro de polvo multicolor que decoraba el suelo y que, hasta el momento en que Kruza cayó, había estado despidiendo su extraña luz.

El polvo y la arena volaron por todas partes, y Resollador se encontró en medio del cuadro de arena, sobre ambas rodillas, incapaz de moverse. Unió las manos delante de él y muy arriba, como si estuviera rezando. Tras llenarse los pulmones de aire, profirió un grito capaz de helar la sangre, un grito que no se parecía a nada que Kruza hubiese oído ni deseara volver a oír.

—¡Kkkkrrruuuzzzaaa!

El grito flotó en la sala y resonó en círculos por el techo abovedado como si jamás fuese a escapar de allí.

Cuando Kruza oyó el segundo grito, las figuras estaban volviéndole la espalda.

—¡Cccccccooooooorrrrrrreeeeeee!

No pensó. Debería haber estado muerto y no tenía ni idea de si sería capaz de levantarse siquiera, pero no le quedaba elección. El alarido de Resollador lo propulsó.

Kruza se puso de pie, con los brazos cruzados ante el cuerpo. Dio un ligero traspié. La espada que aún aferraba su mano le confería el aspecto de la estatua de un gran ladrón guerrero. Miró una sola vez las espaldas de las figuras de gris que avanzaban hacia el cuadro de arena. No vio a Resollador. Dio media vuelta y echó a correr.

Corrió escaleras arriba, salió por la puerta embreada al callejón del otro lado, huyó a la carrera de Nordgarten y no paró de correr hasta llegar al alto edificio en ruinas situado en la zona norte del Altquartier. Durante toda la carrera había creído que Resollador iba justo detrás de él. El muchacho había hecho de cebo, se había transformado en carnada para que Kruza pudiera escapar.

«Pero el muchacho es invisible y habrá escapado con más facilidad que yo -pensó Kruza-. ¿No es cierto?»

***

Kruza esperó a Resollador. Mientras lo aguardaba se durmió en el sofá de la habitación del ático. Cuando despertó. la luz era de pleno día, y Resollador no había regresado.

Cuando despertó por segunda vez, estaba oscuro. La sangre de las heridas abiertas se le había secado y comenzaba a caer en escamas sobre el sofá. Resollador continuaba sin aparecer.

Cuando despertó por tercera vez, halló la energía necesaria para lavarse con el agua fría de la jofaina. Comió algo de la fresquera que Resollador tenía en el alféizar de la ventana. El pan estaba duro. El muchacho no había llegado,

Kruza ya no sabía cuánto tiempo llevaba en aquella habitación, pero se le había formado costra sobre las heridas, y la comida de la ventana se había acabado o se había estropeado. Resollador continuaba sin aparecer.

Cuando volvió a hacerse de día, Kruza se levantó del sofá, arregló los cojines y vació la fría agua sanguinolenta de la jofaina.

Alrededor de una hora más tarde, Kruza abandonó la habitación de Resollador y cerró bien la puerta. Al bajar la escalera, advirtió que no se veían huellas en la gruesa capa de polvo reciente. Salió por la ventana con el hombro herido por delante, y también la cerró con firmeza.

Kruza se alejó. Sabía con tanta certeza como había sabido que el muchacho era un ladrón naturalmente dotado que Resollador no iba a regresar.

MITTERFRUHL

Un lobo entre corderos

Fue la joven ordeñadora quien primero los vio.

Era un anochecer de primavera, un mes después de Mitterfruhl. El cielo parecía un mármol azul oscuro y las estrellas habían comenzado a brillar; había miles de ellas, pulidas y destellantes en el firmamento.

La familia Ganmark había gobernado durante dieciséis generaciones la ciudad fronteriza de Linz, un centro comercial de ganado situado en el linde del Drakwald. Doscientos años antes, el Margrave en funciones había establecido la casa solariega al borde del lago largo, a cinco kilómetros de la población. La casa solariega constaba de una hermosa morada con tierras de cultivo contiguas, un parque y espléndidas vistas sobre el oscuro verdor del Drakwald hacia el este.

A Lenya, la joven ordeñadora, le gustaba trabajar allí. El trabajo era tan duro como lo había sido en la pequeña granja de su padre, pero trabajar en la casa solariega, vivir en ella, era casi como morar en el palacio del Graf, en la lejana Middenheim. Le daba la impresión de que estaba prosperando. Su padre siempre había dicho que sería uno de sus hermanos mayores quien se convertiría en alguien, pero allí estaba ella, la última de los hijos, la única chica, trabajando en la casa del Margrave; muchísimas gracias.

Tenía un camastro de paja en el ala de la servidumbre y la comida era siempre abundante. Sólo contaba diecisiete años, pero eran buenos con ella: el cocinero, el mayordomo, todos los sirvientes superiores; incluso el Margrave le había sonreído una vez. Sus deberes eran sencillos: por la mañana, recogía los huevos y, por la noche, se ocupaba de ordeñar las vacas. Entre ambas tareas, lustraba, limpiaba, fregaba, pelaba o cortaba todo lo que le mandaban.

Le gustaba ordeñar por la noche, especialmente en esa época del año. El cielo de primavera estaba tan límpido y las estrellas eran…, bueno, perfectas. Su madre siempre le había dicho que contara las estrellas cuando pudiera, para asegurarse de que estaban todas allí. Si una estrella antigua se apagaba, con total seguridad sobrevendría la mala suerte.

