Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

—Estoy perfectamente vestida para la vida de esta ciudad, especialmente después de haber oscurecido -dijo-. ¿Qué mejor oportunidad voy a tener de encontrar a mi hermano?

Kruza tuvo ganas de echarse a reír; en parte, porque ella llevaba razón, pero más porque tenía los pies separados y las manos sobre las caderas, lo que le confería todo el aspecto de ser un cruce entre una fulana y un pendenciero de esquina. Su tono era tan exigente y petulante como el de una recién casada insatisfecha. Considerada en conjunto, esa imagen particular de Lenya era demasiado persuasiva para negarle algo. Kruza decidió que, sencillamente, tendría que cuidar de ella.

—De acuerdo -respondió-, lo intentaremos. Pero no te hago ninguna promesa. Conozco a una buena modista que te proporcionará un vestido nuevo antes de que acabe la noche. Y cuando lo haga, regresarás al palacio.

Lenya le dedicó una ancha sonrisa.

—¡Bien! -dijo-. Pongámonos en marcha.

—Todavía no -la atajó Kruza al mismo tiempo que la atraía con suavidad de vuelta al asiento-. Primero, tenemos que comer, y hay cosas que debes saber sobre la gente a la que conocerás esta noche.

Kruza le hizo un gesto a la mujer que estaba sentada sobre un alto taburete, junto a la barra, fumando una pipa de cerámica de caña larga. Lenya tenía la sensación de que le estaba dando largas, pero no le importó, porque de pronto se dio cuenta de que tenía mucha hambre.

La mujer hosca, con la pipa aún colgándole de los labios, les trajo costillas grasientas y descarnadas, pan negro y coliflor en conserva. Mientras comían, Kruza le habló de los Bajos Reyes y, en particular, de su propio jefe, aunque por el momento no pronunció su nombre.

—El nombre de Bajos Reyes es muy adecuado. Son los monarcas del mundo clandestino, los gobernantes absolutos de las calles. Algunos son los más bajos de los bajos: usan a los demás, son parásitos, tiburones prestamistas. Gobiernan todo el crimen organizado de esta ciudad, y casi todos los carteristas, estafadores y ladrones de poca monta les deben lealtad a los señores de la noche. Y sólo un puñado de esos Bajos Reyes rigen la ciudad de Middenheim. El Graf piensa que gobierna la ciudad, y lo mismo sucede con los gremios. Pero los hombres que gobiernan la auténtica ciudad, los hombres que controlan las calles, a las putas, el tráfico de drogas, las casas de juego, son muy pocos. Se esconden detrás de sus criminales y fulanas, y usan a los patanes y fugitivos de la ciudad como carne de cañón. Nunca los pillan, y cualquiera que trabaje para ellos, se trate de lo que se trate, es prescindible. ¿Entiendes?

Kruza miró a Lenya y reparó en la expresión de su rostro. «Está asustada -pensó-. ¡Bien!»

Altquartier no parecía tan espantoso en la semioscuridad que aguardaba a Lenya y Kruza cuando salieron de la taberna. La pálida luz gris amarillento era incapaz de resaltar los peores detalles de la vida callejera, y los pequeños braseros que ardían en innumerables esquinas disipaban una parte del olor que se embolsaba en el húmedo calor de las horas diurnas. Los estrechos callejones continuaban llenos de gentes; sin embargo, éstas parecían menos atormentadas en la penumbra, o quizá se debía a que Lenya simplemente estaba habituándose a aquel ambiente.

Caminaron juntos, sin prisa, por una serie de calles y callejones, girando hacia aquí y hacia allá. Luego, Kruza se detuvo y se volvió a mirarla.

—¿Sabes dónde estás? -le preguntó.

—No -respondió ella-. Este lugar es un laberinto peor que el palacio.

«Bien», pensó Kruza. No quería que se sintiese capaz de hallar el camino por ella sola en el caso de que se mostrara insatisfecha con los esfuerzos que él hiciese por encontrar al hermano.

La oscuridad era casi absoluta cuando Kruza condujo a Lenya al interior del Weg Oeste. Estaban reuniéndose grupos de gente, y la muchacha oyó el batir de tambores y las notas de estridentes instrumentos de viento que atronaban en el aire. Al girar en una esquina, mientras las muchedumbres se apiñaban en masa, reían y chillaban con anticipado placer, Lenya alzó los ojos por primera vez y su boca se abrió de asombro.

