Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

Rodeé el cuenco con las manos y lo levanté. Era pesado, y el líquido chapoteaba entre los someros bordes. Al volverme, oí el chasquido, y en un instante vi morir al padre Zimmerman, cuya columna vertebral había quedado partida como si fuese una ramita seca. La muerta soltó el cuerpo, que cayó al suelo entre temblores.

Yo avancé con pasos medidos por el suelo cubierto de baldosas de mármol. El líquido se mecía dentro del gran cuenco y se derramaba un poco a cada paso. El cadáver-marioneta movía la cabeza de un lado a otro en busca de un nuevo objetivo, mientras yo me iba acercando. Los otros dos sacerdotes retrocedieron para alejarse de nosotros. Ya estaba a cuatro metros de distancia, a tres… Su cabeza giró hacia mí. y el rostro destrozado desnudó los dientes para dedicarme una sonrisa muerta.

Le lancé el gran cuenco, y el contenido salió volando hacia ella como un aguacero. No sólo era agua, sino también aceite bendecido para ungir a los deudos. La cubrió y empapó los restos de las prendas que una vez habían sido elegantes. El cuenco se estrelló contra el suelo con estrépito, y rodó hasta quedar boca abajo. Retrocedí de un salto, cogí una lámpara de noche del nicho en que estaba, en la columna más cercana, y se la lancé a la empapada abominación.

Fue como una flor al abrirse, o como el sol cuando sale entre las nubes. El templo quedó inundado por la luz de la mujer en llamas. Ardía. Algo en ella tuvo que percibir lo que estaba sucediendo porque comenzó a debatirse contra las llamas. Cayó, su cuerpo crujió, y percibí olor a asado.

Los otros dos sacerdotes -Ralf, según pude ver, y Pieter- estaban inmóviles a causa de la conmoción y observaban cómo ardían el cuerpo y el templo. Yo no tenía tiempo para eso; me encaminé hacia las puertas principales y salí al feroz frío de la noche. La mente trabajaba a toda velocidad mientras caminaba: mujeres de Norsca muertas, brazos desaparecidos, cadáveres animados. En los escalones encontré a Gilbertus, que subía.

—¿Adonde vas? -preguntó.

—A dar la alarma.

—Ya lo he hecho yo. ¿Qué era?

—Un cadáver animado. Alguien estaba controlándolo. El padre ha muerto.

—¡Ah! -No pareció sorprendido-. ¿Volverás dentro?

—No -respondí-. Para empezar, hay un incendio, y además, sé quién mató a esa muchacha.

—¡Ah! ¿Quién?

—Un nigromante -contesté-. Un nigromante agraviado.

***

Si uno quiere información sobre agravios, debe hablar con un enano. No me entusiasmaba la idea de tener que ir a ver a aquel enano en particular a tales horas de la noche; no, porque fuese a estar en la cama -sabía que no sería así-, sino debido al lugar en que se encontraba. La zona de Altquartier ya resultaba bastante desagradable durante el día, pero pasada la media noche era de lo peor: las fulanas más tiradas, los delincuentes más insignificantes y la gente más desesperada. Y en el corazón de aquella zona estaba La Casa Bretoniana.

Iluminado por la dura luz de la luna, el lugar parecía tan cochambroso como yo lo recordaba: una pequeña y vieja taberna, con el frente pintado de negro, cristales rajados en las ventanas y olor rancio a col hervida que se filtraba desde el comedor barato de la planta superior. Parecía cerrado, pero sabía que no podía estarlo; los lugares como ése nunca están cerrados si el patrón o dueño te debe un favor. En tiempos anteriores, había pasado allí buenas veladas, había obtenido datos útiles y me había peleado dos veces. Esperaba que eso último no se repitiera esa noche.

Llamé a la puerta que, pasados unos segundos, se abrió con un crujido.

—¿Quién es?

—Estoy buscando a Alfric Medianariz.

—¿Quién lo busca?

—Dile… -hice una pausa-. Dile que lo busca el hombre que fue Dieter Brossmann.

La puerta se cerró. Podía imaginar la conversación que tenía lugar al otro lado. Transcurrido un largo minuto, la hoja volvió a abrirse para dejar a la vista a un hombre bajo y achaparrado, con un corte de pelo en forma de cuenco.

