Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

—Soy el maestro Shorack. Mi título completo es más largo y tedioso, así que podéis darme ese nombre. Estos dos son Guido y Lorcha. No tienen títulos más largos ni tediosos que ésos. No obstante, son asesinos expertos y aterradores, así que sepamos quiénes sois sin más demora.

Von Volk y Gruber estaban a punto de avanzar con aire agresivo, pero Lowenhertz los detuvo a ambos y pasó entre ellos para encararse con el hombre de la capa. Al instante, los dos tileanos alzaron las puntas de sus largas espadas brillantes para apuntarle a la garganta.

—Maestro Shorack, bien hallado -dijo Lowenhertz con calma, como si las espadas no existiesen.

—¿Eres tú, Lowenhertz de los Lobos? -preguntó el hombre de la capa, entrecerrando los ojos para ver mejor. Hizo una señal sutil y los tileanos retiraron sus espadas con gesto elegante, para luego retroceder y situarse tras él. El nombre avanzó-. Vaya, vaya, Lowenhertz. ¿Quiénes son los que te acompañan?

—Un grupo mixto de Lobos y Caballeros Pantera, maestro. Buscamos lo mismo que vosotros, si no me engaña mi juicio.

—¿De verdad? Estoy muy impresionado. Toda la gente de la ciudad anda corriendo de un lado a otro para encontrar sus tesoros perdidos, y vosotros…, Lobos y Caballeros Pantera…, estáis tan cerca de lograrlo como yo.

—En el nombre de Ulric, ¿quién es éste? -le espetó Gruber con tono de indignación.

—El maestro Shorack, el maestro mago Shorack, del Cónclave de Magos -respondió Aric desde detrás. No conocía personalmente al maestro, pero sí había oído su nombre.

—En persona -respondió Shorack con una sonrisa-. Complaced mi curiosidad, Caballeros del Lobo Blanco… ¿Qué os trajo hasta aquí?

—Una corazonada -dijo Aric.

—La determinación… -declaró Von Volk.

—Lowenhertz -intervino Gruber al mismo tiempo que avanzaba-, o más bien yo, a partir de las tortuosas pistas que nos dio otro de tu clase, Ebn Al-Azir.

—¡Ese charlatán! -se mofó Shorack con voz sonora-. ¡Mi querido señor, él es un alquimista, alguien que juega con los elementos del mundo, un niño en el reino de la creación! Yo, señor, soy un mago. ¡Un maestro en mi arte! ¡No existe comparación!

—De hecho, resulta que me cae bien el viejo Al-Azir -dijo Gruber con tono reflexivo, a la vez que se daba cuenta de que estaba expresando sus pensamientos en voz alta.

Se detuvo por un momento, pero luego continuó hablando de todos modos al mismo tiempo que miraba a los oscuros ojos de Shorack.

—Y esto es raro en mí. Por lo general, no tengo tratos con ese tipo de gente. Según mi experiencia, hay hombres que caminan valientemente a la luz de la bondad, y hay criaturas que pueblan la oscuridad y juegan con magia. No hay… comparación.

Shorack se aclaró la garganta y le dirigió a Gruber una atenta mirada.

—¿Era eso alguna clase de amenaza, viejo guerrero? ¿Un insulto?

—Sólo una constatación de hechos.

—Suponiendo que tú estés aquí por la misma razón que nosotros -dijo Aric con voz suave desde detrás de Gruber-, tal vez deberíamos saltarnos del todo los insultos y trabajar juntos.

—A menos que el maestro Shorack, aquí presente, se halle detrás de la injusticia que intentamos rectificar -añadió Von Volk con frialdad.

Gruber gruñó para mostrar su acuerdo. El había sido el primero en atribuir los robos a la magia, y nada que hubiese visto hasta el momento lo había disuadido de esa idea. Y entonces se cruzaba en su camino un mago de verdad, maldito fuese su pellejo…

—¡Señor! ¡Si yo fuese vuestro enemigo, no estaríais vivo para desplegar este encantador discurso de taberna! -Los dientes de Shorack brillaron-. De hecho, ¿no fui yo el primero en daros el grito de advertencia?

—¿De advertencia? -preguntó Lowenhertz, claramente incómodo ante aquel enfrentamiento.

—Tomadlo como gesto de buena fe. El pasillo por el que estabais a punto de aventuraros está protegido.

Lobos y Caballeros Pantera se volvieron para mirar hacia el corredor de brillante cuarzo toscamente tallado.

