Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

Resollador se detuvo de pronto. Tenía los ojos abiertos de par en par y miraba al interior de una gran sala circular, aislada y situada a un lado del corredor. En aquel amplio espacio no se veía ninguna otra puerta ni ventana, pero dentro había mucho más que eso. Estaba sembrada por una serie de pequeños carros y camillas con ruedas, algunos cubiertos con hule, otros hasta el borde de objetos que caían de ellos y quedaban desparramados por la sala. También había una enorme pila de ropas, algunas harapientas y gastadas, pero otras bastante respetables y elegantes. Si aquellas gentes eran contrabandistas, trataban con una extraña serie y variedad de mercancías.

Hacía ya mucho rato que Kruza no pensaba que fuesen contrabandistas. Allí estaba sucediendo algo mucho más grande. Él no sabía de qué se trataba, y a Resollador no parecía importarle lo más mínimo.

El joven estaba caminando entre las pilas, recogiendo objetos que podía llevarse con facilidad; principalmente, joyas, de las que había una enorme cantidad, y pequeños utensilios para la casa, que metía en los bolsillos de su ropa. Resollador comenzó a apartar los hules de los carros; primero, uno por vez, y luego, en un gran despliegue de actividad, recorrió toda la estancia, arrancando las coberturas de los carros con gestos espectaculares para dejar a la vista las múltiples riquezas que se encontraban debajo. Kruza permanecía quieto y lo miraba con ojos fijos, impresionado por el hecho de que el muchacho pudiese tener tanta resolución, tanta confianza, o tal vez de que se comportase de un modo tan decididamente inconsciente dada la situación en que se encontraban. Luego, Kruza recordó la antecámara de la bodega y a las figuras embozadas que lo habían atacado, y comprendió que, esencialmente, Resollador era invisible y que, en consecuencia, no corría peligro ninguno. Él, por otro lado, era muy visible.

—¡Resollador! ¡Vamos! ¡Tenemos que salir de aquí!

—¡Mira todo esto! -exclamó el otro, ansioso-. ¡Aquí hay semanas de trabajo para cubrir tu cuota, y puede ser que no tengamos la oportunidad de regresar!

Kruza pensó que jamás regresaría, aunque tuviese la ocasión de hacerlo. Aquello se había convertido en una estúpida y peligrosa empresa, y juró que jamás la repetiría.

—¡Vamos, Kruza! ¡Todo está ahí para cogerlo!

Resollador giró y levantó el último hule de la última pila de objetos. Era la pila más grande, más ancha y alta que un hombre; se encontraba muy cerca de la puerta, a un lado. Kruza, que se limitaba a permanecer en la entrada y observar, no podía ver aquel rincón. El hule se deslizó con un movimiento grácil, como la seda sobre madera pulida. «No tiene ningún derecho a hacerlo». El hule casi onduló al caer al suelo con un suspiro. «No tiene derecho», pensó Kruza.

Resollador se apartó de la gran pila de mercancías de los contrabandistas, y entonces Kruza pudo ver la expresión de su rostro. Nunca había estado tan blanco. Sus ojos eran enormes globos grises, vacuos. Kruza se acercó, cogió un codo de Resollador por miedo a que el muchacho se desmayara, y miró el rincón donde había estado el hule. En el piso había una pila de cuerpos tirados en un rincón, amontonados como un granjero podría amontonar el heno con una horca. Al principio, Kruza no supo qué estaba mirando, pero luego comenzó a distinguir brazos y piernas, torsos y una o dos cabezas hinchadas. Los cuerpos yacían en posturas antinaturales; estaban tan rotos que carecían de forma. La pila podría haber estado formada por ropas viejas, rellenas de serrín, que se había derramado. En aquellos cuerpos no quedaba alma ni vida. Eran como espantapájaros, aunque en otra época habían estado vivos. Resollador lo vio, pero Kruza lo sintió.

Algo pequeño atrajo los ojos de Kruza, y avanzó con delicadeza hasta la pila de restos humanos. Aferrada a una mano humana que parecía no estar unida a ninguna otra cosa muerta de la pila, había una larga y ancha cadena, formada por cuadrados planos que estaban engarzados por las esquinas con eslabones. Colgando de la cadena, que era lo bastante larga como para rodear los hombros de un hombre corpulento, había un talismán: un gran reptil escamoso o dragón, que se mordía la cola.

