Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

El capitán se detuvo por un momento y escuchó con la esperanza de que, cualquiera que fuese el problema, se hubiese acabado; o que hubiese sido su imaginación, o que, en cualquier caso, se hubiese congelado. Pero volvió a oírse el gemido…, el miedo.

—¡Vamos! ¡Ocupémonos de eso! -le dijo Schtutt al teniente.

Echaron a andar pesadamente por los adoquines cubiertos de escarcha y crujiente nieve, sobre la que dejaron las únicas huellas posibles a aquella hora. Siguieron los sonidos hasta la siguiente esquina, donde la calle que continuaba a la izquierda caía en una empinada escalera flanqueada por casas inclinadas y cubiertas de nieve. En ese instante, el tembloroso sonido disminuyó por un momento.

—¿Allí? -sugirió Pfalz.

El teniente estaba señalando hacia la derecha con la pica y, luego, se enjugó la mojada nariz con un guante. Schtutt sacudió la cabeza.

—No…, allí…, hacia abajo, en dirección al colegio.

Bajaron los escalones con toda la rapidez que les fue posible. Avanzaban con cuidado para no resbalar sobre el hielo de escarcha que había debajo de la nieve. Lo último que Schtutt deseaba era partirse la cabeza cayendo por las escaleras de Ostweg en medio de la noche.

Ante ellos, en la franja de cielo visible entre los altos edificios de casas de ambos lados, podían comenzar a ver la noble cúpula gris del Real Colegio de Música. Estaba cubierta de nieve y reflejaba la luz de las lunas, de modo que brillaba como si ella misma fuese una pequeña media luna. Volvió a oírse el grito procedente de un callejón situado justo a la izquierda del pie de la escalera. Del bajo arco de entrada del callejón, colgaban agujas de hielo.

—Eso procedía del Agujero del Lobo -dijo Schtutt.

En esa dirección, un poco más lejos, había un rincón dedicado a Ulric. El callejón los llevó a una plazoleta donde nacían cinco callejones. En medio se hallaba el lugar santo llamado Agujero del Lobo. Consistía en un cuenco de piedra negra, como el de una fuente, con una pequeña imagen de la cabeza de un lobo colocada sobre un pedestal en el centro. Los comerciantes y habitantes del lugar dejaban allí velas encendidas, monedas u ofrendas votivas de flores y hierbas cuando iban camino de sus tareas cotidianas.

Esa noche, en las más frías horas de oscuridad, alguien había dejado un tipo de ofrenda completamente distinta: sangre oscura como vino salpicaba la nieve que rodeaba al Agujero del Lobo.

El primer cuerpo, un hombre de mediana edad con camisa de dormir, estaba echado sobre la fuente, de modo que su cabeza, brazos y hombros quedaban bajo la superficie del agua que había dentro del cuenco. No estaba claro si se había ahogado o no antes de que le arrancaran la parte posterior del torso.

El segundo cadáver, una mujer que llevaba un abrigo de brocado que había sido desgarrado, yacía a los pies del hombre. Estaba retorcida en una postura que les habría resultado imposible imitar incluso a los contorsionistas de la compañía de Mummer.

El tercero, otro hombre ataviado con el jubón y los calzones negros propios de un comerciante, yacía tendido de espaldas a pocos metros del Agujero del Lobo. No le quedaba rostro por el que pudiera ser reconocido.

La nieve estaba salpicada de sangre por todas partes, y había zonas pisoteadas y ensangrentadas donde pesados pies la habían removido.

Schtutt y Pfalz se quedaron juntos, sin habla, contemplando la escena.

El capitán se estremeció, pero, por primera vez esa noche, no tembló debido al frío. Obligó a su mente a pensar y a su cuerpo a moverse. ¡Pertenecía a la guardia de la ciudad, maldición, y tenía trabajo que hacer!

—¡A la izquierda! ¡A la izquierda! -le susurró a Pfalz.

Balanceó brevemente el farol y rodeó el Agujero del Lobo por la derecha. Llevaba la lanza sujeta y preparada en la mano izquierda.

Aquello lo habían hecho recientemente. Ascendía vapor de las heridas. Schtutt vio que la sangre había sido… usada, porque habían trazado marcas en la parte frontal del cuenco y sobre la estatua de Ulric. Eran letras, palabras; habían escrito otras en las paredes que rodeaban la pequeña plazoleta.

Asesinato. Profanación. Schtutt tragó con dificultad. Pensó en enviar a Pfalz de vuelta al puesto de guardia para que llamara a los otros, de modo que pudiera investigar con una mayor cobertura. Era una buena idea, pero significaba que él se quedaría allí a solas, lo cual le parecía realmente malo.

Pfalz señaló algo. Un rastro de sangre se adentraba en uno de los callejones adyacentes. Lo siguieron, haciendo crujir la nieve con sus botas. De pronto, escucharon otro gemido, un casi alarido procedente de más adelante.

—¡Dioses! -gruñó Schtutt.

Se lanzó callejón abajo al trote, con Pfalz pisándole los talones. Las puertas de la casa situada a la izquierda, una respetable casa de ciudad bien amueblada, habían sido derribadas hacia adentro y partidas. En las paredes y en la madera había más palabras escritas con sangre. En el interior, danzaba la luz de un fuego que se propagaba. Alguien profería alaridos.

Entraron. El vestíbulo había sido saqueado y destrozado.

Otros dos cadáveres, mutilados hasta hacer imposible el reconocimiento, se encontraban tendidos al otro lado de la puerta, donde formaban un charco de color carmesí brillante sobre las tablas del suelo. Se había roto una lámpara y las llamas estaban prendiendo el poste central, los primeros escalones de una escalera de caracol y los tapices que colgaban de una de las paredes. El aire estaba cargado de humo acre y cenizas, y la luz del fuego destellaba y oscilaba ante los ojos de Schtutt. Ni siquiera pensó en reparar en lo agradable que era el calor.

Una mujer que tenía las ropas desgarradas y ensangrentadas se acurrucaba en el piso, junto a una puerta que había debajo de la escalera. Se estremecía, gemía y, de vez en cuando, profería un débil alarido de dolor y miedo.

Schtutt corrió junto a ella y se inclinó. Tenía cardenales y un corte en un brazo, pero no pudo distinguir ninguna lesión más grave que ésas. Cuando se inclinó junto a la mujer, ésta alzó los ojos con sorpresa y retrocedió con terror ante el farol que él llevaba.

—¡Tranquila! ¡Tranquila! ¡Ahora está a salvo! ¡Soy capitán de la guardia! ¿Quién ha hecho esto? ¿Aún se encuentra aquí?

El semblante pálido, amoratado por los cardenales y manchado por las lágrimas, lo miró casi sin expresión. Los labios temblaron.

—Ergin. ¿Dónde está Ergin? -preguntó, de repente, la mujer con voz temblorosa.

—¿Ergin?

—Mi marido… ¿Dónde está? ¿Ergin? ¿Ergin? -Su voz comenzó a ascender hasta transformarse en un lamento de pánico.

Schtutt intentó calmarla. Los gritos de la mujer estaban destrozándole los nervios. Miró a su alrededor y vio que Pfalz había dejado la pica a un lado e intentaba apagar las llamas con un tapiz que había arrancado de la pared.

Schtutt estaba a punto de llamarlo y decirle que avisara a los bomberos cuando vio la silueta que bajaba sigilosamente por la escalera hacia ellos. Era un hombre, o al menos tenía la forma de un hombre, cubierto de oscuridad y agazapado como una bestia salvaje. Sólo había tres cosas brillantes en él, tres cosas que destellaron a la luz de las llamas: sus grandes y blancos ojos fijos, y un hacha de acero en su mano.

—¡Pfalz! -bramó Schtutt.

La figura saltó, lanzándose desde el descansillo inferior de la escalera hacia el guardia que intentaba apagar el fuego. La mujer profirió un chillido más potente e histérico que los anteriores, probablemente provocado tanto por el volumen del rugido de Schtutt como por cualquier cosa que hubiese visto.

Pfalz levantó la mirada con el suficiente tiempo como para levantar los brazos y protegerse. La figura se lanzó contra él, y ambos chocaron contra el piso. El hacha resbaló sobre la cota de malla del guardia, que blasfemaba y forcejeaba. Pfalz luchó para quitarse el demonio de encima, pero ambos se encontraban entonces sobre el charco de sangre de los cadáveres que había en el suelo, donde resbalaban y rodaban, incapaces de afianzarse y salpicando gotas rojas al aire.

Schtutt cargó hacia los combatientes. Sus botas también resbalaban a causa de la sangre. Al aproximarse, se dio cuenta de por qué la figura parecía tan oscura. Estaba empapada en sangre de arriba abajo: ropas, cabellos y piel. «No es suya», pensó Schtutt.

No se atrevía a lanzar una estocada con la lanza por temor a herir a Pfalz. En cambio, Schtutt descargó un golpe con el asta como si fuese un azote, sobre la espalda del atacante. La lanza se partió con un sonoro crujido, la figura bestial se convulsionó con un grito animal y cayó, dejando libre a Pfalz, aunque sin soltar el hacha.

Pfalz aferraba la herida abierta en las costillas.

—¡Mátalo! ¡Mátalo, en el nombre de Sigmar, capitán! -gritaba Pfalz.

Schtutt tenía en la mano los sesenta centímetros superiores del asta, provistos de la punta metálica. Se encaró con la criatura, agachado y firme. La figura había vuelto hacia él toda su malevolente atención.

—Tírala…, tira el hacha -ordenó Schtutt con el practicado tono bajo que había acabado con algunas reyertas de taberna antes de que el recuento de cadáveres pudiese ascender a números de dos cifras.

El capitán podía oír cómo Pfalz, inspirado por el dolor, lo instaba a matarlo, pero a pesar de todo pensaba que debía intentarlo. Una lucha cuerpo a cuerpo con un maníaco era lo último que cualquiera necesitaba a esa hora de la noche.

—Tírala. ¡Ahora!

Si la cosa empapada en sangre tenía alguna intención de hacer algo con el hacha era descargarla sobre la cabeza de Schtutt. Saltó directamente hacia él, con el arma en alto, aullando con un sonido que Schtutt ya nunca olvidaría.

—¡Idiota! -fue lo único que tuvo tiempo de espetarle a la figura justo antes de que chocara contra él y lo dejara sin aliento.

El hacha, al caer de la mano del oponente, golpeó una sien de Schtutt y le hizo girar la cabeza en el momento en que ambos se iban al suelo. De modo simultáneo, la punta de la lanza de Schtutt atravesó el torso del asesino, tanto a causa del impulso de la figura como de la fuerza muscular del capitán.

Schtutt cayó de espaldas, con el asesino ensartado y debatiéndose en los estertores de la muerte sobre él; enloquecido y frenético como alguien que sufriera un ataque cerebral.

Al fin, Schtutt sintió que el cuerpo quedaba laxo y que la sangre de la dolorida cabeza le entraba en los ojos.

«Buena noche para dejar la barbera en el puesto de guardia», pensó, y perdió el conocimiento.

***

Kruza estaba acurrucado en una esquina de La Rata Ahogada, envuelto en su capa de terciopelo. Cuando comenzó a formarse escarcha en el vaso, se dio cuenta de que era bastante tarde. Arrojó unas monedas sobre la mesa y salió con andares pesados a la calle tremendamente fría.

Las lunas estaban en lo alto; eran lunas de invierno, curvas como garras. En aquel invierno había algo que le provocaba escalofríos que no justificaba el clima. Por todas partes, se hablaba de malos augurios y presagios, de la guerra que se avecinaba y del alzamiento de las fuerzas de la Oscuridad. En realidad, eran las mismas charlas de todos los días de cada año, pero entonces parecían diferentes. Ya no era el anuncio de calamidades por parte de borrachos sombríos en los bares abarrotados, de los alarmistas de nervios destrozados en los antros de juego, ni el trabajo de hábiles adivinos, destinado a aumentar su negocio. Era algo… real. La época era mala, y a Kruza no le gustaba nada esa sensación.

Circulaban historias desde las tabernas de mala muerte de Altquartier hasta los exclusivos salones de bebida de Nordgarten. Eran historias espeluznantes de viles asesinatos, locura y extraños fantasmas en la nieve. Se decía que un respetable carnicero de Altmarkt se había vuelto loco el día anterior, y con un cuchillo de desollar había matado a dos de sus empleados y a tres colegas antes de que la guardia acabara con él. Una hermana novicia del templo de Shallya se había colgado de las agujas del reloj de agua de Sudgarten, deteniendo el mecanismo para siempre a la medianoche en punto. En los establos de coches de alquiler de Neumarket, los caballos se habían puesto frenéticos la noche anterior a las primeras nevadas, y se habían desgarrado y mordido unos a otros en las estrechas caballerizas; dos habían muerto, y a otros cuatro tuvieron que matarlos.

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