Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

—Estoy bien -le aseguró Einholt, respondiendo a la pregunta implícita en la explicación de su amigo.

Se sintió estúpido. Tenía las yemas de los dedos arrugadas como frutas secas. El agua de la bañera de piedra en que se encontraba estaba apenas tibia. ¡Por Ulric, un hombre no necesitaba bañarse durante una hora para librarse del sudor de una noche! No obstante, eran necesarios más esfuerzos para librarse de otras cosas.

Einholt salió del agua, y Kaspen le lanzó una tela para que se secara y la camisa interior. Einholt, goteando agua, se puso de pie sobre las losas de piedra del suelo y se frotó con vigor para secarse y quitarse la piel muerta del cuerpo.

—Así que… estás bien.

Kaspen se giró para servirse pasteles de avena y miel rebajada con agua de la mesa que había junto a la puerta. Einholt conocía ese tono de voz. Él y Kaspen habían mantenido una amistad particular desde que este último, más joven, se había unido a la compañía. Eso había sido… veinte años antes. Por entonces, Einholt estaba en la flor de la edad, tenía veinticinco años, y el adolescente Kaspen había sido uno de los cachorros que pusieron a su cargo para recibir entrenamiento. En aquel momento, era un joven de cabello rojo, aún torpe y de largas extremidades, que se reunió con el otro cachorro al que ya estaba entrenando: Drago.

Einholt se puso la camisa interior y se envolvió en torno al cuello el paño con que se había secado.

—¿Qué te anda por la cabeza, Kas?

—¿Y por la tuya? ¿Es otra vez ese sueño?

Einholt se sobresaltó. Kaspen era el único miembro de la compañía a quien le había hablado de sus angustiosos sueños.

—Sí y no.

—¿Enigmas? ¿Cuál de las dos cosas?

—Dormí mal. No puedo recordar por qué.

Kaspen lo miró con gran atención, como si esperase algo más, y cuando el otro no dijo nada, se encogió de hombros.

—¿Estás lo bastante descansado como para entrenar con las armas? -preguntó.

Las horas comprendidas entre la tercia y la sexta del día se dedicaban al entrenamiento con armas. Participaban todos los templarios, con independencia de su grado de experiencia. En el patio, Gruber, Drakken, Lowenhertz y Bruckner ya estaban ejercitándose junto con Lobos de la Compañía Roja. Los demás miembros de la Compañía Blanca hacían turno de guardia en el templo.

Einholt y Kaspen bajaron los escalones del patio, ataviados con la armadura completa y las pieles de lobo apartadas del brazo con que blandían el martillo, dispuestos para la práctica. La mañana era húmeda y fresca, aunque ya no se oían truenos. La luz otoñal era cristalina y oblicua, y hacía que los doseles que había a lo largo del lado oriental del patio proyectaran largas sombras. Gruber y los demás hombres de la Compañía Blanca trabajaban en la hilera de postes que estaba en la sombra; refinaban técnicas contra los palos de madera con armas que pesaban el doble de lo normal, con el fin de desarrollar también su fuerza. Los hombres de la Compañía Roja luchaban sobre una zona cubierta de paja, o arrojaban piedras para aumentar su fuerza de lanzamiento.

Einholt no tenía ningún deseo de unirse a ellos. Se detuvo en medio del patio, a la clara luz del día, fuera de las sombras.

—Dejemos que Ulric nos guíe, Kas -dijo Einholt, como hacía a veces cuando estaban en el patio.

Kaspen no hizo ningún comentario. Sabía lo que esa frase significaba; lo había sabido desde el día en que Jagbald Einholt, su amigo y en otros tiempos mentor, lo llevó por primera vez al patio de entrenamiento. Se detuvo junto a él, mirando en la misma dirección, hacia el sol de la mañana, y cuidadosamente se situó de modo que quedase a dos martillos y dos brazos de distancia de su camarada.

Comenzaron sin pronunciar una sola palabra. Con perfecta sincronía, alzaron los martillos y empezaron a balancearlos: una vez a la izquierda, luego a la derecha; hacia arriba a la izquierda, abajo a la derecha. Los sujetaban a dos manos, cuya presa flexionaban diestramente para contrarrestar la fuerza centrífuga de los mangos de pesada cabeza.