—La magia aguarda aquí a los incautos y los desprevenidos. Se trata de magia protectora, algo sencillo y muy por debajo de mis poderes; pero os habría atrapado a vosotros, con total seguridad, si hubieseis avanzado.

—¿Y qué nos habría hecho? -le preguntó Von Volk al mago, que sonrió.

—¿Has estado borracho alguna vez, soldado? -preguntó.

Von Volk se encogió de hombros.

—En algunas ocasiones. En días de fiesta. ¿Y qué hay con eso?

Shorack rió suavemente.

—Piensa en cómo debe ser estar borracho… si eres una jarra de cerveza.

Dio media vuelta y avanzó por el suelo irregular al mismo tiempo que alzaba las manos muy separadas entre sí y murmuraba unas pocas palabras con un tono de voz agudo, que a Aric le recordó unas uñas arañando vidrio. El sonido le hizo contener la respiración por un instante. También percibió un olor, un olor lejano a descomposición, como si se hubiese roto una tubería cerca de allí.

—Ahora ya no hay peligro -declaró Shorack a la vez que se volvía-. La protección ha sido anulada. Todos podemos continuar sin problemas.

—Siento reverencia por vuestro trabajo, maestro Shorack -dijo Gruber, aparentemente con gran humildad-. Hablas en media lengua, sueltas unas ventosidades y nos dices que tu invisible magia nos ha salvado de una trampa de hechicería que no podemos ver.

Shorack avanzó hacia Gruber hasta quedar cara a cara con él. El mago estaba sonriendo otra vez.

—Tu mofa me deleita. Resulta tan refrescante que me falten al respeto… ¿Cómo te llamas?

—Gruber, de los Lobos.

Shorack se inclinó hasta que su nariz casi tocó la del viejo templario. La sonrisa desapareció de su rostro para ser reemplazada por una expresión tan fría, dura y amenazadora como una daga desnuda. Gruber ni siquiera parpadeó.

—Da las gracias, Gruber de los Lobos, porque no ves. Agradece que el mundo mágico sea invisible para tus estúpidos ojos, porque si no te los arrancarías con las uñas y morirías chillando de terror.

—Recordaré mencionarte en mis plegarias a Ulric -replicó Gruber con voz átona.

—¡Basta! -gritó Aric, que había perdido la paciencia-. ¡Si vamos a continuar juntos, continuemos! ¿Por qué no nos cuentas por qué estás aquí, maestro Shorack?

—Ya lo sabéis -respondió Shorack mientras se volvía cortésmente para mirar a Aric.

—Sabemos que el Cónclave de Magos tiene que haber perdido algo precioso, como nos sucede a nosotros; un tesoro, como has dicho tú. ¿De qué se trata?

—No puede ser nombrado. Es un amuleto invaluable. Si describiera sus propiedades y propósito, te arrebataría la cordura.

Todos se volvieron a mirar a Einholt cuando éste rió entre dientes.

—¡Esto es invisible, lo otro es innombrable! Gruber tiene razón… ¿No es extraño que sólo tengamos la palabra de este hombre, que no deja de evitarles la verdad a nuestros sensibles oídos? ¡Deberías trabajar en los teatros, maestro Shorack! ¡Eres un buen actor melodramático!

Shorack lo miró, y Aric vio que una nube pasaba por el rostro del mago. Parecía reconocimiento… y lástima.

—Einholt -dijo Shorack al fin, con voz inexpresiva.

—¿Me conoces, señor? -preguntó Einholt.

—Tu nombre acaba de venirme a la cabeza. El mundo invisible del que te burlas me ha hablado. Einholt, eres un hombre valiente. Mantente apartado de las sombras.

—¿Que me mantenga… qué?

Shorack había desviado los ojos, como si la vista del semblante de Einholt le resultase incómoda. «No -pensó Aric-, incómoda no; insoportable. Como si… lo aterrorizara.»

—¿Continuamos, Lobos y Caballeros Pantera? -preguntó el mago con tono alegre, demasiado alegre, en opinión de Aric.

Shorack condujo al grupo por el pasillo de cuarzo, con sus guardaespaldas detrás.

—¿Qué quiso decir? -le susurró Einholt a Lowenhertz-. ¿De qué iba todo eso?

—No lo sé, hermano Lobo -respondió Lowenhertz con un encogimiento de hombros-. Pero sí sé una cosa: haz lo que él dice. Mantente apartado de las sombras.

***

Más escalones; una escalera iluminada con lámparas descendía desde el fondo del pasillo de cuarzo. Hasta donde Gruber podía calcular, la amplia y empinada escalera los llevaría a otros cien metros de profundidad, adentrándose en la roca. Shorack los hizo detenerse otras tres veces para hacer más pantomimas y salvarlos de trampas invisibles.

«¡Ya basta de teatro!», se oyó pensar Gruber, pero no podía negar el tremendo helor de las palabras incomprensibles que Shorack empleaba para hacer esas pantomimas. Gruber vio que Aric observaba con atención, preocupado. También reparó en la negra preocupación del rostro de Einholt.

Gruber se adelantó por la escalera hasta colocarse al lado de Shorack.

—Eres un hombre de erudición esotérica, maestro Shorack. ¿Tienes alguna explicación para los problemas en que nos hallamos? ¿Por qué se cometieron los robos? ¿Por qué desapareció algo de cada una de las grandes instituciones de la ciudad?

—¿Sabes cómo hacerle un hechizo a una persona, Gruber? ¿Un hechizo de amor, un nudo de la suerte, una maldición? -preguntó Shorack.

—No. Soy un soldado, como ya sabes.

—Cualquier hechizo, desde el más sencillo al más abstracto, requiere un símbolo, algo que pertenezca al individuo que quieres hechizar. Para hacer una pócima de amor, un mechón de cabello; para la suerte, unas monedas de su bolsa o su anillo favorito; para una maldición…, bueno, una gota de sangre es lo más eficaz. El símbolo se convierte en la base para el hechizo, el corazón del ritual de hechicería.

La escalera giró a la izquierda y volvió a descender en empinada pendiente. El aire se hacía más frío, más húmedo, y entonces tenía como un sabor a humo.

—Imagina que quieres hacerle un hechizo a algo más grande que un hombre, a una ciudad, digamos. Un mechón de cabello no te serviría. Necesitas un tipo de símbolos diferente.

Shorack miró a Gruber con una ceja alzada para saber si le entendía.

—¿Los objetos que hemos perdido son los símbolos?

—En efecto. Bueno, no puedo estar seguro del todo. Podríamos estar sobre la pista de un coleccionista de trofeos demente, pero lo dudo. Creo que alguien está planeando hacerle un conjuro a toda la ciudad de Middenheim.

Gruber contuvo el aliento. Para ser sincero, ya había comenzado a imaginar algo parecido antes de conversar con el remilgado mago. Desde los campos de batalla de su profesión, había visto cómo los impíos enemigos atesoraban objetos distintivos de sus oponentes debido a su potencia mística. Eran capaces de llegar muy lejos para apoderarse de estandartes, armas, cabelleras y cráneos. Gruber no dijo nada más y continuó a la cabeza del grupo.

La escalera acabó por llevarlos, al fin, hasta el interior de una enorme cámara. «Es una bodega», pensó Aric. Pavimentada con baldosas de color violeta, era tan grande como el campo de entrenamiento de las barracas de Tos Lobos, aunque interrumpida en secciones por hileras de columnas que se elevaban a sardinel. Aric imaginó que, en otros tiempos, aquel lugar había sido una despensa descomunal, un almacén de vinos y provisiones, abarrotado de botellas de cerveza de enanos, estantes de hortalizas en escabeche, quesos envueltos en muselina y frutas en conserva, y de la cual colgaba carne en salazón. Entonces estaba vacía, tenía paredes y columnas embreadas, y en ella sólo había las ristras de lámparas. Del extremo más lejano, que quedaba a unos sesenta metros de distancia, manaba luz de una fuente más potente, sobre cuyo resplandor dibujaban un entramado las sombras de las columnas en contraluz. Se oía un sonido grave de absorción rasposa, como si las piedras que los rodeaban estuviesen realizando largas y lentas inspiraciones. Olía a leche agria.

Les llegó otro sonido: una salmodia, un murmullo de voces sacerdotales que entonaban algo a gran distancia. El sonido procedía de la misma dirección que el resplandor lejano, y el batir de un tambor bajo marcaba su ritmo. Los miembros del grupo se dispersaron, agachados y en silencio, manteniéndose pegados a las columnas para cubrirse. Gruber se apartó hacia la izquierda, con Einholt, Machan y Von Volk. Aric se alejó hacia la derecha, con Hadrick y el tileano Guido. Por el centro, avanzó Lowenhertz con Shorack y el otro mercenario, Lorcha. Iban de columna en columna; corrían entre las sombras con las armas desnudas, hacia el resplandor.

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