Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

—Debo estar perdiendo la forma, Jag. Me has dado una buena.

—¡Llevad a Kaspen a la enfermería! -les espetó Gruber a los hombres de la Compañía Roja, que ayudaron a Bruckner y Drakken a sacar del patio al herido.

Gruber miró a su alrededor y vio que Einholt tenía los ojos posados sobre su martillo roto. Se frotaba la mano y la muñeca, hinchadas y de color púrpura.

—¡Tú también, Einholt! -gruñó Gruber.

—No es más que una torcedura… -murmuró Einholt.

—¡Ahora!

Einholt se volvió a gran velocidad para encararse con el veterano Lobo.

—¡Sólo es una torcedura! ¡Unas cataplasmas frías, un bálsamo de hierbas, y estará curada!

Gruber retrocedió de modo involuntario. Einholt, el callado y controlado Einholt, jamás le había hablado a él ni a nadie de ese modo; nunca.

—Hermano -dijo obligándose a hablar con voz tranquila-. Eres un hombre valiente…

—¡Y me mantendré apartado de las sombras! -le espetó Einholt, que se alejó a grandes zancadas hacia el otro lado del patio.

***

Lowenhertz avanzó en silencio al interior de la capilla de Regimiento de los Lobos. El aire estaba cargado de incienso, y su perfume flotaba pesadamente en el frío ambiente otoñal.

Einholt se encontraba arrodillado ante el vacío pedestal que durante años había sido el sitio en que descansaban las Mandíbulas del Lobo. Se aferraba contra el pecho el antebrazo herido, entonces hinchado, ennegrecido, desprovisto del brazal de la armadura y con la manga de cuero subida.

—¿Einholt? -susurró.

—¿Me conoces, señor?

—Como un hermano, espero.

Lowenhertz se alegró cuando Einholt alzó la mirada y vio que la furia había desaparecido de sus ojos.

—Fue la sombra, ¿verdad?

—¿Qué?

—La sombra del toldo. Te hizo vacilar por un momento, te hizo perder el ritmo.

—Tal vez.

—Tal vez, nada. Sabes que yo estaba allí. Yo oí lo que te dijo Shorack.

Einholt se puso de pie y giró para encararse con Lowenhertz.

—Y recuerdo el consejo que me diste: «Haz lo que él dice. Mantente apartado de las sombras». ¿No me dijiste eso, Corazón de León?

—Recuerdo lo que dije -respondió Lowenhertz al mismo tiempo que apartaba la mirada-, que Ulric me ampare. No sabía qué otra cosa decir.

—Tú no eres como los demás. No eres como yo. Te tomas en serio a los magos y ese tipo de gente.

—A veces, tal vez -replicó Lowenhertz con un encogimiento de hombros-. Sé que a menudo pueden tener razón cuando parecen equivocarse. Pero el maestro Shorack fue siempre un teatrero de primera, según mi experiencia. Estaba cargado de trucos baratos. No deberías tomarte tan en serio sus palabras.

Einholt suspiró y apartó la mirada.

—Yo sé lo que dijo. Yo sé lo que soñé.

Lowenhertz guardó silencio por un momento.

—Necesitas ayuda, hermano Lobo, más ayuda de la que yo puedo ofrecerte. Quédate aquí. Aquí, he dicho. Iré a buscar a Ar-Ulric. Él calmará tu mente. -Lowenhertz dio media vuelta para marcharse.

—Kas está bien, ¿verdad? -preguntó Einholt con voz queda.

—No olvidará la lección de hoy, pero, sí, está bien. Se repondrá.

—Hace mucho tiempo que ya no le enseño nada -le aseguró Einholt con amargura, mientras volvía los ojos hacia la gran piel de lobo que estaba colgada en la pared-. Veinte inviernos… -Tosió-. Ya son dos los discípulos a los que les he fallado.

—¿Dos?

—Drago. Antes de que te unieras a nosotros.

—Kaspen ya no es un discípulo -señaló Lowenhertz-. Hoy sabía qué estaba haciendo. Los accidentes de entrenamiento son cosas que pasan. Yo, una vez, me partí un pulgar en…

Einholt no lo escuchaba. Lowenhertz se detuvo en la puerta de reja de la capilla.

—Hermano, no estás solo; supongo que lo sabes.

