Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

—¡Bruckner! -bramó Morgenstern, en cuya mente Bruckner pareció caer lentamente, con los largos cabellos ensangrentados, para estrellarse contra el suelo.

Un furor candente encendió la mente de Morgenstern. que, como un oso, se sacudió de encima a los adoradores que estaban intentando aferrado y los arrojó a un lado. De hecho, uno de ellos salió despedido a unos dos metros de altura por la mera fuerza del brazo del Lobo. Gritando como un loco, Morgenstern se lanzó hacia la muchedumbre de enemigos. Estaba frenético y la densa masa de adoradores retrocedió y se separó bajo su acometida, destrozada al no lograr apartarse de su camino. La sangre y los trozos de carne y hueso salían volando en torno a la temeraria cólera del Lobo Blanco.

Kruza miró con horror al asesinado Bruckner, y se dio cuenta de que había creído invulnerables a aquellos Lobos, como si fueran hombres dioses que caminaban por el campo de batalla del mundo sin correr peligro. A pesar de todo lo que lo rodeaba, se había sentido seguro con ellos, como si la inmortalidad fuese contagiosa.

Pero Bruckner estaba muerto. No era más que un hombre muerto, no un dios Lobo. Todos podían morir. Todos eran sólo hombres, muy pocos hombres rodeados por un enemigo salvaje que los superaba en número por cinco a uno, o más.

Una mano lo cogió por detrás y lo empujó hacia el suelo. Anspach bloqueó el ataque de otros dos adoradores ante los que Kruza, en su conmocionado aturdimiento, había quedado desprotegido; luego, los mató.

—¡Levántate! ¡Lucha! -le gritó Anspach.

Kruza temblaba cuando se puso de pie. Las criaturas ataviadas con túnicas, aullantes y hediondas, los rodeaban por todas partes. Kruza alzó la espada y le cubrió la espalda a Anspach.

—Yo… me quedé ausente por un momento -explicó el carterista mientras su espada chocaba con la de un adorador.

—¡Conmoción, miedo, vacilación…, esas cosas te matarán con más rapidez que cualquier arma! ¡Bruckner está muerto! ¡Muerto! ¡Ódialos por eso! ¡Usa el odio! -chilló Anspach.

Dijo algo más, pero entonces hablaba de modo incoherente y las lágrimas de rabia bajaban en abundancia por su cara manchada de sangre.

De pronto, Kruza lo vio, y el mundo se volvió del revés. La conmoción y el pánico habían quitado la cobertura de lona de la jaula que temblaba cerca de ellos. La frenética criatura que apareció dentro de la jaula era una imposibilidad para el carterista. La mente de Kruza se negaba a aceptarla.

Un adorador abrió la jaula, y el grandioso dragón gruñente salió para devorarlos a todos, luego al mundo y finalmente a sí mismo.

***

La espada de Von Volk se partió dentro del pecho hendido, y él la tiró. Tres de sus Caballeros Pantera estaban muertos, aplastados bajo la frenética muchedumbre. Schell, el Lobo, lo llamó con voz bramante y le lanzó una espada que había capturado, que giró sobre los extremos por encima de la multitud; Von Volk la atrapó limpiamente y volvió a atacar.

Detrás de él, en medio de un grupo de aullantes adoradores, Schiffer cayó, herido y golpeado por docenas de enemigos. Su último acto fue bramar el nombre de su dios en los rostros de las bestias que lo apuñalaban y golpeaban. Una punta de lanza clavada directamente dentro de su boca abierta lo silenció para siempre.

Von Volk vio que el nervudo templario Schell se volvía y arremetía para apartar la carroña de adoradores del destrozado cadáver de Schiffer. Lo aferró para detenerlo.

—¡No! ¡No, Schell! ¡Está muerto! ¡Debemos continuar luchando hacia adelante para llegar al trono! ¡Debemos hacerlo!

—¡Martillos de Ulric! -gritó Schell con furia al mismo tiempo que se volvía en la dirección indicada para continuar luchando junto al capitán-. ¡Ahogadlos en sangre! ¡Ahogadlos en sangre!

Continuaron avanzando juntos, con los otros Caballeros Pantera a los flancos, abriendo una brecha de muertos entre la masa de herejes.