La construcción que tenía delante se destacaba como un achaparrado tambor de piedra, apretado entre ladeados edificios, y su vientre sobresalía hacia la calle como si empujase hacia afuera entre compañeros que lo estrujaban. Los grandes braseros del exterior proyectaban largas sombras oscilantes y altas llamas brillantes a los lados del edificio, las cuales producían la impresión de que las paredes palpitaban. Por encima de los gritos de la muchedumbre que empujaba para entrar en la construcción, Lenya podía oír otros sonidos, como animales en jaulas que eran pinchados y atormentados. Débiles rugidos de frustración y miedo llegaban a sus oídos.

Kruza estaba impaciente por avanzar y arrastró a Lenya fuera de la multitud, mientras se acercaba más gente y empujaba detrás de ellos.

—¿Qué lugar es éste? -quiso saber la muchacha, que tuvo que gritar por encima del estruendo de la muchedumbre, que aumentaba con rapidez.

—La plaza de Fieras -respondió Kruza con un tono que sonaba un poco desdeñoso, o tal vez resignado.

—¿Por qué estamos aquí? -inquirió Lenya.

—Tú querías llegar hasta uno de los Bajos Reyes de Middenheim. El hombre que dirige este lugar, y otros iguales, sabe más de la delincuencia de Middenheim que cualquier otro hombre que yo conozca o del que haya oído hablar. Nos irá bien; es el más grande, tal vez el más próspero, o debería decir el más bajo de los Bajos Reyes.

El tono de la voz de Kruza puso ansiosa a la muchacha. Había estado muy segura de querer conocer a aquel hombre, muy segura de que la ayudaría a encontrar a Stefan. Pero resultaba evidente que Kruza le tenía miedo, y tanto su aspecto como su voz indicaban que habría preferido encontrarse en cualquier otro lugar.

—No podía traerte aquí durante el día -explicó Kruza con precaución-. Resulta demasiado peligroso cuando sólo el jefe y sus secuaces están por aquí. Ahora nos encontramos más seguros, entre la multitud y el ruido. Si sucede algo que te trastorne o inquiete, cualquier cosa por mínima que sea, mézclate con la muchedumbre, quédate sentada durante el espectáculo y luego sal con la gente. Y cuando salgas, busca a alguien seguro y quédate cerca de él; incluso un guardia de la ciudad si es necesario.

—Si tenemos que entrar allí, ¿por qué no vamos con el resto de la gente? -preguntó Lenya.

—Hay otra entrada. Bleyden dirige este lugar, y yo sé cómo moverme por aquí.

—¿Bleyden? -inquirió la joven-. ¿Cómo lo conoces?

—Trabajo para él -respondió Kruza en un tono que denotaba vergüenza.

—¡Que los dioses nos protejan, Kruza! Seguro que no puedes trabajar para un hombre así. Hablas como si lo despreciaras.

—Todos los que trabajan para él lo desprecian. Todos los que le deben dinero lo desprecian. Es un hombre con muchísimo dinero y poder, y sin ningún amigo.

Lenya vio los callejones más estrechos que mediaban entre la plaza de Fieras y los edificios vecinos, cerrados con altas verjas de hierro. Kruza miró a su alrededor y, luego, tras abrir la verja apenas los centímetros suficientes, se deslizó al otro lado y llevó a Lenya consigo. La muchacha casi tropezó con un escalón que no había visto en la oscuridad. Recobró el equilibrio aferrándose a la verja que tenía detrás, que se cerró con un sonoro golpe. La cabeza de Kruza giró con brusquedad, y sus ojos verdes le lanzaron una mirada feroz a través de la polvorienta noche; pero le pareció que nadie los había oído.

—¡Vamos! -susurró él.

***

Dos noches antes, en el día de su paseo por Middenheim con Lenya, Drakken había regresado muy tarde al dormitorio colectivo de las barracas. Morgenstern había reído porque el muchacho hubiese tenido una agotadora cita con su bonita campesina.