—Mi martillo -dijo Einholt con voz queda-. Lo he roto. Es curioso; he estado deseándolo desde que aplasté las

Mandíbulas del Lobo con él. Pensaba que, después de eso, no debía usarlo para nada más.

—Los herreros bendecirán uno nuevo para ti.

—Sí…, eso sería bueno. El viejo estaba… gastado.

—Quédate aquí, Jagbald. Voy a buscar al sumo sacerdote.

Lowenhertz se marchó, y Einholt volvió a dejarse caer ante la gran piel de lobo. Le latían los dedos de la mano. Le dolía la cicatriz. Su mente estaba inundada por las imágenes de la batalla de Hagen, que se repetían una y otra vez.

Los pieles verdes, sus colmillos tan blancos y afilados… Los sauces… Drago que gritaba. El impacto. Las sombras de los árboles.

«Mantente apartado de las sombras.»

—Aún no estás en paz, Lobo.

La anciana voz cascada sonó en el aire, detrás de él, y Einholt alzó los ojos. Era el viejo sacerdote de la cogulla con el que había hablado durante el pasado amanecer.

—¿Padre?

Einholt pensó que Lowenhertz debía haber enviado al anciano para que le hiciera compañía mientras él buscaba a Ar-Ulric. La frágil figura avanzó hacia él al mismo tiempo que tendía una mano como una garra para apoyarse en la pared de la capilla. Su cuerpo delgado proyectaba una sombra larga y frágil a la luz de las velas.

—Einholt. Tú rompiste el hechizo. Tú destrozaste las Mandíbulas del Lobo. Ulric está complacido contigo.

—Eso dices tú… -respondió Einholt tras una pausa, con los ojos fijos en sus rodillas-, pero hay algo en tu voz…, como si tú no estuvieras complacido, padre.

—Este mundo le ha enseñado al hombre que debe hacer sacrificios. Para que esos sacrificios sean realmente potentes, lo que se sacrifica también debe ser valioso. Las cosas, las vidas, los hombres. Es lo mismo en todos los casos. Yo creo que ahora el más valioso de los templarios es el que destrozó las Mandíbulas del Lobo y derrotó a la Oscuridad. Ése eres tú, ¿verdad?

—Sí, ése soy yo, padre. ¿Y qué? ¿Quieres decir que, de alguna manera, me he transformado en alguien mejor de lo que era antes? ¿Que mi acto me ha conferido un significado especial?

Einholt luchaba para mantener el miedo fuera de su voz. pero lo que sentía era verdadero pánico. No lo tranquilizaba nada del sagrado santuario. Las palabras del anciano sacerdote lo inquietaban de una manera que ni siquiera podía comenzar a explicar.

—Hablas como si yo estuviese ahora investido de algún poder…

—La historia de nuestro templo, de nuestro Imperio…, incluso del propio mundo…, está llena de hombres que se convirtieron en algo más que hombres mediante sus hazañas. Campeones, salvadores, héroes. Pocos escogieron ese papel, y todavía son menos los que están dispuestos a aceptar lo que ese papel realmente significa. Tus acciones te han convertido en un héroe. Ése es tu destino. La sangre de los héroes es más sagrada que la de los hombres mortales. En el mundo invisible, ese tipo de hombres son luminosos.

Einholt abrió la boca para hablar, pero su voz murió. Se estremeció, y su respiración se tornó somera y acelerada.

—¿El mundo in…, invisible? Esta misma madrugada, en el templo, te hablé de lo que el mago me había dicho, te conté que dijo que el mundo invisible también me conocía. que le había dicho mi nombre. Tú me dijiste que lo olvidara, que no hiciera caso de eso porque era una tontería. Ahora tú… repites sus palabras.

—Me entendiste mal, templario…

—¡No creo haberte entendido mal! ¿Qué es esto, padre? ¿A qué estás jugando?

—Cálmate. Esto no es ningún juego.

—En el nombre de Ulric, padre, explícate, ¿qué es lo que me estás diciendo?

—Simplemente, necesitas entender tu destino; lo necesitas más que la mayoría de los hombres. Procura hacer eso, y tu mente hallará la paz.

—¿Cómo?

El anciano sacerdote hizo una pausa.

—Ulric siempre me asombra, hermano. A algunos les da las preguntas, mientras que a otros les da las respuestas.

—¿Qué significa eso? -gritó Einholt con voz más sonora y enfadada que antes.

El anciano ataviado con la cogulla alzó una mano con gesto tranquilizador, y sus extremidades se estremecieron y temblaron, tan débiles eran.

—Ulric te ha dado las preguntas a ti y ha dejado las respuestas para otros.

Einholt aferró al sacerdote por la parte delantera del hábito y lo sujetó con tanta fuerza que el anciano profirió un grito ahogado dentro de la cogulla. Su respiración olía a vejez y putrefacción. Einholt intentó mirar dentro de la cogulla, pero la luz parecía negarse a entrar en ella.

—¡¿A cuáles otros?!

—¡Estás haciéndome daño, hermano Lobo! ¡Mis viejos huesos!

—¡Cuáles otros!

—Morgenstern. Morgenstern lo sabe.

Einholt arrojó al viejo sacerdote a un lado y salió a toda velocidad de la capilla. Los Caballeros Pantera, los Lobos y los adoradores de Ulric presentes en la capilla quedaron perplejos al ver a un Lobo salir corriendo de la capilla de Regimiento y encaminarse hacia la puerta esquivando cada zona de sombra y siguiendo los haces de luz solar que entraban a través de las ventanas que miraban al oeste.

***

Einholt casi chocó con Aric en la escalera del templo.

—¡Morgenstern! ¿Dónde está?

—¿Einholt?

—¡Morgenstern, Aric! ¿Dónde está?

—De permiso, viejo amigo. Ya sabes lo que eso significa…

Einholt se apartó de Aric y casi derribó al joven caballero cuando salió corriendo.

***

No había ni rastro de él en la taberna de El Velo Rasgado ni en Los Destellos de Cobre. En El Cisne Volador lo habían visto por última vez el martes de la semana anterior y había dejado una cuenta por pagar. El hosco personal de La Rata Ahogada dijo que había estado allí antes, que había cenado algo y que luego había salido diciendo que se marchaba hacia las cervecerías de Altquartier.

Altquartier, cerca del toque de vísperas y con el sol bajando en línea oblicua por el cielo. Einholt descendió las empinadas calles y escarpadas escaleras musgosas de Middenheim, donde se cruzó con gente que regresaba tarde a casa o se marchaba hacia las tabernas con la puesta del sol. Cada vez le resultaba más difícil esquivar las sombras. Se mantenía en el lado este de todas las serpenteantes calles y callejones, buscando con ansiedad los últimos rayos de luz solar, que pasaban por encima de los tejados de la acera contraria. Evitó entrar en tres calles porque las sombras de la tarde las oscurecían por completo. Pero continuó adelante.

«Eres un hombre valiente. Mantente apartado de las sombras.»

La Taberna del Carterista tenía sus atractivas lámparas encendidas. Aún era temprano y la última luz solar manchaba los bordes de la calle. Él permaneció en la zona iluminada, con el cerebro ya calenturiento, e irrumpió a través de las puertas de la taberna con tal brutalidad que todos los presentes se volvieron a mirarlo.

—¿Morgenstern?

—Estuvo aquí hace una hora; se ha marchado a La Dama Presumida -dijo la moza de la barra, que sabía que su patrón no quería problemas con los templarios.

Einholt se puso a correr como un lobo solitario al que persiguiera una manada de sabuesos. Había olvidado el dolor del brazo herido, que colgaba a un lado, o al menos lo había borrado de su mente. Buscaba cualquier resto de luz solar que quedara a su paso y se movía a gran velocidad en torno a las sombras del anochecer otoñal, que avanzaban rápidamente.

A lo lejos, se escuchó un trueno.

Se lanzó al interior de La Dama Presumida, situada en la parte inferior de las cuestas de la ciudad, en las profundidades de Altquartier. Einholt derribó a dos bebedores de sus bancos al irrumpir a través de la cortina que había en la entrada. Los levantó del suelo y les arrojó monedas, que sacó de su bolsa. Los rostros mugrientos que maldecían se tragaron los gruñidos con alarma al ver quién los había derribado.

—¿Está aquí el templario del Lobo Morgenstern?

La jefa de camareras era una mujer gorda y empolvada, que tenía varios dientes negros y llevaba puesto un manchado sombrero en forma de globo. Olía a sudor de una semana y ni siquiera una botella entera de perfume podría haberlo disimulado, aunque, en realidad, era la cantidad que debía haberse echado encima. Le dedicó una lasciva sonrisa de dominó, apoyó su escotada delantera sobre los brazos y la adelantó hacia él.

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