Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

Estaba de servicio. La Compañía Blanca tenía la guardia de vigilia y debía patrullar el palacio de Ulric hasta las primeras luces del día y el toque de maitines. Aric ansiaba el frescor y la niebla que esperaba que trajera el amanecer, que marcaría el final del turno de guardia.

Junto a la puerta en forma de arco de una capilla lateral dedicada a los hijos caídos de Ar-Ulric, Aric vio a Lowenhertz. El alto templario había apoyado su martillo de guerra contra la jamba y estaba de pie mirando hacia la ciudad a través de una ventana ojival desprovista de cristales. Al oír que Aric se aproximaba, se volvió a la velocidad del relámpago y enarboló el martillo.

—Tranquilo, hermano -le dijo Aric con una sonrisa.

—Aric… -murmuró Lowenhertz al mismo tiempo que bajaba el martillo.

—¿Qué tal va la noche?

—Sofocante. Huele el aire.

Ambos se quedaron de pie sobre el estrecho parapeto que había debajo del arco e inspiraron: sudor, humo de madera, podredumbre en el sistema de saneamiento.

—¡Ah, Middenheim! -murmuró Aric.

—Middenheim en pleno verano -añadió Lowenhertz-. Maldito sea su corazón de piedra.

En alguna parte de Altmarkt, más abajo, sonaban furiosas campanillas de mano y se veía un lejano resplandor distante. Otro incendio en las calles secas como yesca. Sólo durante esa semana había habido una docena o más. Y fuera de la ciudad, las chispas de rayos veraniegos habían incendiado sectores del bosque por la noche a intervalos regulares. Los pozos estaban secándose, las letrinas hedían, estallaban peleas callejeras, abundaban las enfermedades y florecía la venta de aceite de clavo. Era un verano caluroso y humoso para cualquier región, y para Middenheim constituía uno excepcional.

—Es el verano más caluroso de los últimos ocho años -dijo Lowenhertz, que sabía de esas cosas.

—El más caluroso que yo haya pasado -le aseguró Aric, e hizo una pausa significativa.

—¿Qué? -preguntó Lowenhertz al mismo tiempo que se volvía a mirarlo.

Aric se encogió de hombros.

—Yo… Nada.

—¿Qué?

—Casi esperaba que me explicaras por qué. Con tus conocimientos y todo eso, casi esperaba que me dijeras que un verano tan sofocante como éste es un signo seguro de algún desastre.

Lowenhertz pareció ligeramente enojado, como si pensara que se burlaba de él.

—Lo siento -dijo Aric-, pero debo continuar con la ronda.

—¿Hermano Aric? -dijo Lowenhertz cuando el otro se alejaba.

—¿Lowenhertz?

—Estás en lo cierto, ¿sabes? Un verano como éste…, no según ninguno de mis conocimientos, signos o presagios…, pero un calor como éste se apodera de la mente de los hombres. Les cuece el cerebro, se lo retuerce. Antes del otoño habrá problemas.

Aric asintió con gesto solemne y se alejó. Le caía bien Lowenhertz, pero no había nada en lo que aquel hombre no pudiese ver un aspecto negativo.

***

—¡Entonces quítatela! -le espetó Morgenstern.

La noche sofocante no había mejorado su talante, y su enorme cuerpo estaba empapado de sudor. Se había quitado la piel de lobo y la armadura, y estaba sentado en la parte delantera de la capilla principal. Ataviado con la camisa, presionaba la cara y el cuello contra la piedra fresca de la pila llena de agua. Encima de él, la gran estatua de Ulric se alzaba hacia la oscuridad, silenciosa, inmensa.

«Y probablemente también está sudando», decidió Morgenstern.

—¡Va contra el reglamento! -protestó Drakken, el más joven de los Lobos Blancos.

El recluta más reciente había alargado su turno para quedarse un rato con el veterano grande como un buey.

—¡Que Ulric se coma el reglamento! -le espetó Morgenstern al mismo tiempo que ladeaba la cabeza hacia la enorme estatua como muestra de respeto-. ¡Si tuvieras tanto calor como yo, le abrirías una zanja a esa armadura y chorrearías sudor! ¡En el nombre del Lobo, tienes la sangre lo bastante caliente para galantear a esa feroz mozuela de la corte del Margrave! ¡Debes estar cociéndote dentro de esa chatarra!

Drakken sacudió la cabeza con cansancio y se envolvió los poderosos hombros con la piel de lobo como si quisiera desafiar al calor.

«Bajo, hosco, ancho y testarudo -pensó Morgenstern-. Es indudable que nuestro muchacho Drakken tiene sangre de enano en su linaje. Es seguro que sus bastardos ancestros cavaron esta ciudad en la mismísima roca.»

