Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

—Se orinó en el frontal del templo de Verena -dijo el sumo sacerdote con triste certidumbre- durante la misa mayor, y luego le sugirió a la sacerdotisa que la propia diosa era una «buena pieza», a la que realmente le vendría bien un buen… ¿Cómo era?

Ganz suspiró.

—Un hombre en su vida, eminencia.

El sumo sacerdote asintió con un gesto de cabeza. A Ganz le pareció que sonreía, pero no podía ser así, y el tono de la voz se lo confirmó.

—Morgenstern es una deshonra, y también Anspach. ¿Estás al corriente de su hábito de juego? Les debe una gran suma a los corredores de apuestas del estadio, y a otros menos oficiales. Y he tenido dos audiencias con el exaltado Vandam, en las que le oí solicitar que se lo trasladara a la Compañía Roja, o a la Dorada, o a cualquier otra.

Ganz dejó caer la cabeza.

—Hay otros que tienen problemas… -prosiguió Ar-Ulric-; cada uno los suyos. No digo que tu puesto sea fácil, Ganz, pues has tomado el mando de una turba muy deteriorada. Y sé que todo se origina en un solo incidente, acaecido el verano pasado en el Drakwald. Aquella manada de bestias acabó con los mejores de vosotros. Eran fuertes. A veces, ¡Ulric nos asista!, los malvados ganan. Fue una tragedia que la Compañía Blanca perdiera a tantos buenos hombres, y que perdiera a Jurgen. No puede ser fácil para ti ocupar su lugar.

—¿Qué puedo hacer, sumo sacerdote? Yo no impongo el respeto que imponía Jurgen. ¿Cómo puedo recuperar a la Compañía Blanca?

Ar-Ulric se encaminó hacia la pared más alejada y descolgó el estandarte de Vess. Era viejo y estaba deteriorado y manchado con noble sangre antigua. Se trataba de uno de los más vetustos y reverenciados estandartes de las compañías de Lobos, pues había sido enarbolado en algunas de las más grandiosas victorias de los templarios.

—Llevarás a tu compañía a los bosques bajo este viejo y venerable estandarte, y destruiréis la manada de bestias que quebrantó vuestro honor.

Con asombro, Ganz cogió el asta del estandarte. Alzó los ojos y se encontró con la acerada mirada de su antiguo comandante, Jurgen, en la más reciente de las imágenes conmemorativas de la pared. Durante un largo instante, Ganz miró con fijeza aquel rostro de mármol al mismo tiempo que recordaba la larga barba blanca, el aspecto de halcón y el famoso parche ocular con tachones. Ganz sabía que el sumo sacerdote tenía razón, que aquél era el único modo de lograrlo.

***

Era un amanecer frío y llovía otra vez. Los catorce hermanos de la Compañía Blanca se reunieron en los establos situados detrás del templo para ajustar los arreos de sus corceles de guerra, mientras refunfuñaban en voz baja y su aliento se condensaba en el aire.

—¿Una incursión antes de Mitterfruhl? -protestó Morgenstern, a la vez que bebía de un frasco que llevaba en las alforjas que fingía revisar.

—¿Un trago antes del desayuno? -se mofó Von Glick con voz queda.

Morgenstern, al oírlo, profirió carcajadas resonantes y potentes, pero Aric sabía que se trataba de un falso buen humor. Podía ver la tensión en el pálido rostro de Morgenstern y el modo como temblaban sus grandes manos.

Aric miró a su alrededor. Vandam estaba resplandeciente; tenía el rostro encendido por la determinación, y una piel de lobo blanco caía a la perfección sobre los hombros de su armadura incrustada en oro. Gruber parecía remoto, distante y preocupado mientras ajustaba los arreos de su corcel, que pateaba. Einholt, el viejo guerrero calvo que tenía una cicatriz en la cara y el ojo lechoso, parecía cansado, como si no hubiese dormido bien. Aric estaba convencido de que cada noche, sin excepción, algún viejo sueño atormentaba al veterano Einholt.

Anspach reía y bromeaba con sus compañeros, y Von Glick lo miraba con el ceño fruncido. Ganz estaba ceñudo y callado. Los demás, entre bromas y frases farfulladas, comenzaron a montar: el macilento Krieber, el robusto Schiffer, el rubio gigante Bruckner, Kaspen el de la melena roja, el flaco Schell y Dorff, que silbaba otro de sus desafinados estribillos.

—¡Aric! -lo llamó Ganz, y el joven atravesó el patio.

Al ser el más joven de la compañía, era privilegio suyo llevar el estandarte. Se sintió asombrado cuando Ganz le depositó el precioso estandarte de Vess en la mano cubierta por el guantelete de malla. Todos los que estaban en el patio guardaron silencio.

—Por decreto del mismísimo sumo sacerdote, cabalgamos bajo el estandarte de Vess y lo hacemos en busca de venganza -fue cuanto dijo Ganz antes de subir al caballo.

Dio la vuelta al corcel, y la compañía se puso en marcha. Salieron del patio y recorrieron las calles bajo la lluvia.

***

Descendieron desde la ciudad por el viaducto oeste, a la sombra de la gran roca Fauschlag. En lo alto, las toscas murallas y torres de Middenheim se elevaban hacía los fríos e inhóspitos cielos, como lo habían hecho durante dos mil años.

Dejaron atrás el humo, el hedor y el clamor de la ciudad, y pasaron junto a caravanas de carretillas repletas, que se dirigían a los mercados de Altmarkt, filas de ganado de Salzenmund, y las cargadas carretas de los comerciantes textiles de Marienbeg. Todos se apartaban a un lado del viaducto de dieciocho metros de ancho para permitir el paso de la Compañía Blanca. Cuando una partida de los mejores de Ulric salía a caballo, sólo los idiotas se interponían en su camino.

La Compañía Blanca abandonó el viaducto y entró en el camino de Altdorf, por donde avanzó a medio galope hacia las húmedas tierras forestales. Después, siguió el sendero del bosque durante seis horas, antes de detenerse para que abrevaran los caballos y comer en una aldea del camino. Por la tarde, asomó el sol para arrancar destellos de sus armaduras grises y doradas. A causa del calor, la humedad ascendía de los árboles mojados, que parecían rodeados por humo. En cada aldea por la que pasaban, los habitantes salían para ver a los valientes y temidos templarios, que cantaban en voz baja un himno de batalla mientras avanzaban.

Aquella noche durmieron en la sala comunal de una aldea situada en lo alto de una cascada. Al amanecer, se internaron por los senderos más oscuros, las largas sendas de negro fango que descendían hacia la húmeda oscuridad del bosque de Drakwald, una región que se extendía sobre la tierra como la caída capa de un dios de corazón negro.

***

Era mediodía, aunque un mediodía pálido y débil, y la gélida lluvia caía a través de las desnudas ramas de los negros olmos y retorcidos arces. El suelo por el que transitaban estaba cubierto por una fangosa y hedionda capa de hojas muertas que habían caído el otoño anterior y entonces se pudrían sobre la oscura tierra. La primavera tardaría mucho en llegar a aquel lugar.

Parecía no haber más señal de vida que los catorce jinetes. De vez en cuando, un pájaro carpintero martilleaba a lo lejos o chillaba un somorgujo o algún otro pájaro. En las ramas bajas, Aric vio telarañas adornadas por gotas de lluvia como ristras de diamantes.

—¡Humo! -gritó Von Glick de pronto, y todos tiraron de las riendas de los caballos y olieron el aire.

—¡Tiene razón! -dijo Vandam con ansiedad al mismo tiempo que deslizaba el largo mango de su martillo de guerra de la silla donde iba sujeto.

Ganz alzó una mano.

—¡Quieto, Vandam! Si nos movemos, lo hacemos como compañía, o no damos un paso. Aric, enarbola el estandarte.

Aric se situó junto al comandante y alzó el viejo pendón.

Tras asentir con la cabeza, Ganz comenzó a avanzar y la columna lo siguió en formación de dos en fondo a través de los árboles, donde los cascos de los caballos chapoteaban entre el fango de hojas y podredumbre, en dirección al humo.

El claro era amplio y abierto, pues los árboles habían sido talados y entonces ardían sobre una losa de piedra situada ante una estatua tosca. Alrededor del fuego había cinco formas peludas que arrastraban los pies y rendían culto.

—¡Por Ulric! ¡Lobos, adelante! -bramó Ganz. Todos salieron al galope y descendieron por la pendiente hacia el interior del claro, donde los caballos hicieron saltar el agua del encharcado terreno con sus pesados cascos.

Los hombres bestia que se encontraban ante el altar volvieron la cabeza con terror, profirieron bramidos y corrieron para ponerse a cubierto.

Al final de la fila, Morgenstern dio media vuelta para mirar a Gruber, que se había detenido en seco.

—¿Qué pasa? -bramó-. ¡Estamos perdiéndonos la diversión!

—Creo que mi corcel ha perdido una herradura -gruñó Gruber-. ¡Continúa adelante, viejo estúpido! ¡Sigue!

Morgenstern se volvió otra vez hacia los demás y bebió un largo sorbo de la botella que llevaba en las alforjas. A continuación, cargó pendiente abajo tras el grupo principal al mismo tiempo que profería un tremendo grito.

La rama baja lo derribó limpiamente de la silla. El resto siguió atravesando el claro con un galopar atronador. Aric bramaba con el estandarte en alto. Tres hombres bestia se separaron y huyeron, y los otros dos cogieron picas y se volvieron para hacer frente a la carga mientras chillaban con voces profundas e inhumanas.

A esas alturas, Vandam lideraba el ataque, y la cabeza de su martillo de guerra destruyó el cráneo de uno de los enemigos; la aberración con cabeza de cabra cayó al suelo.

Ganz, justo detrás de Vandam, erró el golpe sobre la segunda criatura. Intentó dar media vuelta, pero el caballo perdió pie sobre las hojas mojadas y resbaló. El comandante quedó tendido en la tierra.

La bestia se volvió para aprovecharse de la situación; sin embargo, en cuestión de un instante, Aric y Krieber la arrollaron con los caballos y le destrozaron los huesos.

Anspach, con el martillo girando en el aire, pasó al galope junto al altar para perseguir a uno de los fugitivos. Von Glick lo seguía de cerca.

—¡Diez chelines a que soy yo quien lo mata! -rió Anspach.

Von Glick imprecó e intentó darle alcance, pero Anspach lanzó su martillo, que voló girando por el aire tras la criatura fugitiva. El arma decapitó un arbolillo joven que distaba unos diez metros de la bestia. Anspach, maldiciendo, detuvo el caballo.

—¡Los dioses te ayuden para que alguna vez ganes una apuesta! -le gritó su compañero.

Von Glick, mientras, continuó galopando y alcanzó a la bestia en la línea de los árboles. Le lanzó dos golpes, y aunque falló ambos, la criatura se echó atrás y quedó a tiro de Dorff, que le aplastó los sesos.

Las otras dos bestias huyeron bosque adentro. Vandam, sin aminorar la carrera, galopó tras ellas.

—¡Atrás! ¡Vandam! ¡Vuelve aquí! -bramó Ganz mientras se incorporaba y obligaba a levantarse al conmocionado caballo.

Vandam no le prestó ninguna atención. Podían oír sus alaridos resonando entre los árboles.

—¡Schell! ¡Von Glick! ¡Id a buscar a ese idiota! -ordenó Ganz, y los dos jinetes obedecieron.

Todos los demás se habían reunido en torno al altar. Ganz volvió la cabeza y vio que Gruber había desmontado y estaba ayudando a Morgenstern a recostarse contra un árbol. El caballo de Morgenstern estaba trotando por las proximidades, con las riendas caídas. Ganz sacudió la cabeza, blasfemando.

Se encaminó hacia el altar y contempló la tosca estatua durante un momento. Luego, la hizo pedazos con su martillo. Ganz se volvió y miró a sus hombres.

—Ahora ya saben que estamos aquí. ¡Vendrán a buscarnos, y nuestra labor será más fácil!

***

—¿Vandam? ¿Dónde estás, idiota? -bramó Von Glick mientras cabalgaba con lentitud por los oscuros calveros del bosque.

Entre los árboles mugrientos había lagos hediondos, y por los afloramientos de pizarra caían finos hilos de agua salobre. A través de los árboles, Von Glick podía distinguir a Schell, que cabalgaba en línea paralela a él.

—¡Vandam! ¡Da media vuelta y regresa, o te dejaremos aquí! -gritaba.

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