Ganz fue el primero en separarse de la masa y cargar contra la plataforma. Lowenhertz iba detrás de él, con Drakken y Gruber. Kaspen aún estaba atrapado en la terrible refriega.

Dorff había muerto. Kaspen lo había visto caer un momento antes, cortado en pedazos por frenéticos adoradores. Sus desafinados silbidos ya nunca volverían a oírse en la Compañía Blanca. Kaspen se mantuvo firme, con la roja melena empapada en sangre, aullando como un lobo de los bosques al mismo tiempo que hacía girar el martillo. Se mantuvo firme y se enfrentó con la partida de adoradores que corrían hacia ellos, en parte para darles tiempo a su comandante y demás compañeros para que llegaran al trono, y en parte para hacerles pagar a aquellos bastardos, uno a uno, por la muerte de Dorff.

Ganz llegó a los escalones de piedra de la plataforma. Una vez en lo alto, la figura encapuchada se quitó la túnica y se rió de él. La luz del fuego volcánico que tenía detrás hizo que la armadura que el templario llevaba puesta brillase como si estuviera al rojo vivo. Un ojo rosado destelló.

—¡Einholt! -jadeó Ganz.

Ya sabía de antemano con qué iba a encararse, pero a pesar de eso lo trastornó. «Einholt, Einholt… Que Ulric salve mi alma…»

—¡Ah, pero si aquí somos todos amigos! -resolló la criatura al mismo tiempo que llamaba a Ganz con un gesto.

El comandante de la Compañía Blanca vio que la armadura que llevaba estaba comenzando a ser atacada por el óxido y la corrosión. La piel del sonriente rostro de Einholt era verdosa y empezaba a despedir mal olor. Hedía a podredumbre, a sepultura. La criatura le tendió una mano.

—Llámame por mi verdadero nombre, Ganz. Llámame Barakos.

Ganz no respondió, sino que se lanzó hacia la monstruosidad con el martillo girando en un amplio arco horizontal. Pero la criatura medio podrida fue más rápida, aterradoramente rápida, y arrojó a Ganz a un lado con un feroz golpe del martillo de guerra de Einholt. Ganz cayó y, a causa del tremendo impacto, tuvo que sostener el peto abollado y las costillas partidas bajo el mismo. Intentó levantarse, pero no podía respirar. Sus pulmones se negaban a dejar entrar el aire. La visión se le tornó brillante y brumosa, y sintió un sabor a cobre en la boca.

Barakos avanzó un paso hacia él. Lowenhertz golpeó primero y con más rapidez, pero el ser no muerto logró esquivar de algún modo el primer golpe, bloqueó el de retorno y, luego, hizo volar a Lowenhertz limpiamente de la plataforma con un golpe de martillo que le acertó en el vientre.

Al girar, sin mirar siquiera, como si supiera con total precisión dónde estaba cada cosa y cada hombre, invirtió el balanceo del martillo y le partió una clavícula a Drakken cuando el joven Lobo se lanzó hacia él. Drakken profirió un alarido y cayó sobre la piedra.

Barakos se quedó de pie ante el templario, que se retorcía, como si se preguntase cuál era la mejor manera de acabar con él. Profirió una soñadora risa entre dientes con una voz como de jarabe, y luego alzó la mirada. En lo alto de la escalera, Gruber se encontraba de cara a él.

—Otra vez tú, viejo caballero -dijo la criatura que tenía el rostro del viejo amigo de Gruber.

—¡Debería haberte matado en la bodega!

—No puedes matar lo que no tiene vida.

La voz del cadáver era ronca y seca, pero tenía profundidad: un retumbar inhumano, que se curvaba en torno a las palabras como el moho del tiempo curva los bordes de los viejos pergaminos.

Los martillos giraron, y Gruber respondió con furia desenfrenada al ataque del cadáver. Dos golpes, tres; mangos y cabezas girando en golpes y contragolpes.

Gruber hizo una finta a la izquierda y le asestó un golpe oblicuo a la cadera de la criatura, pero ésta pareció no dar siquiera un respingo. Bloqueó el siguiente golpe de Gruber con el centro del mango de su martillo, y luego pateó al Lobo por debajo de las armas trabadas. Gruber retrocedió con paso tambaleante, y el cadáver giró con un amplio golpe devastador, que lanzó al guerrero escalones abajo. El viejo caballero rebotó sobre la piedra, abollándose la armadura con gran estruendo, y se desplomó en la base de la escalera.

