Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

Von Glick oyó movimiento entre los árboles cercanos y alzó el martillo en el aire por si acaso, pero fue Vandam quien apareció a la vista.

—¡Has venido a buscarme, Von Glick! -dijo con un bufido-. ¡Pero si eres la gallina clueca de toda la compañía! ¡Te comportas de un modo tan estirado que no reconocerías la valentía aunque proclamara su presencia!

Von Glick sacudió la cabeza con cansancio. Conocía demasiado bien la reputación que tenía entre los miembros más jóvenes de la compañía: estirado, inflexible, un viejo aburrido que refunfuñaba y se quejaba de todo. Una vez. Jurgen le había dicho que él era la columna vertebral de la compañía, pero sospechaba que entonces el antiguo comandante había estado intentando alegrar sus actitudes. Se odiaba por ello, pero no podía comportarse de otro modo. No existía la disciplina en esos tiempos. Los jóvenes templarios parecían toros imprudentes, y el peor de todos ellos era Vandam.

—Ganz me ha ordenado que te buscara -replicó con sequedad mientras intentaba contener el enojo-. ¿Qué sentido tiene alejarse solo, como lo has hecho? ¡En eso no hay gloria ninguna!

—¿Ah, no? -Vandam sonrió afectadamente-. Derribe a uno; le partí la espalda. El otro, sin embargo, se me escapó.

Eso era lo peor del asunto: la arrogancia de Vandam sólo resultaba comparable a su destreza de guerrero. «¡Malditos sean sus ojos!», pensó Von Glick.

—Vamos a regresar. ¡Ahora! -le ordenó a Vandam, el cual se encogió ligeramente de hombros e hizo girar al caballo-. ¡Schell! -llamó Von Glick-. ¡Lo he encontrado! ¡Schell!

Von Glick aún podía distinguir al otro jinete, pero la niebla y los árboles apagaban su voz.

—Continúa tú solo -le dijo Von Glick a Vandam-. Yo iré a buscarlo.

Espoleó el caballo para que avanzara por la orilla de un lago en dirección a Schell, que, por fin, lo vio y cambió de rumbo para encontrarse con él. Von Glick dio la vuelta al caballo.

El hombre bestia salió de los arbustos con un alarido feroz. Impelido por la persecución de Vandam, se había ocultado allí, pero Von Glick acababa de pasar demasiado cerca de su escondrijo, y el pánico lo había impulsado a la feroz acción. La punta de hierro de la lanza atravesó la parte derecha de la cadera del viejo lobo, que bramó de dolor. El caballo levantó las patas delanteras mientras el hombre bestia aferraba la lanza y la sacudía, pero ésta estaba firmemente atascada en el hueso, la carne y la armadura. Von Glick gritaba, ensartado como un pez; estaba tan echado hacia atrás por la lanza que no podía alcanzar el martillo de guerra.

Schell profirió un bramido de consternación y comenzó a galopar. Vandam, al oír el alboroto, se volvió y miró con horror.

—¡Por los ensangrentados puños de Ulric! -jadeó-. ¡Oh, señor, no!

La lanza se partió, y Von Glick, entonces libre, cayó de la silla de montar y aterrizó en un bajo del lago. El hombre bestia se lanzó hacia él.

De un salto, el caballo de Schell salvó el lago por la parte más estrecha, y el guerrero le asestó un golpe con la punta del martillo a la criatura, que murió al instante.

Saltó del caballo y corrió hacia Von Glick, que yacía de lado en las aguas someras y tenía el semblante pálido a causa del dolor. Daba la impresión de que su armadura roja y dorada se estaba destiñendo en el agua.

Vandam llegó a toda velocidad, y Schell alzó hacia el recién llegado unos ojos feroces y encolerizados, que ardían en su delgado rostro.

—Está vivo -siseó.

***

Ganz atravesó el claro del altar hasta el sitio en que Morgenstern estaba rehaciéndose.

—Hablemos -dijo-. Lejos de los demás. Estoy seguro de que no quieres que oigan lo que voy a decirte.

Morgenstern, que tenía a sus espaldas veinte años más de servicio que Ganz, pareció resentido, pero no desobedeció. Mientras hablaban en voz baja, se alejaron hacia el otro lado del calvero.

Aric se reunió con Gruber, que se encontraba sentado a un lado, sobre un tronco caído.

—¿Estás bien? -le preguntó.

—Mi caballo caminaba mal. Creí que había perdido una herradura.

