Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

Un instante más tarde, el mazo comenzó a girar por encima de la cabeza del gladiador, mientras éste deslizaba la mano por el mango. El hombre había visto algo que a todos los demás les había pasado por alto porque estaban observándolo a él: los movimientos del oso.

El ruido de la muchedumbre y el insólito número de humanos que cabriolaba por la arena habían llevado al oso más allá del pánico. Se arrojó contra el poste con todo su peso y, luego, se lanzó en el sentido contrario y cayó sobre las cuatro patas. La parte superior del poste se había partido a causa de la fuerza del tirón, y la cadena acababa de zafarse. El oso estaba suelto.

Los perros que lo rodeaban reaccionaron con excesiva lentitud. El oso arremetió contra uno, al que atacó con garras y dientes, para luego lanzar a otro por el aire, con el lomo partido y aullando. Los perros restantes retrocedieron, asustados ante aquel cambio de situación. El oso, entonces frenético, lanzaba gotas de sangre de perro por el aire al sacudir el hocico mientras avanzaba hacia los objetivos humanos que lo rodeaban. La multitud bramaba.

El gladiador se mantuvo firme e hizo girar con fuerza el mazo que sujetaba con la mano; luego, lo soltó. El mazo salió volando muy arriba por el aire, giró dos veces a causa del impulso que le había imprimido el gladiador y, al caer contra un lado de la cabeza del oso, produjo un ruido de hueso que se partía. El animal gimió una vez y se desplomó sobre dos de los perros, que quedaron gimoteando bajo el tremendo peso.

La multitud volvió a rugir, y Kruza se levantó de un salto de encima del torso de su oponente semiestrangulado; tenía la intención de evitar el siguiente enfrentamiento cuando se presentase.

Lenya se volvió, distraída, para mirar al gladiador, y alguien la cogió por detrás. Al volverse, vio que era el matón cuya pierna había sido mordida; pese a que sangraba, aún se mantenía fuerte y en pie. Lenya luchó y pataleó, y el público se echó a reír.

La risa acabó en otro gran rugido de aprobación cuando el misterioso gladiador blandió la porra a dos manos y descargó un golpe sobre la espalda cubierta de cuero del matón. Éste soltó a Lenya y retrocedió con paso tambaleante. El hombre se volvió al mismo tiempo que desenvainaba un largo cuchillo que llevaba en el cinturón. Lanzó una puñalada y, luego, hizo un segundo intento de hundir la hoja en el musculoso pecho del gladiador, que respondió con otro golpe de porra que dejó al matón tendido boca abajo en el suelo, donde la sangre se mezcló con el serrín hasta formar una oscura mancha.

Kled contemplaba aquello con pasmo. Dos de sus mejores hombres habían sido vencidos por Kruza y aquel misterioso luchador; por no hablar del oso, su actor y aliado de confianza desde hacía ya más de dos años, y que no sería fácilmente reemplazable. Y entonces, Kled oyó que el público salmodiaba el nombre de «¡Hombre Enmascarado! ¡Hombre enmascarado!», y sonrió para sí. Tal vez, después de todo, había tropezado con algo bueno. Quizás aquel hombre enmascarado necesitase un trabajo.

El gladiador cogió a Lenya, y la multitud lo abucheó. Ella miró a Kruza cuando el hombre intentaba llevársela; protestó, pataleó y se puso a gritar.

—¡Kruza! -lo llamó.

—¡Éste no es sitio para ti, señora! -dijo el gladiador.

Mientras aporreaba el pecho del hombre enmascarado, ella lo insultaba.

—¡Bastardo! ¡Suéltame! ¡Tengo que ayudar a Kruza!

Para su sorpresa, él la soltó.

Los restantes perros de la arena habían abandonado la acción al darse cuenta de que el oso estaba muerto y los aguardaba una comida. Los últimos dos matones, que habían estado intentando mantener controlados a los canes con las largas lanzas, se volvieron entonces hacia Kruza. El público esperaba con el aliento contenido mientras las máquinas de lucha recubiertas de cuero describían círculos en torno a Kruza, con las lanzas apuntando el suelo y amenazantes.

—¡Matadlo! -gritó alguien del público.

Otras voces se le unieron hasta que la totalidad del local resonó con el ritmo de centenares de pies que golpeaban lentamente para acompañar cada grito.

—¡Matadlo! ¡Matadlo! ¡Matadlo! ¡Matadlo!

Kruza arrastraba los pies por el suelo del escenario y se preparaba. La primera lanza se adelantó para enredarse en sus piernas, pero Kruza saltó en el momento justo y la evitó. La punta de la segunda lanza avanzó a la altura de los hombros, y tan pronto como Kruza cayó después del salto, se vio obligado a agacharse para dejar paso a la lanza, que le silbó cerca, por encima de la cabeza. Las lanzas arremetían contra él con rapidez, pero Kruza tenía pies veloces. El público estaba casi en silencio y observaba a los tres hombres que ejecutaban aquella curiosa danza.

Lenya se lanzó sobre la espalda del matón que tenía más cerca, del mismo modo como en que había atacado intrépidamente a sus hermanos en las luchas fingidas cuando estaban en su hogar. Tuvo que saltar para pasarle las manos por encima de los hombros y luego izarse, ya que el atacante de Kruza era casi dos cabezas más alto que ella. Le rodeó el cuello con un brazo de manera que el codo quedase a la altura de la garganta; luego, se cogió cada muñeca con la mano contraria y lanzó todo su peso hacia abajo y atrás. Sus pies colgaron sobre el suelo durante un momento, pero sintió que el tipo cedía. Levantó las rodillas, las apoyó contra la cintura de él, se impulsó hacia atrás por segunda vez y salió despedida al caer el matón de espaldas, con un ataque de arcadas y tos a causa de la llave de ella.

***

El gladiador enmascarado se deslizó en torno a la lucha, con un ojo puesto en los perros que comían, y recogió el mazo que estaba tirado en el suelo. A continuación, se dirigió hacia el matón restante. Su primer golpe coincidió a la perfección con la estocada baja que le lanzó el luchador vestido de cuero. Ambos erraron el golpe, pero el enmascarado no perdió para nada el equilibrio y su mazo describió un arco largo al descargar el segundo golpe, que dio en el blanco. El casco de dos cuernos salió volando de la cabeza del matón y cayó entre el público, del cual se alzaron numerosas manos para atrapar el trofeo. Mucho antes de que alguien lograra coger el casco, el matón yacía en el suelo con las piernas torcidas en direcciones poco naturales a causa del impulso del golpe, y la cabeza sangrante y abierta.

Kled continuaba impasible en su puesto de observación mientras contaba las pérdidas: dos útiles luchadores, un par de perros (los restantes serían inútiles hasta dos semanas después de aquella abundante comida) y su oso señuelo favorito. ¿Y sus ganancias? Bueno, el enmascarado contrarrestaría cualquier pérdida si podía persuadirlo de luchar otra vez.

Los matones a los que Kruza y Lenya habían dejado fuera de combate volvían a levantarse, pero ninguno parecía querer la revancha. La multitud estaba haciendo un escándalo capaz de despertar a los muertos.

El gladiador se volvió para mirar a Kruza y Lenya.

—Nos marchamos. ¡Ahora! -les dijo a gritos por encima del estruendo.

—La puerta de entrada está cerrada… -comenzó Lenya.

El gladiador levantó el mazo.

—No por mucho tiempo.

Kled bajó a toda velocidad por la curva escalera hasta el subterráneo, desesperado por darle alcance a su nuevo descubrimiento antes de que desapareciera en la noche. Los aplausos frenéticos aún sonaban en sus oídos, y al cabo de poco fueron reemplazados por gritos de «¡Más!» y «¡Hombre Enmascarado! ¡Hombre Enmascarado!».

Camino del exterior, el gladiador, que aún llevaba la máscara de tela firmemente encajada en la cabeza, se echó un hato sobre el hombro y se llevó al desgreñado par lejos de la inesperada aventura. Lenya advirtió que el hato parecía estar envuelto en una especie de piel.

El extraño trío se alejó apresuradamente del exterior desierto de la plaza de Fieras y bajó por una serie de callejones vacíos. Se detuvieron en una plaza diminuta, situada detrás de altos edificios, donde apenas había espacio para los tres. pero tampoco ventanas desde las que pudiesen espiarlos. El hombre enmascarado se arrodilló junto a su peludo bulto y comenzó a desatarlo. Luego, con gesto impaciente se quitó la improvisada capucha de tela y dejó a la vista el pelo pegado a causa del sudor a la frente lustrosa.

—¡Krieg! -exclamó Lenya con un chillido contenido y jadeante-. Krieg… Pero ¿cómo…? ¿Qué…?

Estaba tan sorprendida que no podía recobrar el aliento y comenzó a sentir un hormigueo en los dedos de las manos. Pensó que iba a vomitar.

—¿Lo conoces? -preguntó Kruza.

Luego, reparó en lo que el hombre medio desnudo estaba sacando del paquete. Por un momento, pensó en huir, pero en los ojos del otro había una expresión que le advirtió que no lo intentase siquiera.

Una vez ataviado nuevamente con su piel de lobo y su peto. el Lobo Blanco llamado Krieg Drakken condujo a Lenya y Kruza hasta una taberna cercana. Kruza no sabía qué decir, así que se entretuvo con el barril y llevó a la mesa tres altas jarras de buena cerveza. No le gustaba el hecho de mezclarse con una figura de autoridad tan poderosa como aquel hombre, no le gustaba ni pizca, pero no le apetecía dejar a Lenya después de lo que habían pasado juntos.

—Yo podría haberte ayudado a encontrar a tu hermano -le estaba diciendo Drakken a la muchacha con tono severo-. ¿Por qué no confiaste en mí? ¡He estado a punto de atraer la ignominia sobre mi templo al tener que entrar en la arena para rescatarte! Si alguien me hubiese reconocido…

—Lo lamento -se excusó ella.

Lenya se preguntó por qué no había confiado en él. ¿Era sólo porque ya le debía demasiado? No quería pensar en el asunto.

—¡Ahora nadie va a encontrarlo! -murmuró la muchacha con voz hueca-. Después de todo esto…

Lenya nunca se había sentido tan completamente inútil. Todas las pistas habían sido falsas, todos los rastros estaban fríos y ninguno de los riesgos había merecido la pena. Había luchado con toda la valentía de que era capaz, pero, al fin, el enorme tamaño de Middenheim había vencido a su voluntad y su fuerza.

—¡Ay, Stefan! -exclamó-. ¿Por qué tuviste que venir a este lugar? ¡Valiente pequeño Resollador que quería buscar fortuna!

Se llevó las manos al rostro y comenzó a llorar.

—¿Qué has dicho? -preguntó Kruza, de pronto-. Dijiste que se llamaba Stefan.

—Sí -respondió ella al mismo tiempo que sorbía por la nariz-, pero cuando éramos niños lo llamábamos Resollador…

—Resollador… -repitió Kruza con voz apenas audible por encima de los sollozos de Lenya-. ¡Que Ulric me condene! -exclamó, y derribando la silla a sus espaldas, se puso de pie a causa de la alarma-. ¿Tu hermano era Resollador?

MITTHERBST

Estandarte de Lobo

La noche era vieja y seca. Las lunas de pleno verano, como gajos de limón, flotaban hoscas en el cielo de suave color púrpura. Las mariposas nocturnas golpeaban contra los cristales y la protección de cristal de las farolas. En los interiores penumbrosos del gran templo de Ulric, un cálido silencio colmaba los pasillos y claustros. Era más de medianoche, y el calor diurno aún no había desaparecido. Más frescas que las calles durante el día, las grandes piedras del templo irradiaban entonces el calor que habían absorbido, y que desprendían las paredes y las columnas.

Aric, el portaestandarte de la Compañía Blanca, atravesó el atrio lleno de sombras del impresionante santuario a la luz de doscientas velas humeantes. El sudor perlaba su ancha frente joven. La costumbre y la observancia de las reglas lo obligaban a llevar la armadura gris y dorada y la piel de lobo del uniforme de templario, pero deseaba con toda su alma poder quitárselas.

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