Mientras atravesaba el patio de los establos hacia la vaquería, advirtió que esa noche parecía haber más estrellas de lo habitual, como las pintas de los huevos o las destellantes burbujas en el borde del cubo de leche. Eran muchísimas…, y aquella azul, tan hermosa, cerca del horizonte…

Estrellas nuevas; sin duda, una buena señal, ¿verdad? Y entonces vio otras estrellas nuevas en la línea de árboles que dominaba la casa solariega. Eran estrellas ardientes como ojos, como…

Lenya dejó caer el cubo. Se dio cuenta de que eran antorchas, antorchas llameantes que sujetaban en alto los negros puños acorazados de tres docenas de guerreros a caballo.

En el preciso momento en que se dio cuenta de eso, los jinetes comenzaron a galopar en una atronadora carga ladera abajo, hacia la casa solariega. Parecía que se movían como si formaran parte de la oscuridad, como si la noche ondulara, como si estuviesen hechos de humo. En el aire había un aroma fuerte y dulce, pero seco como el polvo.

La muchacha profirió un breve grito de sorpresa y confusión. Luego, vio las otras estrellas, más pequeñas… Eran los fuegos que ardían tras las viseras de color negro mate y en las cuencas de los ojos de los coléricos caballos infernales.

Lenya Dunst volvió a gritar. Con todas sus fuerzas y todo su vigor, gritó como si en ello le fuese la vida.

***

—¡En el nombre de Ulric, ahora veremos un poco de verdadero deporte! -anunció Morgenstern, y bramó de risa.

A su alrededor, en el complejo de establos del templo, sus compañeros de la Compañía Blanca se unieron a sus carcajadas, y los comentarios jocosos volaron de un lado a otro. Trece poderosos corceles estaban ensillados y casi preparados para la acción. En aquella cámara de suelo cubierto de paja, se respiraba tanto el poder contenido en los grandes caballos como en los magníficos hombres de combate.

—¡Te apuesto diez chelines -dijo Anspach con una risa entre dientes-, a que al finalizar la primera noche habré decorado mi armadura con sangre del enemigo! ¡Ya lo creo que sí! -les rugió a quienes lo contradecían cordialmente.

—La acepto -dijo Gruber en voz baja.

La perplejidad general produjo un momento de silencio. Gruber era el más viejo y el más digno de la compañía, y todos sabían hasta qué punto desaprobaba los hábitos de juego del libertino Anspach. Pero desde la gran victoria que habían obtenido en el Drakwald antes de Mitterfruhl, había aparecido un nuevo vigor en sus andares, un fuego nuevo en sus ojos. Habían vengado la muerte de Jurgen, el ¡efe querido por todos ellos, y habían recobrado el honor. De entre todos, Gruber era quien mejor personificaba la reanimación de sus espíritus.

—¿Y bien? -le preguntó Gruber al enmudecido Anspach, con una sonrisa torcida en su viejo rostro arrugado.

—¡Hecho! -rugió Anspach al mismo tiempo que le tendía un puño cubierto por un guantelete de malla.

—¡Y hecho! -convino Gruber con una carcajada aún más alegre.

—¡Bien, ése es el espíritu de compañía que quiero ver! -bramó el enorme guerrero Morgenstern, y batió palmas.

Un poco más lejos, a la derecha, el joven portaestandarte de la compañía, Aric, sonrió y revisó por última vez la montura. Irguiéndose en medio del alboroto, su mirada se encontró con la del joven Drakken. No llegaba a los veinte años; en realidad, era apenas un lobezno. Había sido trasladado a la compañía para reemplazar a una de las valientes almas que habían perdido en la incursión del Drakwald. Era un joven bajo, aunque fuerte y robusto, y en las prácticas Aric había comprobado su destreza con el caballo y el martillo, pero carecía por completo de experiencia y, sin duda, se sentía intimidado por la alborotadora compañía que blasfemaba. Aric avanzó hacia él.

—¿Todo listo? -preguntó, bonachón.

Drakken se apresuró a ocuparse nuevamente de la silla e intentó parecer eficiente.

—Relájate -le dijo Aric-. Apenas ayer yo era como tú: virgen para la guerra y para una compañía de Lobos como ésta. Déjate llevar y encontrarás tu sitio.

Drakken le dedicó una sonrisa nerviosa.

—Gracias. Me siento como un intruso en esta…, esta familia.

Aric sonrió a su vez y asintió con un gesto de cabeza.

—Sí, es una familia; una familia que vive y muere unida. Confía en nosotros, y nosotros confiaremos en ti.

Tras recorrer el entorno con una mirada, comenzó a identificar a algunos de los miembros de la compañía de alborotadores y a describírselos a Drakken. Cada uno de los guerreros llevaba la armadura gris ribeteada en oro y la piel de lobo blanco, características del templo.

—Aquél es Morgenstern, un buey de primera clase que continuará bebiendo cuando tú ya estés debajo de la mesa. Pero tiene buen corazón y martillo pesado. En cuanto a Gruber…, mantente cerca de él; nadie tiene ni la experiencia ni la tremenda valentía de ese hombre. Anspach… Nunca te fíes del juicio de Anspach ni aceptes sus apuestas, pero confía en su brazo derecho; es una furia en el campo de batalla. Kaspen, aquel tipo pelirrojo de allí, también es nuestro cirujano. Cuidará de cualquier herida que sufras. ¿Einholt y Schell? Pues son los mejores rastreadores que tenemos. Schiffer, Bruckner, Dorff… son todos fantásticos jinetes. -Hizo una pausa-. Y recuerda que no eres el único nuevo. También a Lowenhertz lo trasladaron aquí al mismo tiempo que a ti.

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