—A mí me parece que está bien -dijo Aric.

Gruber alzó los ojos y miró al joven con expresión dura, aunque en su rostro flaco y arrugado no había enojo.

—¿Qué se supone que significa eso?

Aric se encogió de hombros. Con su largo cabello oscuro y su perilla negra bien recortada, a Gruber le recordaba al mismísimo Jurgen de joven.

—Lo que tú quieras que signifique -respondió.

Gruber unió las puntas de los dedos de ambas manos en forma de aguja de campanario y pensó durante un momento. Aric tenía algo especial. Algún día sería un líder, y lo sería con muchísimo menos esfuerzo que el pobre Ganz, que lo intentaba con ahínco, aunque le gustaba muy poco ese papel. Aric tenía un natural don de mando. En su momento, sería un gran guerrero para el templo.

—Parece… -comenzó Gruber-, parece que carezco del ardor que tuve en otros tiempos. Junto a Jurgen, era fácil ser valiente…

Aric se sentó a su lado.

—Tú eres el hombre más respetado de la tropa, Gruber. Todo el mundo lo reconoce, incluso los guerreros más viejos, como Morgenstern y Von Glick. Eras el brazo derecho de Jurgen. ¿Sabes una cosa? Aún no he entendido por qué, tras la muerte de Jurgen, tú no tomaste el mando cuando te lo ofrecieron. ¿Por qué se lo entregaste a Ganz?

—Ganz es un buen hombre… Sólido, carente de imaginación, pero buen hombre. Tenía derecho a ello. Yo no soy más que un veterano. Habría sido un mal comandante.

—Yo no lo creo así -lo contradijo Aric al mismo tiempo que sacudía la cabeza.

Gruber suspiró.

—¿Y si te dijera que lo hice porque Jurgen estaba muerto? ¿Cómo podría haber ocupado el lugar del comandante al que había jurado lealtad, mi amigo, el hombre al que le fallé?

—¿Le fallaste? -preguntó Aric, sorprendido.

—Aquel espantoso día del verano pasado, la manada de hombres bestia cayó sobre nosotros de improviso. Nos manteníamos juntos o caíamos, y cada hombre cubría las espaldas de otro.

—Fue un infierno, sin duda.

—Yo estaba justo al lado de Jurgen, luchando a su derecha. Vi al hombre toro que acometía con el hacha. Podría haber bloqueado el golpe, haberlo recibido yo mismo, pero me quedé petrificado.

—¡No se te puede culpar por ello!

—Sí que se puede. Yo vacilé, y Jurgen murió. De no haber sido por mi culpa, hoy estaría aquí.

—No -dijo Aric con firmeza-. Fue mala suerte, y Ulric lo llamó a su salón.

Gruber miró al joven a la cara.

—Mi valentía se ha desvanecido, Aric. No puedo decírselo a los otros… Ciertamente, no puedo decírselo a Ganz… Pero cuando nos lanzamos a la carga sentí que mi valor desaparecía. ¿Qué sucederá si vuelvo a quedarme petrificado? ¿Y si esa vez es Ganz quien paga el precio? ¿O tú? Soy un cobarde y de nada le sirvo a la compañía.

—No eres nada de eso -afirmó Aric.

Intentó elaborar un argumento que sacara al veterano de aquel terrible estado anímico, pero los interrumpieron unos gritos. Morgenstern volvió a entrar a grandes zancadas en el claro, con un Ganz de rostro ceñudo tras él. El enorme hombretón llegó hasta su caballo, sacó tres botellas de las alforjas y las lanzó contra un árbol, donde se hicieron añicos una tras otra.

—¿Satisfecho? -le gritó a Ganz.

—Todavía no -respondió Ganz con estoicismo.

—¡Ganz! ¡Ganz!

Los gritos resonaron por todo el calvero. Schell conducía hacia ellos el caballo sobre cuya silla se encontraba, encorvado, Von Glick, y junto a él cabalgaba Vandam para sostenerlo.

—¡Ay, gran Dios del Lobo! -gritó Gruber al mismo tiempo que se ponía en pie de un salto.

—¡Von Glick! -bramó Morgenstern mientras pasaba corriendo junto al consternado Ganz.

Bajaron al hombre herido del caballo, y la compañía lo rodeó. Kaspen, que había estudiado con un barbero cirujano y con un apotecario, se dispuso a tratar la fea herida.

—Necesita un cirujano de verdad -declaró el hombre de constitución ancha y cabellos rojos mientras se limpiaba la sangre de las manos-. La herida es profunda y está sucia, y ha perdido mucha sangre.

Ganz alzó los ojos al cielo. El anochecer estaba cerca.

—Mañana regresaremos a Middenheim con la primera luz del día. Los más veloces cabalgarán delante para traernos un cirujano y un carro. Nosotros…

—Nosotros no haremos eso -declaró Von Glick con voz débil y amarga-. No regresaremos por mi culpa. Esta misión, esta empresa, es una causa sagrada destinada a restablecer la fuerza de la compañía y vengar la muerte de nuestro líder. ¡No abandonaremos la labor! ¡No te permitiré que abandones esto!

—Pero…

Von Glick, con gran esfuerzo, se incorporó hasta quedar sentado.

—¡Prométemelo, Ganz! ¡Prométeme que continuarás!

Ganz dudaba. No sabía qué decir. Se volvió hacia Vandam, que se encontraba de pie a un lado.

—¡Condenado estúpido! ¡Esto es culpa tuya! ¡Si no hubieses sido tan impetuoso, no habrías conducido a Von Glick a esta situación!

—Yo… -comenzó a decir Vandam.

—¡Cállate! ¡La compañía permanece junta o cae! ¡Has traicionado los cimientos mismos de esta hermandad!

—Él no tiene la culpa -dijo Von Glick, cuyos ojos destellaban con la fuerza nacida del dolor-. No, no debería haberse separado del grupo para cabalgar a solas, pero el único culpable soy yo. Tendría que haber sido cauteloso, debería haber estado atento. Bajé la guardia, como cualquier viejo tonto, y he pagado el precio.

Silencio. Ganz miraba a un hombre y, luego, a otro. Todos parecían incómodos, azorados, desconcertados. El ánimo de la compañía jamás había estado tan decaído, ni siquiera tras la muerte de Jurgen. Entonces, había ira. Ahora sólo había desilusión, y pérdida de fe y de camaradería.

—Plantaremos el campamento aquí -dijo Ganz, al fin-. Con suerte, los hombres bestia vendrán a buscarnos esta noche, y podremos acabar el asunto.

Llegó el alba, fría y pálida. El último turno de guardia -Schell, Aric y Bruckner- despertó a los demás. Morgenstern atizó el fuego, y Kaspen le hizo otra cura a Von Glick. El viejo guerrero estaba tan pálido y frío como la mañana, y temblaba de dolor.

—¡No le digas a Ganz lo mal que estoy! -le siseó a Kaspen-. Júramelo por tu vida!

Anspach iba a abrevar los caballos cuando encontró a Krieber. En algún momento de la noche, una flecha de plumas negras le había atravesado el cuello mientras dormía. El templario estaba muerto.

Todos lo rodearon; en aquella silenciosa mañana, parecían más sombríos que nunca antes. Ganz hervía de cólera y se alejó del grupo.

En el límite de los árboles, Gruber se reunió con él.

—Es mala suerte, Ganz; mala suerte para todos nosotros, mala suerte para el pobre Krieber, que Ulric acoja su alma. No merecíamos esto, y él merecía un final mejor.

Ganz se volvió en redondo.

—¿Qué tengo que hacer, Gruber? ¡Por el amor de Ulric! ¿Cómo podré conducir a esta compañía hacia la gloria si no tenemos ni una oportunidad? Destruí el altar para atraerlos hacia nosotros, para encolerizarlos y empujarlos a un ataque frontal, ¡a una batalla campal en la que nosotros pudiésemos brillar! ¡Pero no! ¡Regresaron, en efecto, y con la típica astucia bestial nos acosan y matan mientras dormimos!

—Así que debemos cambiar de táctica -replicó Gruber.

Ganz se encogió de hombros.

—¡No sé cómo hacerlo! ¡No sé qué sugerir! No dejo de pensar en Jurgen y en cómo ejercía él el mando. Intento continuamente pensar cómo lo hacía él, recordar todos sus trucos y sus ideas. ¿Y, sabes qué? ¡No consigo recordar nada de nada! ¡Con todas las grandiosas victorias que compartimos, y no logro recordar el plan de una sola de ellas!

—Cálmate y piensa, Ganz -dijo Gruber con un suspiro-. ¿Qué me dices de la Puerta de Kern? ¿Recuerdas? El golpe de triunfo, en aquel caso, fue rodear a los orcos y atacarlos por detrás.

—Sí, lo recuerdo. Una táctica sensata.

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