Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

—No, por supuesto que no. A algunos los presentan como candidatos cuando son niños, hijos de buenas familias o de estirpes militares. Tu Drakken, por ejemplo, ingresó a los dieciocho años, después de servir en la guardia de la ciudad; al igual que Bruckner, aunque era un poco más joven, me parece. Lowenhertz era hijo de un Caballero Pantera. Llegó a edad avanzada a la Compañía Blanca. Tardó un poco en encontrar su lugar. Anspach era un carterista, un muchacho de la calle sin parientes, cuando el propio Jurgen lo reclutó. Ahí hay una historia que Jurgen nunca contó y que Anspach se niega a relatar. Dorff, Schell y Schiffer eran todos soldados del ejército del Imperio y fueron enviados a nuestro templo con el consentimiento de sus camaradas. Otros hombres, como Gruber y Ganz, son hijos de Lobos que han seguido los pasos de sus padres.

—¿Tú eres hijo de un Lobo?

—A menudo pienso que sí. Me gusta pensarlo. Creo que por eso me dejaron en la escalera del templo.

Lenya guardó silencio durante un rato.

—¿Y el grande, Morgenstern?

—Hijo de un comerciante, al que su padre propuso para ingresar en el templo cuando vio lo fuerte que era. Ha estado con nosotros desde la adolescencia.

—¿Así que sois todos diferentes? ¿Todos con un origen distinto?

—Igualados todos por Ulric, en su santo servicio.

—¿Y Einholt? -preguntó ella, tras una pausa.

El guardó silencio durante un rato, como si luchara con sus pensamientos.

—Era hijo de un Lobo, y estuvo al servicio del templo desde la infancia. Era de la vieja guardia…, como Jurgen. Reclutaba y entrenaba; a Kaspen, por ejemplo. A mí, cuando llegó el momento. Hubo otros.

—¿Otros?

—Los caídos, los muertos. La hermandad tiene un precio, Lenya de Linz.

Ella sonrió y alzó un dedo para imponerle silencio.

—Calla ya, que hablas como si yo fuera una dama de alta cuna.

—A los ojos de Drakken, lo eres. Deberías alegrarte de eso.

—Temo por él -dijo ella, de repente-. Había algo en su rostro cuando se marchó… Como si hubiese cometido un error y quisiera enmendarlo.

—Krieg no necesita demostrar nada.

Ella se puso de pie y apartó los ojos de Aric para dirigirlos hacia el resplandor del fuego.

—Fue porque estaba conmigo, ¿verdad? Vino a verme; de hecho, me hizo un favor. Abandonó su puesto, ¿no es cierto? Por eso estás herido.

Aric bajó las piernas de la cama e hizo una pausa momentánea para luchar contra el dolor del brazo.

—¡No! -exclamó-. No…; él fue fiel. Fiel a la compañía una y otra vez. Con independencia de lo que él piense, de cualquier error que haya cometido, yo lo absuelvo. Me salvó.

—¿También salvará a la ciudad? -preguntó Lenya con los ojos fijos en las brasas del hogar.

—Confío en que sí.

—¿Qué estas haciendo? -preguntó ella al mismo tiempo que se volvía súbitamente a mirarlo, horrorizada-. ¡Vuelve a acostarte, Aric! Tu brazo…

—Me duele muchísimo, pero está entablillado. Busca mi armadura.

—¿Tu armadura?

Aric le dedicó una sonrisa mientras intentaba que el dolor no se le reflejara en el rostro.

—No puedo permitir que ellos se lleven toda la gloria, ¿no te parece?

—¡Entonces, yo te acompaño!

—No.

—¡Sí!

—Lenya…

Lo aferró por los hombros con tal rudeza que él hizo una mueca de dolor, y entonces ella retrocedió y le pidió disculpas.

—Necesito estar con Drakken. Necesito encontrarlo. Si tú vas, cosa que no deberías hacer con las heridas que tienes…, ¡si tú vas, digo, yo te acompaño!

—No creo que…

—¿Quieres la armadura? ¡Hagamos un trato!

Aric se puso de pie, se balanceó y recobró el equilibrio.

—Sí, quiero mi armadura. Ve a buscarla, y nos marcharemos.

***

Aguardaron durante un momento en el exterior, donde sus caballos formaban un amplio semicírculo ante las arqueadas puertas principales. Él momento fue lo bastante largo como para que la nieve comenzara a acumularse en sus hombros y cabezas. En torno a ellos resonaban los bramidos de la ciudad. En lo alto, un trueno de nevisca, como el estruendo que harían unas montañas al moverse, estremeció el aire.

—Había una puerta pequeña en la parte trasera -dijo Kruza, de repente-. Por allí entramos Resollador y yo…

—Ya ha pasado hace mucho el tiempo de escabullirse, amigo mío -lo interrumpió Ganz, que se volvió para mirarlo.

Granz cogió el martillo de la sujeción de la silla y lo hizo girar una vez para relajar el brazo.

—¡Martillos de Ulric! ¡Caballeros Pantera! ¿Estáis conmigo?

El emocionado «¡Sí!» quedó medio ahogado por el atronar de los cascos del caballo de Ganz cuando éste lo lanzó al galope y hundió las puertas con un potente golpe ascendente de su martillo. La madera se partió y cedió. Tras detener al caballo durante un momento, Ganz se agachó y cabalgó a través del arco delantero de la torre.

El caballo entró en un vestíbulo pavimentado lo bastante alto como para que pudiera erguirse otra vez sobre la silla. Las llamas de las lámparas que estaban en las sujeciones de las paredes oscilaron a causa de la repentina corriente de aire, y la nieve entró alrededor de él. La estancia estaba bañada en una luz amarillenta, y allí el olor a leche agria era inconfundible. Cuando Gruber y Schell entraron tras él, agachados sobre los corceles, Ganz había desmontado y recorría el entorno con la mirada.

—¡Kruza! -llamó.

El ladrón apareció en la puerta, a pie, frotándose el trasero y con la espada corta en la mano.

Ganz abarcó el entorno con un gesto. Una arcada conducía fuera del vestíbulo hacia la escalera de la torre. En la pared izquierda había otras dos puertas, una junto a la otra.

—La escalera. -Kruza la señaló con la punta de la espada-. Bajamos dos tramos.

Para entonces, Gruber había comprobado las otras puertas, que abrió de una patada. Daban a habitaciones vacías, frías y húmedas, cubiertas de polvo.

Ganz avanzó hacia la escalera de la torre, y entonces entraron a pie los demás Lobos y Caballeros Pantera.

—¿No hay comité de bienvenida? -preguntó Von Volk con sequedad; su espada brillaba a la luz de las lámparas.

—No creo que nos estén esperando -dijo Morgenstern.

—No creo que esperen a nadie -lo corrigió Lowenhertz.

—Vayamos a decirles que estamos aquí -decidió Ganz, pero una voz lo detuvo.

El sacerdote de Morr, encapuchado y severo, se encontraba de pie en el centro del vestíbulo, con las manos alzadas.

—Un momento más, Ganz de la Compañía Blanca. Si esta noche puedo hacer algo, cualquier cosa por pequeña que sea, quizá sea bendecir a los que marchan a la guerra.

Los guerreros se volvieron todos de cara a él, aunque apartaron la mirada de sus ojos. El sacerdote trazó un signo en el aire con una mano elegante, mientras la otra, a un lado, aferraba el símbolo de su dios.

—Vuestros propios dioses os guardarán, los dioses de la ciudad por la que habéis venido a luchar. Ulric estará en vuestros corazones para inspiraros valentía y fuerza. Sigmar arderá en vuestras mentes con la probidad de esta empresa.

Hizo una pausa momentánea y trazó otro signo.

—Mi propio señor es una oscura sombra en comparación con fuerzas tan pasmosas del mundo invisible. Él no golpea, él no castiga, ni siquiera juzga. Simplemente existe. Un hecho inevitable. Venimos a buscar gloria, pero cada uno de nosotros podría hallar la muerte. Entonces, será Morr quien os encuentre. Así pues, es sobre todo en su nombre que os bendigo. Ulric para el corazón, Sigmar para la mente… y Morr para el alma. El Dios de la Muerte está con vosotros esta noche, estará con vosotros mientras destruís a esa cosa que pervierte la muerte.

—¡Por Ulric! ¡Por Sigmar! ¡Y por Morr! -gruñó Ganz, y los demás recogieron el grito y lo repitieron con ferocidad.

Anspach vio cómo Kruza se mantenía apartado y sin decir nada, con los ojos ensombrecidos por el miedo.

—¡Y por Ranald, Señor de los Ladrones! -dijo el Lobo en voz alta-. Él no tiene ningún templo en Middenheim, ningún sumo sacerdote, pero es muy adorado y echará de menos esta ciudad si desaparece. Además, él también ha desempeñado un papel esta noche.