Kruza no pudo soportar aquella visión. Tras coger al hipnotizado Resollador por un brazo, lo hizo girar y lo condujo fuera de la estancia. Prefería regresar por el camino por el que habían llegado y enfrentarse con las figuras embozadas de gris que quedarse un momento más en aquel sitio.

Regresaron por el corredor, ambos con paso firme, fingiendo una seguridad que Kruza sabía que él, como mínimo, no tenía. Pero si entonces se permitía el lujo de sentir miedo, moriría con total seguridad. Debía demostrarse a sí mismo que no estaba atemorizado.

No se oía nada en absoluto. El fresco aire ligeramente húmedo del subterráneo dio paso al olor a leche agria que flotaba de una cámara a otra y se hizo más fuerte conforme se acercaron a la entrada.

Kruza estaba seguro de que tendrían que tropezarse con alguna de las figuras embozadas, pero no fue así. Continuaron con paso solemne, medio asustados, hasta llegar al sitio por el que habían entrado. El sentido de la orientación de Resollador era tan infalible como cuando se encontraba en las calles de la ciudad. Al cabo de poco rato, se hallaban en la antecámara de iluminación blanca de la que habían huido. Todo ese tiempo, Kruza había estado esperando que las figuras de capa gris los siguieran, pero no lo habían hecho. Resollador salió por la arcada que conducía hacia la entrada de la bodega, con Kruza pisándole los talones.

Ante sí vieron ocho figuras con capa gris que permanecían de pie con la espalda vuelta hacia el dibujo de arena, que giraba y se combinaba. La arena estaba rotando como un pequeño tifón y se alzaba en espirales de color cobalto. púrpura y negro entre el gris amarillento del polvo. Las ocho figuras tenían las manos levantadas en un gesto similar al del primer embozado al que había matado Kruza. Vieron ocho pares de brazos arrugados y manos nudosas, que estaban provistas de garras, pero eran viejas y sin vida. No se trataba de contrabandistas, y Kruza pensaba entonces que ni siquiera eran hombres. Les había clavado la espada corta a tres de ellos, y los había matado a todos. Uno había desaparecido ante sus propios ojos. Los tres habían sido ya reemplazados. Resollador comenzó a caminar en torno al círculo mientras la arena comenzaba a girar con mayor lentitud y, tras perder altura, aunque no forma, el remolino se posó en el suelo formando otro intrincado dibujo.

Kruza seguía a Resollador. La mente le daba vueltas a causa del pánico y de las preguntas que no tenían respuesta. De repente, vio las armas. Cada figura embozada iba provista de un par de ellas: una larga y elegante espada con hoja estrecha y afilada y pesada empuñadura con guarda de cazoleta, y una daga más corta y delgada, cuya terrible empuñadura curva le causaría serios daños a cualquier hoja que la golpeara. La mano de Kruza voló hacia el puño de su espada corta. Nunca había tenido miedo de una pelea, pero luchar contra ocho entidades desconocidas, que blandían un total de dieciséis armas, era prácticamente una locura. Desenfundaría su espada sólo si lo atacaban, ya que, por lo demás, no sentía ningún deseo de provocar…, sólo de marcharse.

Resollador intentó ocultar a Kruza de las figuras embozadas. Había adquirido una gran confianza en su capacidad para permanecer en un anonimato tal que lo hacía invisible. Pero Kruza estaba nervioso, la adrenalina afluía a su sangre y olía a miedo. Resollador no sabía durante cuánto tiempo podría proteger a su amigo y mentor, pero él lo había metido en aquella situación.

El círculo formado por las figuras de gris comenzó a cambiar, siempre mirando hacia afuera. El círculo se partió en el punto que estaba más alejado de Resollador y Kruza, y las figuras de ambos extremos giraron para formar un arco que amenazaba con cortarles la vía de escape.