La criatura estaba riéndose de Gruber cuando el golpe de Ganz la lanzó volando de espaldas hasta el otro lado de la plataforma. Las correas podridas se partieron y el quijote izquierdo se le desprendió. La malla que había debajo estaba herrumbrosa y, por ella, manaba un negro líquido putrefacto que rezumaba el cadáver que cubría.

Ganz arremetió otra vez, antes de que la criatura pudiese incorporarse. El cadáver logró levantar un brazo para protegerse, pero el arma de Ganz le golpeó la mano de la que arrancó el deslucido guantelete, que se llevó pegados consigo varios dedos en medio de un reguero de fluido maloliente y eslabones de malla partidos.

Ganz rugió como un lobo dominante y describió un giro con el martillo. Ya podía saborear la victoria, saborearla como…

La criatura se recobró, inestable pero feroz, y lo atacó con un golpe frenético mal ejecutado.

La parte lisa de la cabeza del martillo golpeó el cuello y la oreja de Ganz; el templario sintió cómo se le partía el pómulo. Su cabeza giró a causa de la fuerza del golpe, y él salió despedido y dio dos pasos antes de caer sobre manos y rodillas. De la boca, le manó un reguero de sangre, que cayó sobre la piedra, entre sus manos. El mundo dio un vuelco, y las voces y estruendo de la lucha le retumbaron en la cabeza como si los escuchara debajo del agua.

Con el semblante blanco de dolor, Drakken tiró de Ganz con su brazo sano y profirió un alarido cuando el esfuerzo frotó los extremos partidos de su clavícula, entre sí.

—¡Muévete! ¡Muévete! -jadeó.

Ganz era un peso muerto, que apenas podía aguantarse sobre las manos. El cadáver avanzó hacia ellos. Entonces reía a carcajadas y una furia rosada ardía en su ojo sano. Abrió la boca, y goteó pus alrededor de las babeadas encías y los dientes ennegrecidos. Flexionó ambas manos sobre el mango del martillo, haciendo caso omiso de los dedos que le faltaban.

Lowenhertz apareció de repente entre el cadáver y los dos templarios heridos. Respiraba con dificultad, entrecortadamente, y su pancera estaba muy abollada. La sangre le corría por la parte delantera de las piernas acorazadas.

—Se… te… negará… la… victoria -dijo Lowenhertz, arrastrando las palabras una tras otra.

—Os destruiré a todos -le contestó la criatura.

El trueno resonó en la periferia de las palabras. Al pronunciarlas, dos gusanos cayeron de su boca y se le quedaron adheridos a la parte delantera de la coraza.

—Asegúrate… de… hacerlo -jadeó Lowenhertz-. Porque… mientras… uno solo… de nosotros… sobreviva… se te… negará… la victoria.

Lowenhertz le lanzó un golpe a la criatura, que lo esquivó con destreza, pero el caballero invirtió el giro de modo repentino con un despliegue de fuerza de brazo del que no debería haber sido capaz alguien que se encontraba en su estado. El golpe impactó contra un flanco del cadáver, cuya oxidada armadura se partió, a la vez que se rompían las correas que la sujetaban. Las costillas se partieron como ramitas secas, y una materia marrón y viscosa manó junto con más gusanos mezclados.

La criatura se tambaleó y posó la cabeza del martillo de Einholt en el suelo para apoyarse en el arma y no caer. Lowenhertz estuvo a punto de sufrir una arcada a causa del hedor que manaba de ella. Se trataba del olor de siempre, el olor a muerte cargado de especias y podredumbre del desván de su abuelo, el olor de las monstruosas tumbas de las lejanas tierras meridionales. Pero entonces era cien veces peor.

Lowenhertz avanzó un paso para volver a golpear con el martillo, pero la criatura lo apartó de un golpe asestado con su mano libre.

Kaspen profirió un alarido al cargar; al fin, llegaba a la plataforma, dejando tras de sí un sendero de adoradores muertos. Sus cabellos rojos ondeaban detrás de él, y estaba empapado de pies a cabeza en sangre, tan rojo como su melena.

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