—Entra -dijo.

Lo hice. Hay un truco con los ropajes y vestidos largos que todas las damas bien nacidas conocen y todos los sacerdotes deberían aprender: camina con pasos leves y cortos, y si lo haces bien parecerá que te deslizas por el suelo, no que caminas. En el caso de los hábitos negros de un adorador de Morr, el efecto puede resultar muy inquietante.

El silencio cayó sobre el lugar cuando entré, y la quietud lo cubrió todo como un manto de fría escarcha mientras atravesaba la pequeña sala. Había tal vez unas diez personas, desde matones baratos que bebían cerveza barata hasta los de menos mala fama con su copa de vino o de absenta.

Un hombre tocado con un plano sombrero bretoniano que se encontraba sentado en la barra inclinó la cabeza y alzó su vaso hacia mí. Tenía el rostro arrugado por la edad y la vida dura como si fuera un cuadro antiguo, y sus ojos parecían huevos escalfados inyectados en sangre. Lo reconocí de los viejos tiempos, pero no logré recordar su nombre. Probablemente, tenía varios.

Se oyó un sonido que procedía de uno de los reservados del otro extremo de la sala. Nadie miró hacia allí, por lo que supe que se trataba de quien yo estaba buscando, y me deslicé hacia él. El ancho cuerpo de Alfric estaba encajado allí dentro. Lo acompañaban uno de sus secuaces y un humano gordo, ataviado con ropas opulentas. Éste estaba sentado al otro lado de la mesa, que en el de los enanos se veía cubierta de jarras vacías y monedas de oro. Alfric alzó la mirada. En su barba había más gris de lo que yo recordaba, y las cicatrices que rodeaban su nariz destrozada estaban de color rojo fuego, signo seguro de que había estado bebiendo en abundancia, aunque habría sido imprudente por mi parte suponer que estaba borracho o con la guardia baja.

—Buenas noches, hermano -dijo-. Siéntate. ¿En qué puedo serle de utilidad al templo de Morr esta noche?

Yo no me senté.

—Alfric Medianariz, el nombre de cuya familia es Rompeyunques -dije, en cambio-, he venido para restablecer el equilibrio de honor entre nuestras familias.

—¿Ah, sí?

Alfric no parecía interesado. Advertí, sin embargo, que el humano gordo estaba sudando. No se trataba de un comerciante, al menos no de uno bueno: estaba claro que no tenía el temple necesario para negociar en asuntos delicados. Ociosamente me pregunté quién sería y qué le habría causado tanta desesperación para ir a ver a Alfric después de la segunda campanada de la noche. Parecía preocupado, pero era su problema. Yo tenía los míos que atender.

—Hace cinco años -comencé-. Yo… ¡Oh, qué diantres! Me ahorraré las formalidades. Me debes un favor por la vez en que quemé el cuerpo de aquel tendero al que le disparó tu nieto. Vengo a que me lo pagues.

—Así es, y estás en tu derecho. -Alfric bebió un sorbo de la jarra-. Siempre has sido impaciente. Siempre has querido que las cosas se hagan a tu manera. ¿El nombre y el gusto en el vestir son las únicas cosas que has cambiado desde que desapareció tu familia? -No dije nada-. Entonces, ¿aún no los has encontrado? Bueno, si necesitas ayuda, ya sabes adonde debes venir.

Sabía que intentaba pincharme para demostrarme lo disgustado que estaba por interrumpir sus negociaciones, así que no le contesté.

—El templo fue atacado esta noche -dije-. Alguien animó un cadáver contra nosotros. Al parecer, lo enviaron a matar gente, no a causar desperfectos, pero produjo muchos, de todas formas. Y el padre Zimmerman ha muerto.

Aunque era la segunda vez que decía eso, resultó la primera que lo entendía. De repente, me sentí muy cansado. Junto al comerciante había un sitio vacío, así que me senté.

Alfric me observó con sus oscuros ojos destellando como piedras mojadas a la débil luz de las lámparas.

—Parece el trabajo de un nigromante.

—Eso pensé yo. -Hice una pausa-. ¿Hay alguno de…, de ese oficio en la ciudad?

—Ninguno que yo sepa, y eso probablemente significa que no los hay.