Kruza parpadeó cuando once templarios de Ulric, siete Caballeros Pantera y un sacerdote de Morr vitorearon el nombre del oscuro espíritu burlador de los ladrones en el aire viciado.

A continuación, Ganz y Von Volk condujeron al grupo escaleras abajo, con paso enérgico y decidido.

—Ranald fue mi señor durante largo tiempo, hermano -le susurró Anspach a Kruza cuando éste pasaba junto a él, y lo retuvo-. Sé que se regocija con cada pequeño tributo que se le rinde.

Las escaleras descendían. Con las armas a punto, el grupo bajaba por ellas. Lámparas de intrincado diseño que proyectaban un blanco resplandor alquímico colgaban de las paredes. Gruber se las señaló a Ganz.

—Son iguales que las de la bodega donde lo derrotamos la vez anterior.

—Es cierto -afirmó Von Volk-. Eran iguales.

El sótano, circular, abovedado y con el suelo cubierto de polvo, estaba iluminado por la misma luz blanca procedente de docenas de lámparas. Las paredes eran lisas y uniformes, y Kruza las recorrió con una mirada de confusión.

—Esto…, esto no está como la vez anterior. Había puertas, muchas puertas, y… ha cambiado. ¿Cómo puede haber cambiado? ¡Sólo han pasado… tres estaciones!

Kruza avanzó hasta las paredes mientras los guerreros se abrían en formación de abanico, y sus temblorosos dedos pasaron por la piedra lisa.

—¡Circundaban la pared! ¡No pueden haberlas tapiado…! ¡Quedaría alguna señal!

—Es uniforme y lisa -señaló Drakken, que examinaba el lado contrario-. ¿Estás seguro de que se trata del mismo lugar, ladrón?

Kruza se volvió con brusquedad, enojado, pero el firme mango del martillo de Anspach le impidió levantar la espada corta.

—Kruza sabe de lo que habla -respondió Anspach con calma.

—Sabemos que está obrando la magia -intervino el padre Dieter, detrás de ellos-. La magia ha hecho cosas aquí. Se la puede oler. Huele a leche cortada.

Lowenhertz asintió para sí. «O como especias sepulcrales, confites, ceniza, polvo de huesos y muerte, todo mezclado.» Igual que el olor que había percibido en la casa del Margrave, en Linz; en el desván de su abuelo, hacía tantos años… ¿Acaso los fantasmas contra los que habían luchado la pasada primavera en los bosques que dominaban Linz también habían formado parte de eso? El sacerdote había dicho que el mal era antiguo y grandioso, y que había estado trabajando durante algún tiempo. Y que buscaba poder, fuerza; eso también estaba claro por todo lo que había oído. El amuleto de la vieja nodriza, el que Ganz había destruido, ¿también había sido una pieza de aquel rompecabezas? ¿Un trofeo, un talismán poderoso que el atroz enemigo había intentado recuperar? ¿Acaso habían frustrado ya sus planes en una ocasión antes de ese año sin siquiera saberlo? La ironía lo hizo sonreír.

—Te hemos derrotado a cada paso, incluso cuando ni siquiera nos dábamos cuenta -murmuró-. Volveremos a vencerte.

—¿Qué has dicho? -preguntó Ganz.

—Pensaba en voz alta, comandante -se apresuró a responder Lowenhertz, y miró al sacerdote de Morr.

El padre había dicho algo referente a que había derrotado a un nigromante llamado Gilbertus, a principios de ese año; otra parte del conjunto. Lowenhertz sabía que disfrutaría hablando con el sacerdote cuando todo hubiese acabado, para reunir las piezas en un rompecabezas que tuviera sentido.

De pronto, Lowenhertz se dio cuenta de que estaba imaginando una época en la que todo había terminado y estaban todos vivos. «Es buena señal», decidió.

Kruza estaba ocupado revisando las paredes centímetro a centímetro con las puntas de los dedos. Del pelo le goteaban sudor y nieve fundida. Lo encontraría, desde luego. Habían creído en él, y entonces no les fallaría.

Simplemente, por increíble que fuese, la respuesta residía allí, justo delante de la puerta de la escalera. Kruza no sabía adonde habían ido las otras puertas y creía al sacerdote cuando hablaba de magia, pero allí estaba. La magia no tenía nada que ver.

Autore(a)s: