Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

—¡Exacto! -asintió Gruber-. Pero aquélla fue una idea de Morgenstern, no de Jurgen. ¿No es así?

—Tienes razón -dijo Ganz, y su rostro se animó-. Y lo mismo sucedió con el asedio de Aldobard… Entonces, fue Von Glick quien sugirió el ataque por dos frentes.

—Sí -convino Gruber-. Jurgen era un comandante excelente, sin duda. Reconocía una buena idea cuando se la proponían. Sabía escuchar a sus hombres. La compañía hace la fuerza, Ganz. Nos mantenemos unidos o caemos derrotados. Y si uno tiene una buena idea, un buen líder sabe que no debe ser demasiado orgulloso para adoptarla.

***

—¿Y bien? -dijo Ganz, que intentaba parecer más alegre de lo que en realidad estaba-. ¿Alguna idea?

El viento de finales del invierno suspiraba entre los olmos. Los miembros de la compañía tosieron y movieron los pies.

—Apuesto a que sé… -comenzó Anspach, y se ovó un gemido general.

—Escuchémosle -intervino Ganz con la esperanza de estar haciendo lo correcto.

—Bueno, por lo que a mí respecta, me gusta apostar -continuó Anspach, como si eso fuese una novedad, a la vez que se levantaba para hablar-, y lo mismo les sucede a muchos… Es la oportunidad de ganar algo, algo importante y valioso, algo más de lo que obtienes normalmente. Estos hombres bestia no son distintos. Quieren vengarse por la destrucción del altar, aunque prefieren no arriesgar su hediondo pellejo en un ataque frontal contra caballería acorazada. ¿Qué probabilidades tendrían si lo hicieran? Quieren vivir. Pero si los tentáramos con algo más…, algo que les hiciera pensar que vale la pena arriesgar el cuello para conseguirlo, podríamos hacer que salieran. Ése es mi plan; que les ofrezcamos una apuesta tentadora. Y apuesto a que eso funcionará.

Algunos asintieron con la cabeza, unos pocos se mofaron, y Dorff profirió un silbido ambiguo. Morgenstern transformó un eructo en una aprobatoria risa entre dientes.

Ganz sonrió. Por primera vez parecía existir cierta unión, pues todas las mentes trabajaban como una sola.

—Pero ¿qué les vamos a ofrecer? -preguntó Kaspen, y Anspach se encogió de hombros.

—Estoy trabajando en ello. Tenemos oro y plata; probablemente una buena cantidad entre todos. Tal vez un bote de monedas…

Vandam lo interrumpió con una carcajada.

—¿Crees que eso les importa? Las bestias no le dan mucho valor al oro.

—Bueno, ¿qué más tenemos? -inquirió Schell mientras se rascaba a conciencia una fibrosa mejilla.

—Tenemos esto -intervino Aric al mismo tiempo que levantaba el estandarte de Vess.

—¡Estás loco! -gritó Einholt, un guerrero silencioso y reservado, que raras veces hablaba, y cuyo estallido los sobresaltó a todos.

Aric titubeó y miró el rostro marcado por una cicatriz de Einholt con la esperanza de ver algo más que desprecio en el ojo sano del hombre.

—¡Piensa! Piensa en el prestigio, la gloria que obtendrían entre la inmunda chusma a la que pertenecen si capturaran esto. Piensa en la victoria que sería -dijo Aric, al fin.

—¡Piensa en la ignominia con que nos cubriríamos en caso de perder esa condenada cosa! -se burló Vandam.

—No lo perderemos -afirmó Aric-. Ahí está la clave. Es lo bastante valioso como para atraerlos en masa…

—Y lo bastante valioso como para asegurar que lucharemos hasta el último de nosotros para retenerlo -acabó Von Glick-. Es un buen plan.

Ganz asintió.

—¿Así que -preguntó Dorff- nos limitamos a… dejarlo a la vista para que lo vean?

—Sería demasiado obvio -dijo Ganz.

—Y yo no lo dejaría -afirmó Aric sin más-. Es mi responsabilidad. No puedo abandonar el estandarte.

Ganz se paseó por el círculo de hombres.

—Así que Aric se queda con el estandarte. El resto de nosotros se pone a cubierto, listos para atacar.

—Aric no puede quedarse solo… -comenzó Gruber.

—Continuaría pareciendo demasiado obvio -añadió Anspach-. Alguien tiene que quedarse con él.

