Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

—Muy cierto, hermano Ganz, pero yo no he dicho en ningún momento que se tratara de una fiebre natural.

Sobre el Factorum descendió el silencio mientras todos asimilaban esa última frase. El sacerdote y los Lobos estaban tan quietos y callados como los muertos que los rodeaban. Al fin, Gruber rompió la quietud con una maldición en voz baja.

—¡Que Ulric me condene! ¡Magia!

El padre Dieter asintió con la cabeza al mismo tiempo que tendía un sudario sobre el cuerpo de Ergin.

—Este año ya he tenido bastante magia -añadió Gruber.

—¿Ah, sí? -preguntó el sacerdote, repentina y seriamente interesado-. No eres el único. Una oscura resaca de la más inmunda brujería ha impregnado la ciudad desde el pasado Jahrdrung. Yo la he experimentado de manera personal. Y ésa es una de las pistas, para mí. Otro de los nombres pintados con sangre en la pared cercana al santuario de Ulric era Gilbertus. A principios de este año, justo antes de Mitterfruhl, tuve… tratos con alguien que se hacía llamar así. Intentaba pervertir este sagrado templo para ponerlo al servicio de la magia más oscura de todas.

—¿Dónde está ahora? -preguntó Schell, aunque realmente no quería saberlo.

—Muerto. Cosa apropiada, dado que su nombre figuraba en la lista de Ergin.

—¿Y los otros? -preguntó Lowenhertz, y el sacerdote consultó otra vez la libreta.

—Eran nombres corrientes, como ya he dicho: Beltzmann, Ruger, Aufgang, Farber… Conozco a un Farber y aún está vivo, pero podría no tratarse de él… Vogel, Dunst, Gorhaff, y otro que, curiosamente, estaba escrito dos veces. Era el nombre de Einholt.

Todos los Lobos quedaron petrificados, y Ganz sintió que una gota de sudor helado le bajaba por la frente. Lowenhertz hizo un signo destinado a conjurar al mal y apartó la mirada.

—¿Ese nombre significa algo para vosotros? Veo que sí.

—¡Comandante! -jadeó el agitado Kaspen que tenía el semblante sorprendentemente pálido bajo su melena roja-. Nosotros…

Ganz lo silenció alzando una mano.

—¿Qué más? -preguntó Ganz a la vez que avanzaba hacia el sacerdote e intentaba dominar sus nervios. Quería mostrarse circunspecto hasta que le hubiese tomado las medidas a aquel austero sacerdote fúnebre.

—Otras dos cosas. Un nombre más, pero no es de por aquí: Barakos. ¿Os dice algo?

Los Lobos negaron con la cabeza.

—Y un símbolo, o al menos la indicación de un símbolo. La palabra Ouroboros, también en escritura antigua.

—¿Ouroboros? -preguntó Ganz.

Gruber se volvió a mirar a Lowenhertz, pues, en el fondo de sus revueltas entrañas, sabía que él conocería el significado.

—El wyrm que se devora a sí mismo -explicó Lowenhertz con tono ominoso-. Tiene la cola dentro de la boca; es el universo que consume todo cuanto es y todo lo que ha sido antes.

—Vaya, vaya -dijo el padre Dieter-. No tenía ni idea de que los templarios fuesen tan eruditos.

—Somos lo que somos -declaró Gruber, sin más-. ¿Eso es lo que crees que significa ese símbolo, padre?

El sacerdote de Morr se encogió de hombros, cerró la libreta y la ató con una cinta de color negro.

—No soy ningún experto -dijo con modestia e imprecisión-. El Ouroboros es un signo antiguo. Significa «destrucción».

—No, significa más que eso -lo contradijo Lowenhertz, que avanzó un paso-. Significa «muerte desafiada», que es la no muerte. La vida más allá de la sepultura.

—Sí, así es -asintió el sacerdote de la Morr con voz dura-. Es el símbolo de la nigromancia, y es el mismísimo vil pecado del que era culpable Gilbertus. Pensaba que esa amenaza se había desvanecido con Gilbertus cuando cayó por el barranco de los Suspiros, pero estaba equivocado. Tal vez Gilbertus no haya sido más que el comienzo.

—¿Qué hacemos? -preguntó Ganz.