Resollador se quedó muy quieto. En la frente de Kruza aparecieron gotas de sudor a pesar del frío que había invadido la estancia, y sintió que tenía el pelo mojado y pegado a la frente. El sudor le caía por la espalda y le chorreaba por los flancos y el interior de los muslos. Kruza sabía que tenía que esperar a que lo atacaran, pero sintió que el pánico le ascendía por la garganta.

La luz blanca de las salas circundantes comenzó a brillar con más fuerza, y parecía que el cuadro de arena del centro de la habitación despedía entonces una luz multicolor, como un arco iris que se alzara en vertical desde el piso.

Las figuras de gris habían completado el arco. Apartaron los brazos de los lados y los extendieron en línea paralela al suelo. Cuando las puntas de sus armas se tocaron entre sí, retrocedieron un corto paso y ampliaron el arco. Luego, las dieciséis armas se orientaron hacia adelante a la vez, todas dirigidas contra Kruza.

El carterista sabía que no podían atacar al unísono sin matarse los unos a los otros, aunque tal vez eso no les importaba. En la estancia reinaba el silencio, excepto por la respiración de Kruza y el frío susurro de las armas en el aire. No sabía si el olor de su cuerpo era aún más acre que el olor a vieja leche agria, tan intenso entonces que le escocía la nariz. Sus sentidos se agudizaron. Podía sentir cada raya y mella del pomo que remataba el puño de su espada corta. Bajó la mano y sintió el resto de la fría empuñadura del arma. Era áspera y comenzaba a perder el baño, pero se adaptaba a su mano como nada podía hacerlo.

Resollador avanzó un poco y no lo vieron. No iba armado.

Kruza dio un corto paso de lado con la espalda firmemente pegada a la pared, y una de las figuras de capa gris se adelantó hacia el ladrón. Kruza había desenvainado la espada y describió un arco frente a él, lo que arrancó chispas de la pared que tenía detrás cuando la punta entró en contacto con la piedra. Las chispas permanecieron en el aire; durante un momento, fueron de color rojo vivo y luego se apagaron. Mediante un fuerte barrido, la espada corta le arrancó al primer atacante la espada larga de la mano y lo dejó armado sólo con la daga. La figura embozada asestó golpes en el aire con la esperanza de atrapar la hoja de la espada corta, retorcerla y romperla.

Kruza pensaba que nunca se había movido tan rápidamente. La espada corta asestó una estocada por debajo de la línea de la daga. Su mayor largo abrió un corte superficial de través en la zona media del grotesco atacante y dejó a la vista la carne que cubría la capa, pálida e irreal comparada con la sangre que manaba de ella. Sorprendido, el hombre de gris bajó la mirada cuando Kruza hizo ascender la hoja a través de la figura y la abrió en canal desde el ombligo hasta el esternón. La daga cayó, y la figura se alejó a rastras, pero su sitio fue ocupado al instante por otra.

Kruza mató a tres figuras más. Eran como autómatas, de sangre fría, indiferentes al riesgo, y luchaban con el mismo estilo. Kruza comenzó a coger el ritmo del ataque, se sintió más seguro y despachó a otro enemigo con un solo golpe lateral, asestado a la altura de los hombros. Fue el único golpe de ese enfrentamiento y resultó mortal. Kruza oyó el sonido de papel rasgado, y se volvió para responder a una nueva acometida.

Resollador observaba la batalla, desarmado y sin que nadie reparara en él. Kruza olvidó que el muchacho se encontraba allí.

Las siguientes tres figuras de gris, al ver caer a sus compañeras a manos del intruso, atacaron a la vez. Seis armas avanzaron entretejiendo sus movimientos; lanzaron estocadas, pararon golpes y recuperaron la postura para atacar de nuevo. Kruza luchaba con rapidez y ahínco; sin embargo, aunque su espada corta estaba en tres sitios a la vez, sabía que lo derrotarían. Primero, fue el tajo a lo largo del brazo. Mantuvo el brazo de través sobre el cuerpo para que no se convirtiera en un punto débil y estocó con renovado vigor. Luego, fue la herida en la cabeza, que describió un arco por encima de su rostro. La sangre le cegó un ojo.

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