—Yo lo haré -se ofreció Vandam, en cuyos ojos había ferocidad.

Ganz sabía que el joven guerrero estaba ansioso por enmendar los resultados de su anterior temeridad. Estaba a punto de asentir con la cabeza para aprobar la propuesta cuando habló Von Glick.

—Es una valiente oferta, Vandam, pero eres demasiado bueno en la carga para desperdiciarte en eso. Deja que me quede yo, Ganz. Nos quedaremos con el cadáver de Krieber, y dará la impresión de que el portaestandarte ha sido dejado aquí para guardar al muerto y al agonizante.

—Eso sería más convincente -opinó Anspach.

—Yo también me quedaré -añadió Gruber-. Esperarán que haya al menos dos hombres, y mi caballo ha perdido una herradura.

Ganz los miró a todos por turno.

—¡De acuerdo! ¡Hagámoslo! ¡Por la gloria de Ulric y la memoria de Jurgen!

Los diez jinetes montaron y atravesaron el claro entre un estrépito de cascos de caballo para desaparecer en el oscuro bosque. Ganz se detuvo antes de partir.

—Que el Lobo corra a vuestro lado -les dijo a Aric, Gruber y Von Glick.

Aric y Gruber se ocuparon de poner cómodo a Von Glick junto al altar. Cubrieron a Krieber con una manta de caballo, ataron sus monturas a cierta distancia hacia el oeste y encendieron una hoguera. A continuación, Aric clavó el estandarte en el suelo arcilloso.

—No tenías por qué quedarte tú también -le dijo a Gruber.

—Sí, debía hacerlo -fue la respuesta de Gruber-. Necesito con toda mi alma hacer esto.

***

El anochecer cayó sobre ellos y moteó el cargado cielo con oscuros remolinos de nubes. Comenzó a llover de manera oblicua, y se levantó viento que agitaba el deshilachado borde del viejo estandarte y suspiraba a través del bosque triste.

Los cuatro permanecían junto al fuego: los dos guerreros vivos, el muerto y el hombre que se encontraba a medio camino entre ambos estados. Los ojos de Von Glick parecían turbios y tan oscuros como los cielos.

—Ulric -murmuró al mismo tiempo que miraba a la fría bóveda celeste-, haz que vengan.

Gruber tendió una mano y tironeó de un brazo de Aria El significado del gesto no necesitaba explicación. Ateridos de frío, los dos hombres alzaron sus martillos de guerra, se incorporaron y se quedaron de pie junto a las chisporroteantes cenizas con la vista fija en el otro lado del claro.

—¡Por la Llama Sagrada! Aric, hermano mío -dijo Gruber-, ahora veremos una lucha de verdad.

Los hombres bestia atacaron. Eran, tal vez, unos ochenta, más de los que Aric recordaba de la batalla campal de la estación anterior, cuando los hombres bestia los habían pillado por sorpresa y Jurgen había caído. Los deformes monstruos iban ataviados con hediondas pieles, y sus cabezas de animal estaban coronadas por toda clase de cuernos, colmillos y astas; su piel era escamosa y peluda, o calva y musculosa, o enferma y flácida. Bramaban al cargar hacia el interior del claro, procedentes de la línea oriental de árboles. Los precedía su repugnante aliento colectivo. Tenían ojos desorbitados como de ganado demente, y las babeantes bocas abiertas dejaban a la vista encías ulceradas, dientes negros y colmillos curvos como ganchos. El suelo se estremecía.

Aric y Gruber saltaron sobre sus caballos y galoparon para interponerse entre la carga y el solitario estandarte.

—¡Por Ulric! -gritó Aric cuando su martillo comenzó a girar.

—¡Por los martillos del Lobo! -rugió Gruber al mismo tiempo que mantenía quieto al caballo.

—¡Por el templo! ¡Por el templo! -bramó una tercera voz, y al volverse, los jinetes vieron que Von Glick, martillo en mano, se encontraba de pie junto al estandarte, en cuya asta apoyaba el peso.

»¡Por el templo! -volvió a bramarles.

Con gritos de guerra tan feroces como las propias bestias, Aric y Gruber hicieron saltar a los caballos hacia la primera línea de la manada que se precipitaba hacia ellos, para darse impulso y enfrentarse de cabeza a la carga. Los martillos giraban y volaban. La sangre y la saliva manaba de las cabezas partidas. Los cascos de los caballos destrozaban la carne flácida. Lanzas y espadas soltaban estocadas. Los gritos de guerra de los dos lobos resonaban por encima de todos. Aric se regocijaba; casi había olvidado el éxtasis del combate, la furibunda refriega. Gruber reía con sonoras carcajadas. Acababa de recordar.