—Perdió la virginidad en el campo de batalla. ¡Tal vez esta noche la pierda en la cama! -rió el veterano con voz espesa a causa del alcohol.

—O contra la pared de un patio del palacio -intervino Anspach, y todos se echaron a reír.

Gruber se encontraba sentado en su camastro, pensando en que Lenya estaba segura de regreso en el castillo, y preguntándose dónde podría estar, en realidad, el joven Drakken, cuando el muchacho irrumpió en el dormitorio colectivo, acalorado y furioso.

Drakken se quitó la piel de lobo y las piezas de la armadura, se sentó en la cama y se cogió la cabeza con las manos. Gruber avanzó hasta él al mismo tiempo que agitaba una discreta mano hacia los demás para que se ocuparan de sus asuntos y dejaran a Drakken tranquilo.

Cuando Gruber se sentó a su lado, el robusto joven dejó caer las manos sobre el regazo y levantó la mirada.

—La he perdido -dijo con voz queda-. Perdí a Lenya en la ciudad. Yo… no pude volver a encontrarla. ¡Por los dientes de Ulric, Gruber! ¿Qué será de ella a solas, en la ciudad, por la noche?

—No te apures, muchacho. -Gruber le dedicó una sonrisa tranquilizadora-. Hace horas que la encontré fuera del templo, sana y salva. La llevé de vuelta al palacio. Probablemente, estará ya durmiendo.

Durante un espantoso momento, Gruber pudo pensar que Drakken iba a abrazarlo: ¡Tan aliviado parecía el pobre muchacho! Pero Drakken se limitó a ponerse de pie, para luego volverse a sentar con brusquedad, mientras el enojo y la frustración se manifestaban con total claridad en su ancho rostro.

Tras una buena noche de sueño, el enfado de Drakken había desaparecido, y quería asegurarse de que Lenya estaba a salvo. Casi había decidido ir a verla cuando se la imaginó diciéndole que no pasaba nada malo y regañándolo por querer controlarla; así que no visitó a su amada.

En cambio, la vigiló. Drakken pasó todo aquel día observando los movimientos de Lenya. Para su alivio, no abandonó el palacio en ningún momento. Tal vez, estaba asustada por el día pasado en Middenheim y había decidido que el palacio era un lugar mucho más seguro. Pero Drakken lo dudaba.

Por la tarde del segundo día, siguió a Lenya cuando se escabulló hacia la ciudad. La vio avanzar por el camino de ronda del Gran Parque y entrar en el recinto, y se mantuvo a distancia mientras ella daba vueltas entre la muchedumbre. Por fin, la vio desaparecer por los escalones en los que había acordado encontrarse por segunda vez con Arkady.

Drakken quedó profundamente asombrado de que conociera aquella escalera, y muy preocupado por el hecho de que hubiese bajado por allí, pues no sabía que se había limitado a sentarse a esperar. Drakken se apresuró a salir del Gran Parque. Tendría que moverse con rapidez si quería llegar al pie de la escalera para seguir a Lenya. Ese atajo conducía directamente a Altquartier, y la ruta que tomaría él, a través de las calles, daba muchas más vueltas. Menos de diez minutos más tarde, Drakken se encontraba escondido en las sombras de un diminuto patio situado al pie de la escalera del Gran Parque, jadeando. Estaba seguro de haber perdido ya a Lenya, pero no se le ocurría otra cosa que hacer, aparte de esperar.

Media hora más tarde, Drakken estaba intentando trazar un nuevo plan cuando oyó pasos en la escalera y volvió a lanzarse silenciosamente hacia las sombras. Lo atravesó una punzada de celos al ver que Lenya cruzaba el patio en compañía de Arkady. ¿Qué estaba haciendo su chica con aquel joven carterista?

Drakken también estaba allí cuando Lenya conoció al sacerdote de Morr. El mismo habló con el hombre cuando éste se separó de Lenya y de un segundo carterista desconocido, a los que dejó en una taberna. Drakken no podía dilucidar lo que estaba sucediendo. La había visto con dos desconocidos y con un sacerdote de Morr, y, además, Lenya había hecho algo espantoso con su vestido. Lo que le contó el sacerdote de Morr tampoco tenía ningún sentido para él. Lenya jamás había mencionado a un hermano perdido.

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