Se puso de pie al darse cuenta de que Drakken intentaba no observarlo. Morgenstern metió una mano dentro de la fuente.

—¿Qué estás haciendo? -le siseó Drakken.

El viejo veterano sacó del agua bendita una botella de cerveza tapada con un corcho.

—La puse a refrescar -explicó.

Después, quitó el tapón y se echó el frío líquido a la garganta. Casi podía oír cómo Drakken se atragantaba con su propia saliva y su envidia. El joven avanzó hasta él a grandes zancadas.

—¡Por el amor de Ulric, dame un poco!

—¿Un poco de qué?

Aric avanzaba por la fila central de la gran nave, y millares de llamas de vela oscilaban con la repentina brisa producida por su ondulante piel de lobo.

Drakken se quedó petrificado. Se oyó un sonido líquido cuando la botella desapareció de la vista dentro de la pila. Los rechonchos dedos de Morgenstern la habían soltado.

—¿Morgenstern?

El enorme templario giró con sobriedad, hundió las manos curvadas dentro del agua de la pila y las levantó luego para bautizarse el rostro en una salpicante cascada de plata danzante.

—Agua bendita, hermano Aric -respondió Morgenstern mientras sacudía sus empapados rizos como si fuera un sabueso y veía que Aric fijaba la vista en su cuerpo despojado de la armadura-. En las horas tardías como ésta, me gusta purificarme con el agua bendita de Ulric, para estar fresco para la guardia.

—¿De verdad?

—¡Oh, sí! -le aseguró Morgenstern mientras volvía a mojarse cara y torso-. Vaya, me sorprende que un joven serio y devoto del Lobo como tú no conozca el ritual. Absuelve, ya lo creo. Es purificador; muy purificador.

—Muy purificador -asintió Drakken.

Morgenstern sabía que el joven templario estaba a un paso de soltar la carcajada, así que cogió a Drakken por el cuello y lo sumergió de cara en el agua de la pila.

—¿Lo ves? ¡El joven Drakken está ansioso! ¡Se muere por purificarse! ¿Puedo complacerte también a ti con un bautismo nocturno?

—Perdóname por entrometerme en tus prácticas, hermano Morgenstern -respondió Aric al mismo tiempo que negaba con la cabeza-. No sabía que fueras tan… devoto.

—Soy un hermano de Lobos, Aric. Me duele pensar que podrías creerme descuidado con ese tipo de detalles. Que te sirva de lección. Piensas que los veteranos somos descuidados y que estamos más interesados en el vino, la canción y los favores femeninos. -Morgenstern mantenía bajo el agua la cabeza de Drakken, que luchaba por liberarse-. ¡Los Lobos jóvenes os avergonzáis de los que son como yo! ¡Vaya, estoy casi decidido a salir afuera ahora mismo y azotarme la espalda desnuda con amargas varas de mimbre para castigar mi alma por amor a Ulric! ¿Cuándo hiciste eso por última vez?

—Lo he olvidado. Una vez más, te pido disculpas -dijo Aric al mismo tiempo que daba media vuelta para continuar la ronda-. Me inclino con humildad ante tu estricta devoción.

—No tiene importancia.

—Pero tal vez deberías dejar salir a Drakken antes de que se ahogue -añadió Aric mientras se alejaba con una sonrisa afectada.

—¿Qué? ¡Ah!, sí…

—¡Bastardo! ¡Casi me ahogo! -dijo Drakken cuando salió del agua, o eso es lo que habría dicho si no hubiese estado intentando vomitar un pulmón.

Permaneció tendido sobre las baldosas, junto a la pila, jadeando y preso de las náuseas durante dos buenos minutos después de marcharse Aric. Morgenstern le dio una juguetona patada en las costillas.

—¿Has visto el problema en que me has metido, muchacho? -preguntó Morgenstern.

Introdujo las manos dentro de la pila y sacó una segunda botella que había puesto a enfriar.

Una mariposa nocturna golpeó repetidas veces contra el cristal de la lámpara. Anspach pensó en aplastarla, pero si había una apuesta segura era que un martillo de guerra no constituía un buen matamoscas. Estaba considerando qué probabilidades tenía de aplastar a una mariposa nocturna con dicha arma cuando apareció Aric.

—¿Cómo va la noche, hermano Anspach?

—Calurosa y asquerosa, hermano Aric.

Se encontraban al pie de la escalera, bajo el arco a sardinel de la entrada de la capilla de trofeos del regimiento. Más allá de la puerta de reja, en la pared, bajorrelieves y frescos representaban a Wulcan, el castigo de Blitzbeil, la conmemoración de la roca Fauschlag, y había una veintena de otras imágenes relacionadas con la larga historia de Middenheim.

—¿Y la ronda? -preguntó Anspach, obviamente aburrido.

—Nada. Lowenhertz está de guardia en la capilla de los Caídos; Drakken y Morgenstern hacen el payaso en la nave principal; Kaspen y Einholt están quedándose dormidos en el anexo de la armería; Gruber se pasea con solemnidad por la torreta principal… Una noche tranquila.

Anspach asintió con un movimiento de cabeza y sacó una botella de debajo de la piel de lobo.

—¿Algo para refrescarte? -sugirió.

Aric dudó y, luego, aceptó la oferta.

—Sabe bien -comentó con tono apreciativo.

Le devolvió la botella y dio media vuelta. En ese momento, la punta de uno de sus pies chocó con algo que estaba sobre el piso y que resbaló por las losas. Tras buscarlo, Aric lo recogió. Era un candado.

—¿Cuánto hace que esto está tirado ahí?

Anspach, que avanzaba hacia él, se encogió de hombros.

—No tengo ni idea…

Entonces, ambos se volvieron para mirar hacia la verja de la capilla de trofeos, cuya puerta estaba entornada.

—¡Ay, no! ¡Ay, que Ulric me maldiga! -exclamó Anspach al mismo tiempo que avanzaba de un salto, con Aric detrás.

Empujaron la puerta hasta abrirla del todo e irrumpieron en la capilla. Aric sostuvo una lámpara en alto, y las mariposas nocturnas se pusieron a revolotear a su alrededor antes de estrellarse contra el cristal.

El plinto situado en un rincón del santuario, debajo de la gran piel de lobo, estaba vacío. Las Mandíbulas del Lobo. una reliquia incrustada en plata hecha con los colmillos de un gran lobo del bosque en tiempos antiguos, el más grande de los tesoros del templo, había desaparecido. Aric y Anspach retrocedieron con horror.

—Tengo problemas -jadeó Anspach.

—¿Tú tienes problemas? Anspach, todos tenemos problemas.

***

Maitines. Llegó el alba, calurosa, candente, intensa. En un anexo privado de las profundidades del templo, caluroso como un horno, Ganz escuchaba atentamente a Ar-Ulric, el sumo sacerdote. De vez en cuando murmuraba: «Sí, sumo sacerdote», o «No, sumo sacerdote» u, «Obviamente, sumo sacerdote».

—¡Las Mandíbulas del Lobo! -estaba diciendo el sumo sacerdote con aliento que se agotaba en el aire caliente-. ¡De todas las reliquias, la más preciada!

—Sí, sumo sacerdote -dijo Ganz, servicial.

—Debe ser devuelta al templo.

—Obviamente, sumo sacerdote.

Las moscas y los escarabajos golpeteaban contra las rejillas de las ventanas.

—Si admitiéramos que hemos perdido la reliquia, todo Middenheim se descorazonaría. La población de la ciudad se volvería contra nosotros y desesperaría. Es un mal presagio. El peor.

—Sí, sumo sacerdote.

—Puedo daros dos días de tiempo.

—¿Señor?

—Dos días para encontrar y recobrar la reliquia, antes de que tenga que hacerlo público y atraer la vergüenza y el tormento sobre todos nosotros, especialmente sobre la Compañía Blanca, que estaba de guardia la noche en que fue robada.

—Comprendo, sumo sacerdote.

—Dos días, Ganz. No le falléis al templo.

No le fallaría; no, no, no.

Pero por su vida que no sabía por dónde empezar. Cuando regresaba a paso majestuoso desde las habitaciones del sumo sacerdote, a través de los jardines de la capilla donde suaves brumas se alzaban de los macizos a causa del calor, Ganz maldijo una y otra vez. No tenía alternativa, Tenía que…, que… confiar en todos ellos… Incluso en Morgenstern… y en Anspach.

—Bueno, señor -dijo Anspach con expresión adecuadamente solemne-, creo que nuestra mejor apuesta…

—¡Silencio! -le gritó Ganz.

La habitación quedó en silencio durante un segundo y, luego, el sonido irrumpió de nuevo cuando Ganz dio un portazo al salir. Los restantes miembros de la compañía de Lobos se miraron entre sí. Aric suspiró. Dorff comenzó a silbar, nerviosa y desafinadamente. Con lentitud y retraso, Morgenstern bajó las piernas de la mesa donde las tenía apoyadas. Gruber permanecía en el fondo de la habitación con aire tenebroso. Los otros movieron los pies para expresar su incomodidad.

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