Calló para beber otro sorbo. Yo confiaba en él, ya que los ojos y oídos de Alfric estaban por todo Middenheim. Los enanos habían construido la ciudad, y sus túneles aún la recorrían como los túneles de la carcoma en un mueble podrido. Alfric y sus informadores los conocían bien; escuchando desde las entradas secretas y espiando a través de agujeros, estaban al corriente de todas las idas y venidas de la ciudad. Alfric Medianariz era el mejor informador y el más grande de los chantajistas de la ciudad.

—Así pues, ¿quién podría haberlo hecho? ¿Conoces a alguien que tenga resentimientos contra el templo? -pregunté.

Alfric hizo girar la cerveza por dentro de la boca y tragó.

—Calla. Estoy pensando en nigromantes.

Bebió otro gran sorbo y lo saboreó con detenimiento.

«Nigromancia», pensé. Si se trataba de un nigromante, carecía de sentido preguntar por sus resentimientos. Los nigromantes odiaban a los sacerdotes de Morr tanto como nosotros los odiábamos a ellos. Los dos bandos tratábamos con la muerte, pero mientras nosotros la veíamos como un pasaje, una etapa dentro de un proceso, ellos la consideraban una herramienta. Nosotros estábamos interesados en liberar a las almas; ellos deseaban esclavizarlas con su magia oscura e impía. Por supuesto que estaban resentidos con nosotros. Por supuesto que cualquier nigromante ambicioso querría destruir el poder del templo de Morr. Y si eso significaba matar a sus sacerdotes… Bueno, al igual que en nuestro caso, los cadáveres eran la mercancía de su oficio. No obstante, había algo en la forma en que se había movido el cuerpo de la muchacha, en el modo como había buscado al padre Zimmerman… Me rondaba una idea vaga, pero, cuando intenté asirla, no pude. La voz de Alfric interrumpió mis pensamientos.

—Era uno de vuestros cadáveres, ¿no es así? Uno de los que estaban en el templo.

—Sí -respondí-. Y había algo que…

—Sabré cómo sucedió eso, hermano -e hizo hincapié en esa última palabra-. Ese sacerdote nuevo que tenéis, el de Talabheim…

—Gilbertus.

—Gilbertus. Es un tipo descuidado; no hace las bendiciones del modo adecuado. Las hace con demasiada precipitación, como tú. Algún día deberías observarlo cuando está en el barranco de los Suspiros. Hace bien los gestos, eso sí, al menos lo bastante bien como para convencer a los deudos. Pero créeme si te digo que esos cuerpos son precipitados por el barranco sin estar bendecidos. Es descuidado, y también peligroso si hay un nigromante por aquí cerca: cuerpos sin bendecir, preparados para que se los pueda animar. Si hay un nigromante en la ciudad, y no estoy diciendo que lo haya, te lo advierto, deberíais tener cuidado. Los nigromantes son peligrosos. Mi abuelo se peleó con uno de ellos. Son rápidos. «Si empiezan a entonar un hechizo dirigido a ti, cuenta hasta cinco -me dijo-, y no llegarás a seis porque ya estarás muerto.»

En mi mente comenzaba a formarse algo, una idea relacionada con los nigromantes y el templo, que intentaba abrirse camino a través del agotamiento de la jornada. Me levanté. Mis pensamientos necesitarían algo de tiempo para aclararse y llegaría la mañana antes de que supiera si había oído la respuesta que necesitaba, aunque la larga caminata hasta el templo, en medio del aire frío, me ayudaría.

—Gracias, Alfric. La deuda está saldada. Te dejo con tus asuntos.

Por un momento, pareció sorprendido, pero hacía falta más que eso para alterar de verdad su rostro lleno de cicatrices.

—Me alegro de haberte visto, Dieter -replicó, y se volvió otra vez hacia su sudoroso cliente sin añadir nada más.

Avancé hasta la puerta y salí a la fría noche. Había comenzado a nevar, y me envolví apretadamente con el hábito. No fue hasta que giré la esquina de La Casa Bretoniana cuando me di cuenta de que me había llamado Dieter y de que yo había olvidado preguntarle acerca de la muchacha muerta. Por mi mente pasó una fugaz imagen de su rostro ardiendo con la sonrisa inexpresiva. De algún modo, su identidad no parecía importante en ese momento.

***

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