Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

Lowenhertz guardó un silencio momentáneo y frunció el entrecejo.

—¡Ah! -dijo al fin-. Ya veo, comandante. Tú piensas que se trata de mí, ¿verdad? ¿Crees que formo parte de este peligro?

—Yo… -comenzó Ganz, vacilante.

Lowenhertz se echó a reír como si se tratara de un chiste realmente bueno.

—Perdóname, señor. No soy nada más que lo que parezco ser: ¡un leal servidor de Ulric, cuya mente, a veces, formula demasiadas preguntas! Mi padre era un Caballero Pantera. Murió en la colina de los Cuernos, destripado por los mastines del Caos. Yo siempre he intentado ir un paso por delante, saber de mi enemigo más de lo que él sabe de mí, servir al templo con las mejores capacidades de mi cuerpo… y mi mente. ¡No toleraré que desconfíes de mí! Pero si puedo servirte y tú puedes confiar…

Se produjo un largo silencio, y Ganz tendió una mano hacia el astrolabio.

—¿Y has descubierto algo? -preguntó con voz queda.

***

Drakken se acurrucó sobre los rollos de alfombra que había en la parte trasera del carro, y se relajó a la luz del fuego. Sobre él se proyectó una sombra, y alzó los ojos y parpadeó al salir de su duermevela. Allí estaba Lenya, con una sonrisa luminosa en la oscuridad.

—¿Tienes sed, caballero? -le preguntó.

—Me llamo Drakken -respondió él-. Krieg Drakken, y me gustaría que me llamaras así.

—Lo haré, Krieg. Con dos condiciones. Una, si me dices que tienes sed, y dos, si me llamas Lenya.

—Tengo sed, Lenya -respondió el muchacho con voz dulce.

Ella profirió un bufido y se marchó a buscar una bebida.

Drakken volvió a relajarse y cerró los ojos. Le dolía el hombro, pero en general aquél estaba resultando un buen debut como templario del Lobo Blanco. Sobre él volvió a proyectarse una sombra.

—Espero que el agua esté fresca… -comenzó a decir, y su voz se apagó al darse cuenta de que no era Lenya que regresaba.

La anciana niñera se acuclilló junto a él.

—Ahora tranquilízate, cachorrillo -le dijo ella con ternura-. ¡Ah!, ya sé que no soy tan bonita como tu ordeñadora, pero velo igualmente bien por el bienestar de mis guardianes, y tú has tenido un día muy largo.

Drakken se relajó y sonrió. El tono de su voz resultaba muy tranquilizador y sereno. No era de extrañar que se ganara la vida como cuidadora de niños.

—Sólo he pasado por aquí para bendecirte, corderito mío -dijo, y se metió una mano dentro del cuello de la blusa-. Tengo un amuleto de la suerte que me dio mi madre hace muchos años. Quiero que lo cojas en la mano para que te ayude a recobrar la salud.

La niñera sacó un destellante amuleto que pendía de un cordón que llevaba alrededor del cuello. La montura era de peltre, pero el amuleto en sí era un cristal curvo, en forma de garra; tal vez se tratara de un fragmento de otra cosa, algo muy antiguo.

—Siempre me ha traído suerte y salud -le aseguró ella.

El muchacho sonrió y lo cogió con una mano. Estaba tibio.

—Ahora la bendición será para ti, mi pobre caballero herido. La bendición de todos los dioses.

—Gracias, señora -respondió Drakken.

Experimentaba una mayor calidez; se sentía más seguro y sano.

—Aquí regresa Lenya con una taza de agua -dijo la niñera a la vez que recuperaba el amuleto y se ponía de pie-. No querrás pasar más tiempo con una vieja necia como yo. Que estés a salvo, caballero.

—Otra vez, gracias -se despidió Drakken.

Luego, Lenya llegó a su lado y le acercó la taza a los labios.

—¿La vieja Maris estaba de nuevo alborotando a tu alrededor? -preguntó la muchacha con una ancha sonrisa-. Es muy buena. Los niños están locos por ella. El Margrave tuvo suerte de encontrarla el año pasado, cuando necesitaba una nodriza.

—Es una anciana buena y muy atenta -asintió Drakken entre sorbos-. Pero yo sé quién me gustaría que me cuidara…

***

—¿Tenéis el hábito de espiar a las mujeres? -preguntó la esposa del Margrave con una deliciosa mueca en los labios.

