Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

Resollador abrió la puerta y Kruza realizó una profunda inspiración antes de inclinar la cabeza y los hombros para seguir al muchacho hacia el interior. Se encontraron en un pequeño descansillo cuadrado, situado a la altura de la calle. desde donde se ascendía y descendía por una escalera de espiral. Al mirar hacia lo alto por el pozo de la escalera, podían ver haces de luz que entraban por las ventanas que daban al oeste. Al mirar hacia abajo, no pudieron ver nada.

—Abajo -siseó Kruza tras volverle la espalda al tramo de escalones que ascendía.

A diferencia de Resollador, él sólo era invisible en la oscuridad. El muchacho trotó alegremente escalera abajo, con la cabeza vuelta hacia su camarada, que descendía cada escalón con lentitud y cuidado para hacer el menor ruido posible. Por primera vez, se dio cuenta de que Resollador era tan silencioso como invisible. Los cuidadosos pasos de Kruza hacían un suave sonido de golpeteo, mientras que los del muchacho eran como un suspiro.

—Mira hacia abajo -siseó Kruza, ansioso por el peligro de que Resollador pudiese tropezar con algo y provocara la muerte de ambos antes de que tuviesen siquiera tiempo de ver al enemigo.

Continuaron bajando la escalera. Descendieron primero un tramo y, luego, sólo para asegurarse, otro. Resollador miraba hacia dónde iban, y el lento y nervioso Kruza miraba hacia el lugar del que procedían.

En el segundo nivel bajo el suelo, Resollador llegó a un descansillo más amplio y arqueado, que sólo conducía a dos o tres someros escalones curvos más; después, hasta donde podía ver, no había nada más. Se hallaba al pie de la escalera. Treinta segundos más tarde, Kruza se reunió con él, y dado que no dejaba de mirar hacia atrás, estuvo a punto de chocar con el muchacho y hacerlo caer los últimos escalones.

Continuaba sin haber luz. Kruza no percibió un leve olor a leche agria, pero Resollador lo encontró extraño en un lugar que se hallaba a dos pisos bajo tierra. El aire estaba muy quieto, ligeramente gélido, y aunque los escalones de bajada se veían húmedos, el piso de la bodega parecía muy seco e, incluso, polvoriento.

Resollador sujetó a Kruza, cuyos ojos, muy abiertos, brillaban blancos y nítidos en la oscuridad. Una vez recobrado el equilibrio, metió una mano en el bolsillo, sacó la vela de cera de abeja y la encendió; el aire se colmó de un penetrante aroma a especias. La vela originó un círculo de luz en torno al muchacho y a Kruza, y proyectó sombras en la estancia subterránea.

La bodega era una especie de antecámara circular, y Resollador la recorrió de un arco abovedado al siguiente. Se detuvo ante cada uno para examinar el lateral de las columnas que formaban las entradas, hasta completar el círculo sin atravesar el centro. Kruza había permanecido decididamente donde estaba y, cada pocos segundos, miraba hacia lo alto de la escalera como si tuviese un tic nervioso.

—No es más que un vestíbulo de entrada -declaró Resollador-, pero detrás de esos arcos hay más habitaciones.

Se desabrochó los dos botones superiores del justillo y sacó una bolsita que llevaba al cuello colgada de un cordón; del interior, extrajo algo que Kruza no pudo ver.

—¿Qué estás haciendo? -preguntó el carterista antes de lanzar otra ansiosa mirada escaleras arriba.

—No te preocupes -respondió Resollador, que lentamente comenzó otra vez el recorrido por el círculo de arcadas-. Alguien ha garrapateado glifos por todas las entradas, pero un poco de magia rural los anulará pronto.

—¡Glifos! -exclamó Kruza en voz tan alta como se atrevió, apenas más potente que un ronco susurro-. ¡Magia! ¡Oye, todo esto está empezando a asustarme! ¡Cuerpos! Joyas que ni siquiera un asqueroso tratante de objetos robados quiere comprar…! ¡Y ahora glifos!

Lo que había parecido una excelente idea estaba convirtiéndose en algo peligroso.

—¿Qué estás haciendo? ¿Qué quieres decir con «magia rural»? -siseó cuando Resollador empezó a frotar el pilar de una entrada con un manojo de viejas hojas y ramitas secas al mismo tiempo que alzaba la vela hasta cada glifo por turno y murmuraba lo que aparentemente eran poesías antiguas.

—Ya sabes de qué tipo de cosas hablo: hierbas, telarañas, excrementos de conejo… materiales adecuados para la sencilla magia rural, tan buena como vuestros elegantes elementos de ciudad. Y estos glifos son muy básicos -respondió Resollador mientras avanzaba hasta el soporte del siguiente arco.

«¿No tienen fin las rarezas de este muchacho -se preguntó Kruza-, o es verdad que lo criaron dos brujas?» Allí abajo, los detalles a medias recordados de aquella disparatada historia parecían mucho más verosímiles.

Comenzó a hacerse más claro a medida que Resollador entraba en cada una de las salas laterales el tiempo justo para encender una lámpara y continuar hacia la siguiente.

De algún modo, a Kruza le parecía que entonces no hacía tanto frío y que el lugar no resultaba tan amenazador; así que cuando Resollador llegó a la cuarta arcada, Kruza atravesó el suelo para observar cómo el otro hacía su magia rural, pateando el polvo al caminar.

Resollador lo oyó, se volvió y en ese momento vio lo que Kruza no había visto.

El carterista, alto y atlético, normalmente caminaba con pasos largos, pero en esa ocasión avanzaba con lentitud y cautela. En cualquier otro momento, Kruza habría pasado por encima de aquella cosa que estaba en el suelo, sin pisarla, pero entonces arrastró los pies sobre ella.

—¡Nooo…! -comenzó a gritar Resollador, pero ya era demasiado tarde.

Kruza levantó la mirada y se quedó justo encima de la confusión de polvo arenoso que le rodeaba los pies. Vio que la boca de Resollador estaba abierta de par en par en un grito y percibió la tensión del cuerpo del muchacho.

«Que Ulric me condene», pensó para sí sin decir palabra.

La vela de Resollador se apagó, y el suave resplandor que proyectaban las lámparas se transformó en una dura luz blanca. Más luz blanca colmó las habitaciones que rodeaban la antecámara, y por un instante Kruza creyó que veía girar y danzar los glifos de las arcadas. No podía moverse ni hablar, y el rostro de Resollador, petrificado en aquel grito de advertencia inacabado, tenía una expresión extraña, aterrorizada. Pareció que el momento se prolongaba una eternidad.

«Que no termine», pensó Kruza, aunque sabía que finalizaría.

—¡…Ooo! -acabó el grito de Resollador.

Entonces, ocho figuras altas, cubiertas por capas grises, salieron de las ocho arcadas. El hombre de la cuarta arcada contando desde la izquierda se encontraba justo detrás de Resollador y estaba levantando los brazos. Kruza podía ver unos antebrazos consumidos, pálidos como el hueso, y nudosas manos provistas de garras que emergían del interior de la capa; en cambio, no distinguía nada del rostro que se encontraba dentro de la capucha. Resollador se apartó limpiamente a un lado y se apoyó contra una de las altas columnas que separaban las arcadas, pero el hombre continuó avanzando directamente hacia Kruza.

El carterista quería echar a correr; quería correr con toda su alma, pero no podía.

Miró a Resollador y le pareció que el muchacho se encogía de hombros.

Se contempló los pies, y por primera vez Kruza vio qué era lo que había pisado: los restos de un elaborado dibujo de arena, entrecruzado por líneas de ceniza negra y remolinos de una arena cristalina de color cobalto y púrpura, que no reconoció. Sólo se dio cuenta de que aquello era una trampa, y de que él se encontraba atrapado en ella.

«¿Por qué tardan tanto?», se preguntó Kruza al mismo tiempo que volvía a mirar a Resollador.

Por el aire que mediaba entre ellos, volaba algo.

Kruza atrapó la bolsita que le había arrojado Resollador y la abrió a toda prisa. Al ver lo que contenía, la dejó caer en la arena con asco. Del interior, asomaron una vela de cera de abeja que no había sido encendida y un manojo de hojas y tallos secos.