Luego, con elegancia, trazaron círculos completos hacia la izquierda, que concluían con paradas bruscas cuando el martillo estaba en lo alto; una caída que permitía que la cabeza del martillo comenzara a descender antes de que usaran ese impulso para darle fuerza a otro balanceo hacia la derecha.

Después, iniciaron círculos hacia el lado contrario; los martillos zumbaban en el aire. Luego, imprimiendo rapidez, sujetaron las armas con una sola mano por el lazo de cuero que remataba el mango: hacia arriba por la derecha, trazaban un ocho en el aire, cambiaban de mano; abajo por la izquierda, trazaban un ocho y volvían a cambiar de mano; en línea recta a la derecha y giro, deteniendo el balanceo y cambiando de mano otra vez; en línea recta a la izquierda y giro. Los pies apenas pivotaban cuando impulsaban los martillos al aire; sólo se movían los brazos a partir del hombro.

Sus acciones se volvieron aún más rápidas. Parecían ejecutar una danza asesina, cuyo ritmo lo marcaba el zumbido de las armas. Eso sólo podían hacerlo dos maestros guerreros que habían practicado juntos durante años.

En ese momento, la creciente fuerza y velocidad con que desplazaban el peso de las armas a su alrededor también los movía a ellos. Los amplios arcos hacia atrás con la mano derecha los obligaba a dar un salto elegante para evitar que el martillo se les escapara; un paso inverso, como repetido en un espejo.

Luego, volvieron a cogerlo con ambas manos, la derecha en la base del mango y la izquierda en la cabeza. Hicieron girar el martillo ante ellos como si fuese un bastón, con el fin de practicar el uso del mango para parar golpes. Con cada giro de retorno, tras un gruñido, se producía un pesado paso al frente. Bloqueo a la derecha, mango vertical. Bloqueo adelante, mango cruzado. Bloqueo a la izquierda, mango vertical. Repetición. Repetición más rápida. Repetición, repetición, repetición.

En las sombras del otro lado, Bruckner dejó de practicar y les hizo un gesto con la cabeza a sus compañeros para que miraran. Todos se detuvieron, incluso los Lobos de la Compañía Roja. Aunque el Lobo más novicio era un experto con el martillo de guerra, pocos templarios, si acaso alguno entre las nobles compañías, podía hacer una exhibición de prácticas tan perfectamente sincronizada como Einholt y Kaspen. Siempre era un placer observarlos.

—¡En el nombre de Ulric! -murmuró Drakken con tono reverencial.

Había visto a los dos Lobos practicando en muchas ocasiones, pero nunca como en ese momento. Jamás con una gracilidad tan impecable como entonces, nunca con una velocidad como ésa.

Gruber frunció el entrecejo, aunque ya había visto eso antes. «Están esforzándose al límite, como si tuvieran que descargar alguna emoción, o al menos como si tuviera que descargarla uno de ellos.»

—Obsérvalos con atención y aprende -le dijo a Drakken, que no necesitaba que lo instaran a hacerlo-. Ya sé que puedes manejar muy bien un martillo, pero el dominio de la técnica no tiene fin. ¿Ves cómo lo cambian de mano? Apenas si lo sujetan. Están dejando que sean los martillos los que hagan el trabajo, y usan la fuerza del giro para llevarlos adonde quieren.

—Como a un caballo -comentó Lowenhertz, que estaba a su lado y claramente impresionado-. No lo fuerzas, guías su fuerza y peso.

—Bien dicho, Corazón de León -asintió Gruber, conocedor de que había poco que cualquiera de ellos pudiese enseñarle al reservado Lobo sobre el manejo del martillo-. Hay más destreza en el uso controlado de un martillo de guerra que en una docena de maestros espadachines con sus fintas, ágiles muñecas y caprichosas cabriolas.

Drakken sonrió, y luego la sonrisa desapareció de sus labios.

—¿Qué están haciendo? -preguntó con nerviosismo-. ¡Están acercándose más el uno al otro!

—Krieg, muchacho mío -respondió Bruckner con una risa entre dientes-, te encantará esta parte…

Einholt y Kaspen se habían acercado hasta quedar bien al alcance del martillo del otro, y sus armas y brazos girantes no eran más que borrones. El ritmo de la práctica venía marcado por el zumbido de las armas que hendían el aire. Cada balanceo lateral erraba de modo preciso el balanceo del otro, de manera que Einholt y Kaspen eran como un par de molinos de viento impulsados por un huracán y situados frente a frente, y cuyas aspas se entrecruzaban con destreza, sin tocarse.

Se oyeron murmullos impresionados entre los hombres de la Compañía Roja que estaban detrás de ellos.

«Ahora vendrá el cambio», pensó Gruber, que lo esperaba.

Tras interrumpir el rítmico balanceo de martillos cruzados, Einholt pasó a un balanceo bajo, dirigido a las piernas de Kaspen, al mismo tiempo que el pelirrojo saltaba por encima de él y hacía pasar el martillo por arriba, a través del espacio en que había estado la cabeza de Einholt. Sin aminorar la velocidad, cambiaron y repitieron: Einholt saltando, y Kaspen agachándose. Ninguno restringía su fuerza. Si uno de los dos vacilaba, si alguno de ellos hacía impacto, aquellos golpes impulsados con toda la fuerza serían mortales. Como espejos, se lanzaban golpes y cada uno se apartaba a un lado para evitar el arma del otro, que describía un círculo. Kaspen a la izquierda, Einholt a la derecha; y luego otra vez: inversión y repetición.

—¡Es una locura! -jadeó Drakken.

—¿Quieres probarlo? -le dijo en broma Bruckner al fornido y joven templario.

Drakken no replicó. Estaba prácticamente hipnotizado por los guerreros danzantes y sus girantes martillos mortales. Quería salir corriendo en ese preciso momento para contarle a Lenya todo lo referente al increíble espectáculo que había visto, pero aunque le fuera la vida en ello no sabía cómo podría describirlo ni cómo lograría que ella le creyese.

Izquierda. Derecha. Por debajo. Por encima. Los martillos zumbaban en el aire.

Drakken miró a Gruber como si estuviese a punto de aplaudir. Izquierda. Derecha. Por debajo. Por encima. Golpes acompañados de zumbidos.

Los luchadores cuyos martillos giraban describían círculos uno frente al otro, movimiento que los acercaba a quienes los estaban observando desde debajo del toldo.

Derecha. Izquierda. Por debajo. Por encima. Los zumbidos estaban cada vez más cerca.

Los cuerpos que giraban se desplazaron bajo la sombra del toldo, y Lowenhertz aferró a Gruber por un brazo de modo súbito.

—Algo está…

Por debajo. Izquierda. Derecha. Derecha…

Los martillos lanzados a gran velocidad se cruzaron y golpearon, y el poderoso choque resonó por el patio. Einholt y Kaspen salieron despedidos hacia atrás, despedidos por el impacto del otro. Einholt tenía el mango del martillo partido.

En el aire repentinamente quieto estallaron imprecaciones y juramentos cuando los Lobos de la Compañía Blanca corrieron hacia sus dos despatarrados compañeros. Los hombres de la Roja les pisaban los talones.

Einholt estaba sentándose y se aferraba el acorazado antebrazo derecho. La mano derecha estaba amoratada y comenzaba a hincharse. Kaspen yacía de espaldas, sin moverse, con una herida abierta en la sien izquierda, de la que caía sangre sobre las losas de piedra.

—¡Kas! ¡Kaspen! ¡Aahh!

Einholt luchó para levantarse, pero el dolor del brazo torcido lo hizo caer otra vez.

—¡Está bien! ¡Está bien! -gritó Lowenhertz. Se inclinó junto a Kaspen y apretó un extremo de su piel de lobo contra la herida de la cabeza para contener la hemorragia. Kaspen se movió y gimió.

—No ha sido más que un arañazo -insistió Lowenhertz. que le lanzó una mirada tranquilizadora a Einholt en el momento en que Bruckner y Gruber ponían de pie al templario calvo.

Mientras se sujetaba el brazo, Einholt se abrió paso entre sus camaradas para llegar hasta Kaspen. Tenía el rostro tan oscuro como Mondstille.

—Que Ulric me condene -murmuró.

Kaspen estaba ya sentado y en sus labios había una pesarosa sonrisa mientras se daba delicados toques en la cabeza y hacía muecas de dolor.

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