Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

«¿De qué estará hablando el viejo?», se preguntó mientras deslizaba dos largos dedos delgados dentro del bolsillo lateral del viejo abrigo que colgaba de los hombros del anciano ciego.

—¡Alto! ¡Ladrón! -oyó que comenzaban a gritar cuando se alejaba con lentitud y gran calma, y entonces, de repente, se detuvo en seco.

***

Kruza, atónito ante aquel descarado atropello, sintió ganas de gritar para detener al joven oportunista que acababa de robarle a su anciano amigo, pero, dado que la bolsa había pertenecido originalmente a otra persona, comprendió que no sería buena cosa hacerlo. En consecuencia, la expresión «¡Alto! ¡Ladrón!» salió estrangulada de sus labios y en una voz apenas lo bastante alta como para que pudiera oírla el hombre que se encontraba a su lado.

—¡Yo lo pillaré! -le dijo a Strauss con gran firmeza, pero en voz muy baja.

Avanzó con decisión hacia el joven que llevaba gorra. Se preguntó por qué no podía recordar el aspecto del muchacho, aparte de tener la vaga impresión de que se trataba de un adolescente de pelo rubio. Kruza se enorgullecía de no olvidar jamás una cara, ni la de un objetivo, ni la de un colega carterista, ni, especialmente, la de un enemigo. En aquel chico había algo raro. De inmediato comprendió que tendría que permanecer cerca de él; si lo perdía de vista, no volvería a reconocerlo.

***

Resollador salió del parque por la puerta nordeste y avanzo por las serpenteantes escaleras y pendientes hacia la zona norte del Altquartier. Había establecido su hogar en un edificio en ruinas del extremo norte del barrio, donde la vida era dura, aunque no tan mala como lo era más al sur, en el corazón del distrito. Había tropezado con el lugar, que por entonces era poco más que un conjunto de vigas abierto al cielo con restos de tejas y que tenía podridas las tablas del piso de la buhardilla, a altas horas de una noche, pocos días después de llegar a la ciudad. Entonces, tenía frío y estaba mojado, como en ese momento, y necesitaba hallar cobijo con urgencia.

Resollador había necesitado sólo unas pocas jornadas en la ciudad para hacerse una idea de su trazado, a pesar de que algunos ciudadanos nativos de Middenheim únicamente conocían las calles y proximidades de sus barrios a despecho de haber morado en la ciudad durante toda su vida. Le había sido preciso un poco más de tiempo para hallar un sitio permanente en el que dormir, pero no mucho más.

La habitación de Resollador era la única parte ocupada del viejo edificio en ruinas, y se hallaba en la parte superior, en el tercer piso. Su única ventana daba a un estrecho patio y a la parte posterior de otras viviendas de pisos; como carecían de ventanas, nadie podía verlo. El frente del edificio estaba provisto de barras y tapiado con tablas, pero había una ventana de bodega en un lateral, que servía convenientemente como puerta, porque nadie podía verlo entrar por allí. La habitación era tan solitaria y estaba tan aislada como él mismo, pero resultaba adecuada para él, y no sentía el más mínimo deseo de ocupar ninguna de las otras estancias que debía haber, aunque jamás las había explorado.

Había cierto honor entre los ladrones, incluso en Middenheim, por lo que si Kruza necesitaba toda la tarde para seguirle la pista al descarado bribón que le había robado al venerable Strauss, pues que así fuese.

Con discreción, Kruza fue tras el joven carterista engreído cuando salió del Gran Parque y lo observó mientras entraba por la ventana de la bodega de un edificio alto, estrecho y en proceso de desmoronamiento. Dos minutos más tarde, cuando se apagó el taconeo de los pies sobre los viejos escalones de madera, Kruza deslizó su cuerpo a través de la ventana de la bodega, con los hombros por delante, y miró en torno para orientarse. En apenas un instante, ya había encontrado huellas recientes en el piso polvoriento y las había seguido hasta tres pisos más arriba por una escalera desvencijada, que crujía. Se tomó su tiempo y se movió en silencio, pues no quería advertir de su llegada al joven ladrón.

Cinco minutos después, Kruza se encontraba descuidadamente apoyado en el marco de la puerta de una habitación abarrotada de cosas, con iluminación baja, y observaba al flaco jovencito que se quitaba la gorra y el abrigo, por completo ignorante de su presencia. Kruza pasó con suavidad un pulgar por el borde de su espada corta, para asegurarse de que estaba bien afilada.

Miró al chico delgado y pequeño mientras éste sacaba el jabón y el licor de los bolsillos donde los había escondido, junto con la bolsa que le había quitado a Strauss. Luego, por primera vez, Kruza comenzó a fijarse de verdad en la habitación. Era extraordinaria. Sobre el suelo había abundantes alfombras y moquetas, y un sofá bajo, cubierto por una colorida serie de telas y cojines. Las ropas se veían limpias y los zapatos estaban pulcramente ordenados en un rincón, medio tapados por un elegante biombo de madera pálida, que parecía extranjero. Una jofaina profunda y una jarra ornamentada de diseño oriental adornaban una mesa larga y ovalada; cerca, de un gancho, colgaba una gran sábana de tela gruesa y basta. Luego, estaban los espejos. Kruza no creía haber visto nunca tantos en una sola habitación, ni tanta opulencia en el cuarto de un bribón de poca monta. Sin embargo, a despecho de los espejos, resultaba obvio que el joven ladrón tenía el hábito de estar solo, dado que aún no había advertido la presencia del intruso.

Kruza había planeado sorprenderlo. Había deseado que el joven ladrón se volviera y lo viese de pie en la entrada, preferiblemente pasando un pulgar a lo largo del filo de su espada corta, pero el muchacho no había reparado en él, aunque Kruza mantuvo la postura relajada y amenazante, y repitió el gesto varias veces. Ya comenzaba a sentirse bastante estúpido por repetir aquella amenaza teatral.

Por fin, aburrido de mirar aquella notable habitación, Kruza empezó a tener ganas de sentarse en el acogedor sofá. Entonces, comenzó a picarle la nariz, y se dio cuenta de que las presentaciones eran inminentes. No tenía elección, así que alzó la espada en una postura agresiva. El estornudo llegó como un torrente de mocos, cuya fuerza hizo doblar por la mitad a Kruza, mientras su mano derecha continuaba apuntando a la espalda del ladrón con la destellante arma.

El muchacho, que se encontraba en el centro de la habitación con la espalda vuelta hacia la puerta, se aferró el pecho de modo repentino y cayó de rodillas.

Por un momento, Kruza pensó que había matado a su enemigo sin blandir siquiera la espada, y entró cautelosamente en la estancia para evaluar la situación. El chico estaba blanco, y oscuros círculos de miedo rodeaban sus grandes ojos grises. Kruza se dio cuenta de que el ladrón era casi un niño, y sintió lástima de él. No quería matarlo de ese modo; no quería que muriera sin saber lo que había hecho. Se metió la espada en la parte trasera del cinturón para acceder a ella con facilidad y echó una rodilla en tierra, junto a Resollador, para levantarlo.

—No te me desmayes, cachorro -dijo Kruza-. No quiero tener que llevarte hasta el sofá. Antes, te mataré aquí mismo.

—Ya casi me has matado del susto -replicó el tembloroso muchacho de pálido semblante.

—No fue más que un estornudo -protestó Kruza-. Dale las gracias. Al menos, te ha salvado de un ataque frontal con mi espada corta.

Resollador se dejó caer en el sofá, y Kruza permaneció de pie ante él con las manos en las caderas, inclinado hacia adelante para mirar directamente el rostro del muchacho.

—Ahora, escúchame -comenzó al mismo tiempo que posaba una mano sobre la empuñadura de la espada, preparado para sacarla en cualquier momento-. ¿Qué pretendías robándole al viejo Strauss? ¡Hay honor entre los ladrones de esta ciudad! ¿Es que tu jefe no te ha explicado las reglas?

—¿Strauss? ¿Jefe? ¡No tengo ni idea de qué me hablas!

—Strauss -explicó Kruza con impaciencia- es el nombre del hombre al que le robaste esta tarde en el mercado.

—Pero si era un ladrón… -respondió Resollador, flemático. Su voz tenía una inflexión insólita, casi como si no estuviese habituado a hablar-. A un ladrón no puedes robarle, porque lo que coges no le pertenece.

—¿Y qué me dices de los dueños de los tenderetes del mercado? Les has robado a ellos.

—Difícilmente puede decirse eso -negó Resollador-. Cuando un hombre tiene más jabón o licor del que puede consumir o vender, eso tampoco es robar. Nunca me llevo nada de un tenderete vacío ni de uno en el que hay muchos clientes.

Kruza posó sobre él una mirada interrogativa.

—¿Acaso tu jefe no te ha enseñado nada?

—¿Qué jefe? -preguntó Resollador inocentemente.

—¡Que Ulric se me lleve! Ya sabes -Kruza comenzaba a impacientarse-, el hombre para el que trabajas, al que le vendes la mercancía.

—No tengo un jefe -respondió Resollador.

—Entonces, ¿a quién le vendes lo que robas? ¿Quien trafica con tu botín?

Resollador sacudió la cabeza como si el ladrón callejero se hubiese puesto a hablar bretoniano.

—¿Quieres un trago? -le preguntó de pronto.

—Yo… ¿Qué?

—Un trago. Hoy estoy de celebración y, ¿sabes?, eres la primera visita que recibo aquí, así que es lo más correcto.

Kruza parpadeó. ¿Se había perdido algo? Aquel muchacho era… extraño.

—Oye, ¿a quién le vendes tu mercancía? -repitió con lentitud y cuidado.

—A nadie -respondió Resollador, que empezaba a entenderlo-. Yo no vendo nada. Me limito a robar lo que necesito o, a veces, lo que quiero. ¿Por qué iba a venderle nada a nadie?

Kruza no sabía si tener lástima de aquel perdido muchacho solitario de tan extraña personalidad, o reírse de el. No parecía haber nada inmoral en el chico, nada memorable, casi nada irreal en su persona. Hacía lo que hacía, y se acabó.

«Pero, si era así -se preguntó Kruza-, ¿cómo se ha hecho tan bueno en el oficio de ladrón sin contar con un maestro?» El muchacho tenía que estar naturalmente dotado. De repente, Kruza sonrió al ocurrírsele una idea.

—Tal vez tomaré un trago contigo, después de todo -dijo, al fin, mientras apartaba la mano de la empuñadura de la espada y se sentaba.

—¡Qué bien, porque, como ya te he dicho, estoy de celebración! -declaró Resollador en tanto escogía dos copas bastante elegantes, si bien desparejadas, y la botella de brandy de peras que había robado aquella tarde.

***

Resollador estaba tan entusiasmado por tener finalmente a alguien que lo escuchara que habló sin parar durante mucho rato. Pero a Kruza no le importaba, porque necesitaba lograr que el muchacho se sintiera cómodo. Además, el licor lo calentaba y la habitación era tremendamente cómoda. Resollador se puso de pie, sin dejar de hablar, y encendió fuego en la pequeña chimenea, justo antes de la noche. El fuego ardía con suavidad y le proporcionaba a la estancia calor y una luz que hacía que pareciese aún más exótica que cuando Kruza la vio por primera vez.

—Hoy hace un año que llegué aquí -estaba diciendo Resollador-. Vine a recoger mi herencia, o más bien a que me reconozca mi ilustre progenitor.

»Al cumplir los veinte años abandoné el bosque para venir a la ciudad, mi verdadero hogar. Verás, mi madre vivía aquí cuando yo nací. Era la actriz más hermosa de su tiempo y actuaba en los escenarios de todos los grandes teatros de las grandes ciudades. Una vez al año, venía a actuar a Middenheim, y fue en su última visita cuando conoció a mi padre y se enamoró de él. ¡El era joven, por supuesto, e impetuoso, y se enamoró de mi madre a primera vista! En aquella época, ¿a quién no le habría sucedido lo mismo? Ahora bien, la gran y noble familia de él no quedó muy bien impresionada, y tuvieron el descaro de intentar que mi madre se marchara, comprándola con baratijas y promesas vacías, además de un montón de dinero.

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