Von Glick defendía su posición junto al estandarte, a pesar de que la sangre procedente de la herida abierta chorreaba por su armadura. Mató a la primera bestia que lo acometió, y la segunda se desplomó con el cráneo hendido. La tercera cayó hacia atrás con las costillas partidas. Entonces había tres, cuatro en torno a él, cinco. Estaba tan metido en la lucha como Aric y Gruber.

Aric golpeaba a diestra y siniestra mientras la sangre pintaba su armadura gris y la espuma volaba hacia atrás desde la boca de su frenético corcel. Vio a Gruber que reía, golpeaba…

Caía.

Una estocada de lanza derribó la montura, y Gruber fue lanzado entre las aullantes bestias, blandiendo el martillo a modo de una furiosa negación del final.

Oyeron un trueno. Arriba, en el cielo, estalló la tormenta. Abajo, en el suelo, la compañía de Lobos entró en el claro y acometió a la manada de hombres bestia por retaguardia. Dentro, en sus corazones, Ulric aulló el nombre de Jurgen.

***

Los caballeros de la Compañía Blanca cargaron en una sola línea, con Ganz en el centro, flanqueado por Vandam y Anspach.

—¡Por los dientes de Ulric, necesito un trago! -gritó Morgenstern cuando acometían.

—¡No, no lo necesitas! ¡En cambio, necesitas este tipo de valentía! -replicó Ganz con tono burlón.

Embistieron a la manada de bestias cuando éstas se volvían, confundidas, para hacerles frente. Segaron las filas de feroces criaturas, derribándolas y pisoteándolas. Los martillos de guerra llovían sobre ellas con tanta furia como la torrencial lluvia del cielo. Los relámpagos iluminaban con sus destellos la grotesca carnicería. Sangre y lluvia saltaban al aire como lanzadas por surtidores. Las aullantes criaturas les volvieron la espalda a sus objetivos primeros y se lanzaron a la lucha contra la caballería. Aric avanzó por el terreno sembrado de cadáveres y ayudó a Gruber a levantarse. El viejo guerrero estaba salpicado de sangre, pero vivo.

—Ocúpate de Von Glick y cuida del estandarte. Dame tu caballo -le dijo Gruber a Aric.

El joven desmontó y regresó junto al estandarte de Vess, mientras Gruber galopaba hacia la brutal refriega.

Von Glick yacía junto al estandarte, que aún permanecía clavado en la tierra, rodeado por casi una docena de cadáveres de hombres bestia.

—Ve…, veamos -jadeó Von Glick-. Así que el atrevido plan de Anspach funcionó… Apuesto a que estará contento.

Aric comenzó a reír, pero luego se detuvo. El viejo guerrero había muerto.

***

En pleno combate, Morgenstern blandía su martillo de guerra y hacía avanzar el caballo a través de la masa de cuerpos, golpeando a diestra y siniestra, y matando enemigos con tanta facilidad como si hubiesen sido una hilera de nabos sobre cubos puestos boca abajo. Reía con sus características carcajadas estridentes y golpeaba a todos los enemigos que tenía a su alrededor. Cerca, Anspach vio el despliegue de destreza que hacía, y se unió a su risa mientras destrozaba hombres bestia con el martillo.

En el corazón de la refriega, Vandam, el más feroz de todos, con la gloria cantando en sus venas, mataba una bestia tras otra, el triple que cualquiera de ellos. Aún estaba matando monstruos cuando varias lanzas lo derribaron.

Entre el tumulto, Ganz vio al enorme hombre toro, el jefe de la manada, la bestia que había matado a Jurgen. Cargó hacia él, pero su martillo fue arrastrado hacia abajo por el peso de unas criaturas que lo aferraban. El hombre toro blandió su arma para matarlo.

El hacha fue parada por el mango del martillo de Gruber, que, acompañado por su grito de guerra, cabalgó hasta situarse a la derecha del comandante para guardarle el flanco. Ganz logró liberar el martillo y, antes de que el enorme monstruo de cabeza de toro pudiese volver a golpear, le aplastó el hocico contra el cráneo en medio de una explosión de sangre.

—¡En el nombre de Ulric! -gritó Ganz, regocijado, y en los cielos resonó un trueno como un aplauso.

***

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