Kruza posó la mano derecha sobre la empuñadura de la espada corta que sobresalía de su cinturón, bajo la parte trasera de la chaqueta. La cogió y la desenvainó, para luego alzarla por encima de su cabeza. La mano izquierda se unió a la derecha, separó los pies hasta que quedaron a la distancia de los hombros, flexionó ligeramente las rodillas y se quedó allí, firme, ante el hombre de la capa que continuaba caminando hacia él.

«Tengo todo el tiempo del mundo», pensó mientras doblaba los brazos, alzaba la espada corta y la inclinaba a la altura del hombro. «Ataca», le dijo su mente. Esperó sólo un momento más.

Kruza descargó un golpe de espada en el preciso momento en que la figura embozada tendía las manos hacia él como si quisiera estrangularlo. El sonido que hizo la espada al hender un lado del cuello de la figura fue el de un cuchillo embotado que atravesara una hoja de papel. No obstante, salió sangre en cortos y espesos borbotones por la herida abierta; era de color rojo brillante a la luz blanca, y casi púrpura sobre la capa gris.

Atónito, Kruza alzó la espada para golpear de nuevo. Al corregir la postura, se dio cuenta de que había dado un paso fuera de la trampa de arena. Estaba libre de ella. La figura continuaba de pie, sangrando y con los brazos aún extendidos hacia adelante, al parecer sin percatarse del profundo y ancho tajo que le había separado a medias la cabeza del cuerpo y le había penetrado en el torso. Luego, cayó lentamente de rodillas, y sus manos descendieron hacia la arena.

—¡Kkkrrruuuzzzaaa! -gritó Resollador.

El ladrón alzó los ojos hacia el muchacho, que señalaba al único pie que aún permanecía dentro del cuadro de arena. Kruza se apartó a un lado cuando las manos provistas de garras de la figura sangrante cayeron sobre la arena y ésta comenzó a girar, cambiando continuamente de color; cuando se detuvo, mostraba el diseño original. El cuerpo de la figura embozada había desaparecido, al igual que la bolsita y el contenido que había quedado esparcido.

Las siete figuras restantes comenzaron a apartarse de las arcadas en una especie de formación teatral. Ninguna miró a Resollador; todas tenían la vista fija en Kruza.

El carterista volvió a avanzar. Miró una vez a Resollador, que continuaba apretado contra la columna, y otra a su espada corta. La sangre había desaparecido de la hoja, pero el arma destelló para Kruza como una promesa. El ladrón no sabía si el tiempo realmente se había ralentizado, o si se debía a la extraña vitalidad de su cuerpo; cualquiera que fuese el caso, de momento, parecía obrar en su favor.

Con los dos siguientes tajos, uno alto y descendente, y el otro bajo y horizontal, derribó a otras dos figuras de capa gris. Volvió a oír el sonido de papel, pero esa vez la sangre no desapareció de la espada. Un sendero comunicaba las figuras salidas de la derecha y las de la izquierda. Resollador se encontraba justo enfrente de él, flanqueado por dos arcadas vacías. Kruza echó una mirada atrás, pero el círculo de figura aún era demasiado completo. No podrían salir por donde habían entrado. Esgrimiendo la espada, echó a correr, cogió a Resollador por un brazo al pasar y lo lanzó al interior de una de las cámaras.

Bañados al instante por la brillante luz blanca, ambos quedaron confundidos. Luego, Resollador vio otra arcada y corrieron a través de una serie de cámaras subterráneas que debían cubrir una gran área de esa zona de la ciudad.

—¡Tenemos que salir de aquí! -Kruza logró hablar con confianza y en un tono alto por primera vez desde que habían entrado en la bodega-. Tenemos que volver a la escalera.

Pero Resollador ya corría por un largo y ancho pasillo con alto techo abovedado. Por las medidas, podría haberse tratado de una habitación; sin embargo, cada pocos metros, una amplia arcada, o a veces, una puerta conducían a otros sitios que empequeñecían con su tamaño el corredor que las comunicaba.

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