—Huir de la ciudad podría ser buena idea -respondió el sacerdote, flemático.

—¿Y los que no podemos hacerlo? ¿Qué hacemos los que somos necesarios aquí?

—Luchar -respondió el sacerdote de Morr sin vacilación.

***

Era casi mediodía, pero las calles de Altquartier estaban tristemente vacías y cubiertas por una gruesa capa de nieve. De momento, no había nevado más y el aire era gélido, pero el tremendo frío mantenía a la población dentro de las casas, en torno al hogar, desesperada por hallar un poco de calor.

Mientras bajaba por el paseo Low File, envuelto en su capa, Kruza se preguntó si habría otras fuerzas que mantenían las calles en silencio. Esos rumores de plaga… Aún no podía creerlos, pero en el aire frío y quieto flotaba un olor a enfermedad, a corrupción. Y a leche agria

Ese pensamiento lo atrapó, le trajo un recuerdo. Ese olor lo había percibido en las profundidades de la torre de Nordgarten, el lugar en que había visto a Resollador por última vez.

Habían pasado meses desde su anterior visita al solitario hogar de Resollador. «De hecho -pensó Kruza-, ¿la visita precedente no fue justo después de que percibiera por última vez el hedor a leche agria?»

Ascendió la oscura escalera del ruinoso edificio con una vela que encendió con sus yescas, tanto por el calor que le daba a sus dedos como por la luz. Por las ventanas sin cristales había entrado nieve, que cubría los escalones, y el hielo revestía las paredes como una capa de nácar.

Abrió la puerta, aunque necesitó asestarle una patada con la bota para romper el hielo que se había formado en torno a la jamba. Milagrosa, casi dolorosamente, la habitación estaba exactamente como él la había dejado la última vez. Allí no había entrado nadie. La escarcha cubría todas las superficies, enturbiaba todos los espejos y hacía que las alfombras y tapices estuviesen crujientes y rígidos. Se hallaba tan congelada en la realidad como en su memoria.

Kruza avanzó por las crujientes alfombras al mismo tiempo que recorría la habitación con los ojos. Dejó la vela sobre la mesa baja, donde el calor de la llama fundió la escarcha, que se transformó en grandes gotas oscilantes. Kruza se dio cuenta de que tenía desenfundada la espada corta, igual que cuando había entrado la primera vez. La espada… desenvainada. ¿Cuándo había hecho eso? ¿Qué instinto le había hecho sacar la espada?

Miró a su alrededor. «Veamos, ¿dónde podría estar?» Cerró los ojos e intentó recordar. Resollador estaba en su mente: Resollador, riendo; Resollador, cogiendo un saco de pan y quesos del alféizar de la ventana donde lo dejaba para que se mantuviera fresco; Resollador, sentado junto al fuego, tejiendo su tortuosa autobiografía de cuento de hadas.

Kruza abrió los ojos y volvió a mirar. Recordaba que había cogido el espejo de marco dorado del rincón inmediato a la puerta al final de la primera visita para completar la cuota que tenía que entregarle a Bleyden. La segmentada caja de madera donde Resollador guardaba sus hierbas se encontraba entonces allí, y Kruza avanzó hacia ella. Tendió una mano para abrirla y se detuvo.

«¿Aquí?»

Oyó un ruido a sus espaldas y se volvió como un zorro acorralado, con la espada desnuda. Allí estaba Resollador, asintiendo con la cabeza, sonriendo. «Ese es el sitio, Kruza, ése es el sitio.»

Pero no era Resollador. No era nadie. El cabo de vela que Kruza había dejado sobre la mesa, se había deslizado hasta el piso flotando en las fundidas gotas de escarcha.

Kruza apagó a pisotones las débiles llamas que estaban prendiendo en la alfombra sobre la que yacía la vela.

—No hagas eso, Reso… -dijo en la habitación vacía, y se sorprendió al hacerlo, como si aún creyese que Resollador estaba con él.

Kruza regresó junto a la caja de hierbas y abrió la tapa. Los aromas que manaron de ella resultaron leves y débiles en el aire frío. Revolvió el interior con los dedos entumecidos, hasta encontrar la joya y sacarla.

La cadena de láminas cuadradas de metal, el adorno que representaba al devorador del mundo con sus ciegos ojos de marfil estaba -maldito fuese todo lo existente- tibio.

Kruza se metió el objeto dentro del justillo y se encaminó hacia la puerta. El hielo crujía bajo sus pies. Volvió la cabeza para echarle una última mirada a la habitación. Al igual que estaba seguro de su propio nombre, de que Resollador era un ladrón natural, de que Resollador estaba muerto, sabía que nunca regresaría allí. Jamás.

Llegó a la calle y echó a andar cuesta arriba a paso rápido a través de la nieve, resbalando de vez en cuando sobre el hielo que se había formado bajo el polvo blanco. No había nadie cerca, pero de algún modo Kruza se sentía más culpable que nunca en toda su vida. El, artífice de diez mil robos, todos ellos libres de culpabilidad, experimentaba entonces la punzada de la vergüenza por robar la joya de un muchacho muerto. «¡Les robas a los muertos, Kruza!»

Y lo peor de todo era que estaba seguro de que Resollador habría querido que la cogiera. ¿O acaso la culpabilidad que sentía era debida a que estaba seguro de que Resollador habría preferido que Kruza no volviera a tocar nunca más aquel siniestro adorno?

Antes de que pudiera considerar el asunto, oyó unos sollozos que procedían de su izquierda, de una calle lateral. Una mujer lloraba desconsoladamente. De modo involuntario, encaminó sus pasos hacia allí, hacia el interior de unas ruinas revueltas donde había existido una taberna, quemada desde hacía ya mucho tiempo. La nieve se había posado sobre las vigas ennegrecidas y, de ellas, colgaban carámbanos como defensas infernales.

Había algo escrito en la hollinienta pared de piedra. Eran palabras que no podía leer, recientes, y estaban escritas con un líquido oscuro. ¿Brea? ¿Era eso? Y luego, con la misma rapidez, pensó: «¿Qué estoy haciendo aquí?»

Vio a la mujer, una matrona de los suburbios, acurrucada en la horquilla formada por dos vigas ennegrecidas por el fuego; sollozaba. Estaba cubierta de sangre. Kruza se detuvo en seco. Podía ver un par de pies, los de un hombre, que asomaban de debajo de un montículo de nieve. La nieve que había en torno a los pies estaba teñida de color rojo oscuro.

«Basta. No es asunto tuyo. Es el momento de marcharse», pensó.

Entonces el hombre armado con la espada salió de las ruinas a las que daba la espalda, chillando y echando espuma por la boca, con la muerte en sus monstruosos ojos resplandecientes.

***

En el palacio se estaba celebrando un opíparo festín de mediodía. Tras haber descansado brevemente durante las primeras horas de la mañana y haberse bañado en más agua tibia de la que el palacio solía calentar para toda una semana, los embajadores extranjeros eran agasajados por el Graf en el salón principal. El ambiente estaba cargado de olores de comida procedentes de las cocinas, y de los deliciosos aromas de las bandejas que los pajes hacían desfilar en serie al interior del salón, bajo la atenta mirada de Breugal. En el aire flotaba la música de una viola, un cuerno, un salterio, un tambor y un trombón, tocados por los músicos de la corte del Graf.

—¡Deprisa! ¡Deprisa! ¡Ahora! -siseaba Breugal para apresurar a los pajes cargados de bandejas.

Estaba apostado en el pasillo lateral que daba paso al salón principal. Marcaba el ritmo con su bastón, y sus ojos eran tan brillantes como el hielo. Se había puesto su mejor peluca en forma de cuernos y un jubón bordado, de mangas acuchilladas, bajo la librea del palacio; su anguloso rostro se veía doblemente empolvado, blanco como la nieve o como el semblante de los muertos.

Le dio una bofetada a uno de los pajes que avanzaba con demasiada lentitud, y luego volvió a dar palmas. Había oído muchos relatos sobre la opulencia de la corte bretoniana y no quería que aquellos visitantes encontrasen fallos en su propia casa.

Breugal detuvo a otro paje y probó los pies de cerdo rellenos de hígado de ganso para asegurarse de que el cocinero estaba cumpliendo con su deber. Excelentes. Tenían demasiada sal, pero eran excelentes, de todas formas. «¡A ver si los altaneros bretonianos pueden dar un banquete tan refinado como éste!»

***

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