Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

—Os reconozco el mérito, muchacho… -dijo Barakos con tono despectivo a través de los labios de Einholt-. Los Lobos habéis hecho más de lo que yo os creía capaces. Me habéis causado daño. Ahora necesito otro cuerpo.

Avanzó cojeando hacia ellos. Drakken intentó retroceder, trató de arrastrar a Ganz consigo, pero sus huesos partidos se trabaron y frotaron, y durante un segundo perdió el conocimiento a causa del dolor.

Cuando recobró el sentido, tenía a Barakos sobre el rostro, inclinado y sonriendo con malevolencia. El hedor a sepultura de su aliento era horroroso.

—Pero ya es demasiado tarde. Demasiado tarde, con mucho. Todo ha terminado, y yo he ganado.

La criatura muerta sonrió, y el gesto rasgó la carne putrefacta que le rodeaba la boca. Su voz era baja y resonaba con un subtono de poder inhumano.

—Middenheim ha muerto, sacrificado sobre mi altar. Todas esas vidas, millares de ellas, acabadas y derramadas para alimentar el poder que me permitirá un cierto grado de divinidad. No mucho…, apenas el suficiente para convertir este mundo en inmundas cenizas. He necesitado mil eras, pero al fin he triunfado. La muerte me ha dado la vida eterna. Ahora pasarán los últimos momentos, y la ciudad se alzará para asesinarse a sí misma. Entonces estará hecho. Necesito poseer un cuerpo nuevo.

Barakos miraba al aterrado Drakken.

—Eres joven, sólido. Con mis poderes puedo curar en un segundo esa herida. Me servirás. Eres un muchacho apuesto, y siempre he anhelado ser guapo.

—¡No! ¡En el nombre de Ulric! -jadeó Drakken al mismo tiempo que tendía la mano hacia el arma que no tenía.

—Ulric está muerto, muchacho. Ya es hora de que te acostumbres a tu nuevo señor.

—Barakos -dijo una voz, detrás de ellos.

El sacerdote de Morr se encontraba de pie en lo alto de los escalones. La sangre empapaba su hábito y había sufrido una herida en la cabeza que hacía caer un hilo sanguinoliento por su arrugada cara. Abrió una mano, de la que cayó al suelo la daga ensangrentada que le había prestado Lowenhertz.

—Dieter. Dieter Brossmann -dijo Barakos a la vez que se erguía y giraba para encararse con el sacerdote-. Padre, en muchos sentidos has sido mi enemigo más feroz. De no ser por ti, los leales Lobos jamás habrían descubierto la amenaza que yo entrañaba. ¡Y cuando derrotaste a Gilbertus, vaya! ¡Cómo maldije tu alma y nombre!

—Me siento halagado.

—No te sientas halagado. Estarás muerto dentro de pocos instantes. ¡Ah! Sólo tú veías, sólo tú sabías, tenaz, implacable, escondido en tus libros y manuscritos en busca de pistas.

—Un mal tan antiguo como el tuyo es fácil de encontrar -declaró el sacerdote con severidad, y avanzó un paso.

—¿Y por qué te escondiste en los libros, me pregunto?

—¿Qué? -El sacerdote se detuvo por un segundo.

—Dieter Brossmann, un rico comerciante, si bien un poco despiadado. ¿Por qué te volviste hacia el camino de Morr y renunciaste a tu vida en Middenheim?

—No hay tiempo para juegos -contestó el sacerdote, que se puso rígido.

—Pero, claro, fue por tu esposa y tu hijo amados -siseó el cadáver, y como telón de fondo sonó un lejano trueno.

—Están muertos.

—No, no lo están, ¿verdad? Simplemente te abandonaron, te abandonaron y huyeron de ti porque eras brutal, inescrupuloso y cruel. Tú los alejaste de tu lado. No están muertos, ¿verdad? Están vivos, escondidos en Altdorf, con la esperanza de que nunca más puedas encontrarlos.

—No, eso no es…

—¡Es la verdad! En tu mente, los has convertido en muertos, los has enviado junto a Morr para evitar la cruda verdad de que tú destruíste a tu familia con tu crueldad y tu codicia. Fueron la mala conciencia y la negación los que te hicieron fingir que estaban muertos, los que te hicieron seguir el camino de Morr.

El semblante de Dieter Brossmann tenía una expresión tan dura como la roca Fauschlag.

—Pagaré en otra vida por mis crímenes, que Morr me asista. ¿Cuándo pagarás tú por los tuyos?

El sacerdote de Morr volvió a avanzar una vez más y levantó las manos.

—Estás muerto, ¿no es cierto, Barakos? -fue cuanto dijo-. No muerto, en el más allá. Ese cuerpo que ocupas, el del pobre Einholt de la Compañía Blanca, también está muerto. Puede ser que estés a punto de lograr poderes divinos, pero ahora mismo eres un cadáver, así que serás llevado ante Morr.

Un paso más, y el sacerdote comenzó a entonar una letanía funeraria, el Rito Inolvidable. Dieter Brossmann empezó a bendecir el cadáver que estaba de pie ante él, a bendecirlo y protegerlo del mal al mismo tiempo que enviaba a la perdida alma hacia Morr, Señor de la Muerte.

—¡No! -jadeó el ser no muerto, temblando de furor-. ¡No! ¡No, no lo harás! ¡No lo harás!

El sacerdote de Morr continuó entonando la letanía, dirigiendo toda su voluntad y toda la santidad de su obra hacia el ser inmundo que tenía delante.

El ritual, un ritual tan antiguo como Middenheim, entró en el ser y comenzó a desalojarlo con lentitud del cuerpo que ocupaba. La criatura sufrió convulsiones, tosió y vomitó un fluido putrefacto.

—¡No, sacerdote bastardo! ¡No! -y comenzó a insultarlo en un galimatías de mil idiomas.

Fue un intento valiente. Por un momento, Drakken, que lo miraba sin soltar a Ganz, pensó que el sacerdote lo lograría; pero luego la criatura de ultratumba avanzó a tropezones hasta Dieter Brossmann y, vacilante, lo derribó de la plataforma con un violento golpe de su mano no muerta, que lo hizo caer de espaldas.

***

La tormenta cesó de repente y las últimas piedras de granizo repiquetearon sobre la calle. La noche rosada se convulsionó y se tornó negra.

Había llegado el momento, el momento en que aquella cosa inmunda se convertiría en un dios más inmundo aún.

Se apagaron todas las llamas, las velas, las lámparas y las antorchas de la ciudad…, excepto una.

***

Paso a paso, mientras Lenya soportaba su peso, Aric subió a la plataforma. En lo alto se encaró con la cadavérica reliquia que había sido Einholt. Con una mirada rápida vio a los caídos Lowenhertz y Kaspen, y a Drakken que aferraba a Ganz. Eran tantos y habían luchado con tanto ahínco…

—¿Tú… otra vez? -dijo Barakos con voz tronante-. Aric, mi querido muchacho, llegas demasiado tarde.

Aric comenzó a hacer girar el martillo en zumbantes círculos con el brazo sano, mientras la cabeza en llamas formaba anillos de fuego: la Llama Eterna, la llama del Dios del Lobo. El martillo giraba con la piel atada a su cabeza, que ardía con brillantez sobrenatural.

Aric lo dejó volar y lo soltó con la perfección que le había enseñado Jagbald Einholt.

La cabeza del martillo en llamas golpeó a la criatura en el pecho y la derribó de espaldas.

Aric se desplomó, con las fuerzas agotadas.

Lenya miró a la criatura caída y vio que diminutos dedos de Llama Eterna crepitaban sobre el abollado peto y el putrefacto pecho, que luchaba por volver a levantarse. El martillo encendido yacía a su lado, apagándose entre chisporroteos como si fuese la última esperanza que les quedaba, a punto de desvanecerse.

El único ojo rosado se clavó en los de ella cuando Barakos se levantó como si estuviese saliendo de la tumba.

—La verdad es que no lo creo… -jadeó con voz ronca, algo que fue excesivo para que pudiera soportarlo.

Lenya avanzó a la carrera. Necesitó todas sus fuerzas para levantar el martillo de Aric envuelto en la piel. Le hicieron falta fuerzas que ignoraba tener para balancearlo hacia arriba y descargarlo sobre el ser sepulcral.

—¡Por Stefan! -gruñó cuando el martillo en llamas aplastó a la monstruosidad muerta y volvió a tenderla en la plataforma de roca.

La cadavérica criatura se estremeció, y la resplandeciente Llama Eterna de Ulric la envolvió de pies a cabeza. Se contorsionaba y se estremecía como si fuera una antorcha viviente y profiría agudos gritos todavía más sonoros que los del gran dragón no muerto, el devorador del mundo, Ouroboros. El calor del incendio era tan tremendo que Lenya retrocedió. Barakos estaba incandescente como un fuego artificial que se retorciera, al rojo blanco, y comenzaba a fundirse.

El no muerto murió. Una sombra que arañaba el aire, escarchada y vaporosa, intentó salir del cuerpo encendido, intentó ir a buscar un nuevo envoltorio; pero las llamas sagradas eran demasiado intensas. El espíritu volvió a caer dentro del fuego y desapareció con un último alarido. Barakos el Eterno había hallado su fin.

***

Una luz diurna cautelosa y prudente se filtró hacia la ciudad con las primeras horas del día.

Había pasado una semana desde la noche de horror, y Middenheim se estaba reconstruyendo, se seguía enterrando a los numerosos muertos y se proseguía con la vida.

Dentro de una tienda de lona erigida en el parque de Morr y debidamente consagrada al propio Morr, Dieter Brossmann oficiaba el rito funerario por cinco templarios de Ulric. Sus nombres eran Bruckner, Schiffer, Kaspen, Dorff y Einholt. No era lo corriente. Por lo general, era el sumo sacerdote Ar-Ulric quien consagraba a los templarios caídos, pero Ganz había insistido en que lo hiciera él.

El sacerdote hablaba con voz débil, como si estuviese recuperándose de alguna herida, y en realidad así era: lo demostraba el vendaje de su frente, pero lo que le dolía realmente no eran las heridas físicas. Dieter Brossmann tendría cicatrices en su interior durante el resto de sus días.

En el palacio, los médicos atendían al capitán Von Volk, el único Caballero Pantera que había sobrevivido a la batalla de Nordgarten. Postrado en cama, les preguntó a los sacerdotes de Sigmar que lo curaban si, con su perdón, podía atenderlo también un sacerdote de Ulric.

En la taberna de El Águila Voladora, después del servicio solemne celebrado en el parque de Morr, Morgenstern, Schell, Anspach, Gruber y Lowenhertz alzaron sus jarras y las hicieron chocar entre sí. Se sentían como siempre después de una gran batalla. La victoria y la derrota se mezclaban con un sabor agridulce. Hicieron todo lo posible por jaranear y celebrar la victoria, y olvidar lo que se había perdido. En las paredes de la capilla habría más dignos nombres. Más almas habían partido para correr con la Gran Manada.

—¡Por los caídos! ¡Que Ulric los bendiga a todos! -gritó Morgenstern, con la intención de hacer sonar la nota de la victoria en los corazones de todos.

—¡Y por la sangre nueva! -añadió Anspach con cierta sequedad.

Las jarras volvieron a chocar.

—¡Por la sangre nueva! -bramaron todos a coro.

—¿Qué sangre nueva? -preguntó Aric al entrar cojeando con el brazo vendado.

—¿No te has enterado? -preguntó Gruber como si se estuviera produciendo alguna enorme ironía-. Anspach ha propuesto un nuevo cachorro para el templo…

***

Ella lo besó en los labios y, luego, se volvió de espaldas a la cama.

—Lenya… te amo -dijo Drakken.

La frase le pareció estúpida, y se sentía estúpido, allí, todo envuelto en vendas y tablillas destinadas a mantener inmovilizada la clavícula partida.

—Ya sé que me amas. -Ella apartó los ojos-. Tengo que regresar al palacio. Breugal necesita a las camareras para sacar agua para el festín. Seré mujer muerta si me quedo.

—¿Aún le temes a Breugal? ¡Después de todo lo sucedido!

—No -respondió ella-, pero tengo que conservar el empleo.

Él se encogió de hombros y, entonces, hizo una mueca de dolor y deseó con toda su alma no haberlo hecho.

—¡Ay!… Lo sé, lo sé…, pero respóndeme: ¿tú me amas?

Drakken alzó los ojos desde la cama de la enfermería.

—Yo amo… a un templario del Lobo de la Compañía Blanca -declaró ella en tono terminante, y se marchó de la habitación.

***

La gran estatua de Ulric miraba con el entrecejo fruncido desde lo alto.

Ar-Ulric, el gran Ar-Ulric, acabó de entonar la oración mientras el aromático humo procedente de los incensarios del altar se arremolinaba en torno a él, y le tendió el martillo recién forjado a Ganz, que lo cogió con cuidado en atención a sus heridas.

—En el nombre de Ulric, te admito en el templo, te acojo en la Compañía Blanca -declaró Ganz con voz seria-, donde podrás hallar camaradería y gloria. Has demostrado tu valentía. Que puedas resistir con entusiasmo los largos años de entrenamiento, y hallar un propósito y sentido para tu vida en el servicio del templo.

—Lo recibo como una bendición, como recibo este martillo -fue la respuesta de quien se encontraba ante él.

—Que Ulric te guarde. Ahora eres un Lobo.

—Ya lo sé.

El iniciado bajó el martillo. La pesada piel y la armadura gris y dorada le resultaban extrañas y pesadas.

—Te habituarás a ella…, matabestias -le aseguró Ganz con una sonrisa

Y Kruza flexionó los brazos acorazados y se echó a reír.

***

En Altquartier, dentro de un mugriento callejón entre tabernas de mala muerte, unos niños del tugurio jugaban con una pelota hecha de trapo. Arrojaban la pelota contra las estrechas paredes deslucidas y grasientas, mientras cantaban:

Ba ba Barak, ven a ver tu brea
No pares, no esperes que te espera.
Ba ba Barak ven a cenar
y cómete el mundo y el cielo al final.

Y al acabar, se dejaron caer todos al suelo, fingiendo que morían. Al menos esa vez, fingiéndolo.

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