Gruber se detuvo en seco y buscó con torpeza las palabras adecuadas.

—Estaba patrullando el campamento, mi señora.

—¿Y eso os trajo hasta la parte trasera de mi carruaje en el momento en que me vestía para dormir? -inquirió ella.

Gruber se volvió de espaldas, consciente de que se hallaba en compañía de una mujer que no llevaba puesto más que un fino camisón de satén.

—Os presento mis disculpas, señora. Yo…

—¡Oh, callad, caballero! -dijo ella con una risa tintineante-. Me siento halagada de que un hombre tan digno y distinguido como vos se ruborice en mi compañía. Agradezco vuestros esfuerzos. Estamos todos bajo vuestra protección.

Gruber se movió de un lado a otro con torpeza, y luego se volvió para marcharse.

—¿Cuál es vuestro nombre, caballero?

—Wilhelm Gruber -replicó él al mismo tiempo que daba media vuelta. De pronto, se sintió osado-. ¿Quién sois vos, señora?

—La esposa del Margrave de Linz, a menos que eso os haya pasado por alto -replicó ella, y volvió a reír.

—¿Eso es todo? -preguntó él con sequedad.

Ella no le respondió nada, y se produjo un largo silencio entre ambos.

—Será mejor que volváis a vuestra patrulla, Gruber -dijo ella al fin-. No sé qué pensáis que soy, pero no me siento feliz con lo que esa pregunta implica.

—Tampoco yo, señora -respondió Gruber mientras se alejaba-. Ya veremos.

***

Ganz observó las estrellas a través de las pulidas lentes del astrolabio de Lowenhertz. Estaba a punto de preguntar el nombre de otra constelación cuando Lowenhertz lo aferró con fuerza por un brazo.

—¿Qué?

—¡Silencio! -le siseó Lowenhertz-. ¿Hueles eso?

Ganz inhaló. El aroma dulce y ceniciento de la muerte era inconfundible.

Ambos se agacharon y vieron las relumbrantes rendijas de las viseras de los guerreros que se movían en el valle, junto al arroyo.

—¡No llevo más que mi cuchillo! -susurró Ganz.

Lowenhertz le lanzó el martillo y sacó una larga hacha de guerra de la silla del caballo.

—Haz correr la voz, comandante. Han vuelto por nosotros.

***

Eran un oscuro borrón de noche y luz de fuego. Ganz creyó contar a quince enemigos cuando cargaron hacia el campamento, desde el este, a pie. Eran silenciosos, como las sombras de los muertos.

Ganz no fue silencioso. Bramó una advertencia con toda la fuerza de que eran capaces sus pulmones, y él y Lowenhertz salvaron de un salto las rocas del margen del arroyo para hacer frente al silencioso ataque.

El campamento volvió a la vida. Se oyeron las consignas de respuesta de los centinelas y los rugidos de los hombres que despertaban. Entre los aterrorizados civiles, se alzaron gritos y alaridos.

Einholt se enfrentó con el primero de los atacantes, parando golpes y haciendo girar el martillo de guerra mientras bramaba para llamar a sus hermanos de la Compañía Blanca. Al cabo de cinco segundos, Bruckner y Aric, los otros dos centinelas de guardia, estaban a su lado y les cerraban el paso entre los crepitantes fuegos a los necrófagos de ojos rojos que salían de las tinieblas.

Ganz y Lowenhertz se reunieron con ellos unos segundos más tarde. Ganz estaba seguro de que entonces había al menos veinte atacantes, pero resultaba muy difícil distinguir en medio de la noche sus húmedas siluetas. También sus ojos destellantes se confundían con las hogueras ardientes. Era como si estuviesen hechos con el mismo material que la noche.

Una brillante espada negra silbó al pasar ¡unto a su cabeza, y Ganz invirtió el balanceo para defenderse. Al hacerlo, sus pies resbalaron sobre la tierra, cayó y quedó semitumbado. El oscuro, de pie ante él, tenía la espada en alto. Morgenstern, sólo con media armadura puesta y sucio por haberse tendido sobre el suelo, atravesó la oscuridad como una tromba y derribó a la criatura con un golpe de martillo a dos manos, de fuerza tremenda. Ganz se puso en pie de un salto y le gritó un agradecimiento al descomunal hombre, que ya se lanzaba hacia la muchedumbre.

Vio caer a Aric con un tajo en el hombro. Einholt y Lowenhertz saltaron a protegerlo, y mantuvieron a distancia al enemigo mientras el portaestandarte se levantaba. El hacha de Lowenhertz silbaba en el aire frío.

Con fuego lobuno en la sangre, Ganz hacía girar el martillo que le había prestado su compañero; usó el mango para parar un tremendo golpe, y luego mató al atacante con una arremetida lateral de la cabeza del arma.

—¡Por el templo! ¡Por Ulric! ¡Compañía Blanca! -bramaba.

***

En el otro lado del campamento reinaba un pandemónium. Con el martillo bien aferrado, Gruber intentaba poner orden en el caos.

—¡Kaspen! ¡Anspach! ¡Poned al Margrave y a su gente a cubierto junto a los carruajes! ¡El resto de vosotros acudid a la lucha!

Sirvientes que chillaban y niños que lloraban corrían en todas direcciones. Las ollas eran derramadas, y los fuegos de cocinar, pateados.

—¡Maldición! -imprecó Gruber.

Vio que Drakken aparecía cojeando en el centro del campamento a toda la velocidad de que era capaz.

—¡Mi arma! ¡Cualquier arma! -gritaba el joven con voz ronca.

—¡Me resultarás más útil aquí! -le gritó Gruber-. Mete a los niños dentro del carruaje. ¡Que mantengan la cabeza baja!

Se oyó un grito más penetrante que los demás. Gruber dio media vuelta y vio que dos guerreros oscuros habían irrumpido en el campamento desde la dirección opuesta al ataque principal y que cargaban contra los carruajes; realizaban una maniobra de pinza para romper el cordón.

Era la esposa del Margrave quien había gritado. Se encontraba en terreno abierto e intentaba coger a los dos aterrorizados críos. La niñera se encontraba a su lado y trataba de cobijar a los chiquillos entre sus brazos. Los guerreros arremetieron hacia ellos, con las espadas en alto.

Gruber se lanzó hacia adelante al mismo tiempo que blandía el martillo con una sola mano. El golpe destrozó una armadura y derribó a uno de los guerreros. Se enfrentó con el otro y bloqueó los mortales golpes deslizando lateralmente el mango del martillo contra la hoja: una vez, dos veces, tres veces. Para entonces, el primero de los atacantes volvía a estar de pie.

Gruber abolló el yelmo del segundo, al que hizo rodar por el suelo a tiempo de defenderse del renovado ataque del primero. Miró fijamente al interior de las rendijas de la visera, iluminadas de rojo, y respondió al furioso asalto con una arremetida que destrozó el escudo de la criatura. Luego, le propinó un fuerte golpe con la punta del mango del martillo en la mandíbula. El enemigo cayó, y esa vez, golpeándolo fuertemente de nuevo, se aseguró de que no volvería a levantarse.

El segundo ya se había incorporado de nuevo y, una vez más, centraba su atención en la esposa del Margrave.

Con un rugido, Gruber le arrojó el martillo. La enorme arma atravesó el claro silbando en al aire y girando, y partió la espalda de la criatura negra.

Gruber avanzó hasta donde estaba la esposa del Margrave y la ayudó a subir al carruaje, mientras la niñera reunía a los chiquillos.

—¡Entrad en el carruaje! -siseó.

—Gra,… gracias… -tartamudeó ella.

—Estaban completamente decididos a atraparos -le gruñó Gruber al mismo tiempo que clavaba sus ojos en los de ella-. ¿Qué hay en vos? ¿Acaso sois el pájaro de mal agüero que atrae hacia nosotros la Oscuridad?

—¡No! -respondió ella con tono implorante y horrorizado-. ¡No!

No había tiempo para debates. Gruber recobró su martillo y se unió a la lucha.

***

—¡Están retrocediendo! -anunció Anspach, al fin.

—¡Gracias al Lobo! -murmuró Ganz.

La lucha había sido intensa y demasiado igualada para que se sintiera cómodo. Varios de sus hombres estaban heridos, y había siete guerreros oscuros contorsionados y muertos en el suelo; se habían convertido en esqueletos. Los otros, como los fantasmas de los cuentos fantásticos, se desvanecían entre los árboles.

—¡Reagrupaos! -les dijo Ganz a sus hombres-. Entremos en el campamento y reconstruyamos la muralla de fuego. Falta mucho para el alba.

—¡Comandante! -Era Gruber quien lo llamaba.

Autore(a)s: