Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

«Naturalmente, ella declinó la oferta y permaneció en la ciudad para dar a luz, con el fin de que mi padre tuviese que reconocerme. Era un gran plan, pero, por supuesto, las cosas nunca salen como nosotros esperamos, y ella murió. La suya fue una muerte horrible, realmente. Murió tres días después de mi nacimiento. Se desangró.

»Así pues, salí de aquí. En realidad, no me marché, sino que se me llevó una vieja nodriza que trabajaba para mi abuelo. Le pagaron para que me llevara al bosque y, bueno, ya sabes, me matara. Ella, por supuesto, no tuvo corazón para eso y, en lugar de matarme, se quedó conmigo, y luego su hermana también fue a vivir con nosotros. Era una mujer maravillosa; nunca nos faltó de nada. Ahora están ambas muertas y me pregunto si no serían brujas, porque a pesar de que nunca carecimos de nada, ninguna de ellas hacía nada práctico. No criábamos cerdos ni teníamos huerta, pero siempre había carne, verduras y buen pan…

Kruza lo dejaba narrar su historia sin prestarle demasiada atención, pues comenzaba a creer que tanto ésta como el muchacho eran parte de un complicado sueño febril provocado por el resfriado.

—Así que me hice hombre y, antes de morir, mi supuesta tía, que debía tener más de setenta años cuando quedó postrada en su lecho de muerte, me lo contó todo. Después de enterrarlas a ella y a su hermana -murieron en la misma cama y el mismo día-, abandoné el bosque que había sido mi hogar durante toda la vida y me encaminé hacia la ciudad. Y eso es todo, bueno, la mayor parte. No puedo mencionar el nombre de mi padre, por supuesto, hasta que me reconozca oficialmente, por así decirlo; pero puedo decirte que gobierna una gran ciudad, vive en un gran palacio y no se encuentra a un millón de kilómetros de aquí. De hecho, en las noches claras puedo ver la parte superior de los tejados de su palacio desde mi pequeña ventana.

La cabeza de Kruza flotaba por la habitación a causa de todo el buen licor ingerido, pero identificaba un inaudito cuento de hadas cuando lo oía, o varios entrelazados unos con otros. A pesar de todo, no era asunto suyo. Quería que el muchacho se relajara y confiara en él.

***

Kruza se marchó muy tarde. Al recordar que aún debía cumplir con la cuota, se apropió de un pequeño espejo dorado al salir y lo deslizó dentro de su chaqueta.

—Está bien -le dijo Resollador al darse cuenta-. Puedes quedártelo. Se lo quité a un ladrón. Ahora no pertenece a nadie, así que puedes llevártelo.

Por primera vez desde que era un niño, Kruza se sintió culpable.

—Oye, ¿cómo te llamas? -preguntó.

—¡Ah!, no tengo nombre -replicó el chico con tono alegre-, por ser un bastardo y todo eso. Y mi madre no vivió lo bastante para darme uno. Cuando fui mayor necesite un nombre, mis tías me llamaron Resollador. Puedes llamarme así.

—De acuerdo -replicó el ladrón-. Yo me llamo Kruza.

—Es extraño -comentó Resollador-. Pensé que tu nombre tendría que ser Estornudador -y rió de su propio chiste-. ¿Has oído eso? -preguntó retóricamente-. ¡Resollador y Estornudador!

Kruza parpadeó.

—Nos vemos -dijo, y se marchó.

***

El muchacho tenía talento natural. Tenía talento en los dedos, en el andar, e incluso su absoluto anonimato contribuía a ello. Era raro. Había muchos buenos ladrones en Middenheim, incluido Kruza, pero sólo un puñado que tuviesen talento natural. Si el muchacho resultaba ser lo que Kruza pensaba que era, el deber de Kruza era comenzar a reclutarlo para su Bajo Rey.

«¿O me lo quedo para mí mismo?», se preguntó. El pensamiento volvía a su mente una y otra vez. ¡Que fácil le resultaría cumplir entonces con su cuota, quitarse al Bajo Rey de encima, comenzar finalmente a levantar cabeza, irse solo a alguna parte!

Pero reclutar al muchacho no iba a ser fácil en ninguno de los dos casos. Resollador tenía un montón de reglas descabelladas sobre a quién robarle y qué robar. No le veía sentido a robar para vender las cosas por un valor inferior al que tenían. Sólo robaba para vivir.

Sin embargo, era demasiado bueno, y Kruza detestaba ver desperdiciado un talento tan enorme.

Dejó el asunto durante un par de días, y a la tercera mañana se puso a vigilar el soñoliento callejón en que vivía Resollador, hasta que vio salir al muchacho del edificio en ruinas. Entonces, apareció de entre las sombras como si pasara por allí y aquello fuera un encuentro fortuito.

—¡Ah!, eres tú otra vez -dijo.

El rostro del muchacho se animó. «Está tan poco acostumbrado a que le hablen…», pensó Kruza con un poco de lástima, aunque sólo un poco; en el corazón de Kruza no había espacio para mucho más que el trabajo.

—¿Adonde vas?

—A trabajar -replicó Kruza al mismo tiempo que sorbía por la nariz. Era otro día frío y lluvioso.

—¿Puedo acompañarte? -preguntó Resollador.

Y así empezó el juego, de esa manera tan sencilla. Los dos bajaron hasta el Gran Parque. Kruza caminaba encorvado a causa del resfriado y se mantenía cerca de los tenderetes, bajo sus toldos, para protegerse del viento y la lluvia. Resollador casi se pavoneaba por el parque; sacaba su canijo pecho y respiraba profundamente el aire gélido y húmedo. Parecía hallarse en su elemento. Kruza lo condujo hasta un tenderete atiborrado de toda clase de objetos para el hogar, y observaron a una mujer de la nobleza local, acompañada por su criado, que pasaba las manos por los rollos de tela de un tenderete cercano. Kruza estuvo a punto de proferir un grito ahogado cuando Resollador cogió del tenderete un paquete de cerillas y media docena de velas de sebo, y se las metió dentro de la chaqueta. Pero nadie más pareció darse cuenta.

«Tiene un talento natural, ¡por Ulric!», pensó Kruza con una sonrisa, y le hizo un gesto de asentimiento a su descarado compañero.

—Apuesto a que no puedes quitarle la bolsa del dinero a la señora.

—¿A cuál? -inquirió Resollador mientras miraba a su alrededor.

—A aquélla -respondió Kruza-, la que va con el criado fachendón de capa gris y corta.

—No hay problema -le aseguró Resollador con una sonrisa de ojos torcidos en la cara.

Pasó junto a la acaudalada mujer, que llevaba la pesada bolsa de dinero colgada de la cintura, y se la quitó sin tocar siquiera a la dueña. Kruza lo observaba, a pocos pasos de distancia, asombrado ante la velocidad y la habilidad con que Resollador ejecutaba la proeza. Había estado dispuesto a intervenir y crear un poco de confusión para cubrir a Resollador cuando lo cogieran, algo que le parecía inevitable con el criado haciendo guardia.

Pero no llegó a suceder. Resollador rodeó el tenderete siguiente y regresó por detrás de Kruza.

—Bien, bien… -murmuró Kruza mientras continuaban caminando-. ¿Dónde la tienes?

—¿Dónde tengo qué? -preguntó Resollador con tono de inocencia.

—La bolsa, bobalicón -replicó Kruza-. ¿Cuánto dinero había dentro?

—Ni idea -le aseguró Resollador-, pero era bastante pesada. Puedes comprobarlo si quieres. Está en el bolsillo de tu justillo.

Kruza miró al muchacho con los ojos abiertos de par en par y deslizó dos dedos dentro del bolsillo, del que sacó la bolsa llena. Su boca se abrió tanto y a tal velocidad que casi se disloca la mandíbula inferior. No había notado nada, y era uno de los mejores. El muchacho resultaba asombroso. invisible.

A Resollador parecía gustarle el juego y ejecutaba cualquier hazaña. A medida que pasaba el día, Kruza se sentía cada vez más intrigado por lo que era capaz de hacer aquel joven carterista carente de entrenamiento. No necesitaba reclutarlo, ya que el muchacho le daría cualquier cosa y haría cualquier cosa por él, siempre y cuando la solicitud fuese precedida por la frase «apuesto a que no puedes…». Kruza tenía ante sí su medio de vida.

El muchacho robó para ambos el almuerzo del dueño de un tenderete, al mismo tiempo que Kruza mantenía una conversación. El carterista, con su cuerpo alto y atlético, y Resollador, pequeño y compacto, se sentaron en una carretilla cubierta, situada detrás de uno de los tenderetes de ropa, a comer la salchicha fresca, un pequeño bote de cerámica lleno de verduras escabechadas y dos buenos panecillos. Kruza era un hombre adulto, de veinticuatro años, apenas unos pocos años mayor que su compañero, pero, sentado junto a él, Resollador parecía un niño de los tugurios.

El humor del ladrón había mejorado de un modo espectacular. Valía la pena salir al frío y la lluvia para observar al muchacho mientras trabajaba, especialmente cuando lo hacía para él.

Durante la tarde, el chico cogió dos relojes de los bolsillos interiores de dos caballeros cuyos abrigos parecían completamente impenetrables, y completó el truco de prestidigitador robándole el casi invisible collar a una dama de mediana edad que llevaba la capa abotonada hasta la garganta. Un poco más tarde, juntos, los conspiradores aliviaron de siete objetos a un joven dandi; lo hicieron tropezar y, luego, lo salvaron de una indigna caída por un sendero de empinados escalones. Mientras le sacudía la ropa al hombre, Resollador logró vaciarle tres de los bolsillos exteriores y dos que estaban escondidos debajo. También se apoderó de la daga corta que el dandi llevaba dentro de una de sus largas botas. Era una maravilla.

***

Al llegar el atardecer, Kruza y Resollador se retiraron a La Rata Ahogada, situada en el distrito de Ostwald. Kruza abrió la puerta desde la mugrienta calle donde se alargaban las sombras, y casi cayeron en el interior de la taberna con los bolsillos llenos. Había concluido un buen día de trabajo, y tenían monedas para gastar en cerveza y una buena cena.

Dentro del pequeño local estaban apiñados varios amigos y colegas de Kruza, y se hicieron las presentaciones pertinentes, pero ninguno pudo recordar el nombre de Resollador, y muy pronto olvidaron incluso que se encontraba allí. Resollador pensó que eran todos buenos tipos, aparte de uno con el pelo aplanado, Arkady, que parecía un poco patán. Ociosamente, se encontró preguntándose si habría sido el último mejor amigo de Kruza.

Al cabo de poco rato, corría la bebida, y la comida quedaba ya olvidada. Kruza intercambiaba historias e información con sus colegas. Hablaban continuamente del «jefe». aunque a veces lo llamaban «el hombre» o «el rey»; se quejaban de él, lo maldecían y daban otras muestras del odio que sentían hacia ese personaje.

Un poco más tarde estalló una pelea. Al principio, fue algo cordial: unos cuantos puñetazos para demostrar cualquier cosa. Luego, sin embargo, alguien sacó una daga, y se desató el caos. Resollador no tenía ni idea de por qué se peleaban, y se deslizó del taburete para cobijarse entre los barriles que daban apoyo a un extremo de la barra. Allí permaneció, rodeándose las rodillas con los brazos, y observó la pelea.

Kruza se lanzó con deleite a la refriega. No había nada como una buena pendencia para concluir una estupenda velada. Finalmente, la pelea cesó cuando el dueño de la taberna, de manera arbitraria, comenzó a atizar con una cachiporra a todos los que estaban en el local, al mismo tiempo que gritaba que ya se habían causado bastantes desperfectos y que llamaría a la guardia. Cuatro hombres habían sufrido tajos y uno había perdido el lóbulo de una oreja. Los demás tenían cortes en la ropa, y comenzaban a verse cardenales en los rostros y los cuerpos a causa de los puñetazos y los golpes asestados con empuñaduras de armas durante la lucha cuerpo a cuerpo, pues no había espacio suficiente para usar la hoja de las espadas.

Resollador quedó atónito al ver que estaban todos en buenas condiciones cuando fueron expulsados de la taberna; unidos, maldecían al tabernero como antes lo habían hecho con el Bajo Rey.

***

Una semana más tarde, Kruza y Resollador recorrían un sinuoso camino para regresar a la habitación del segundo, que era más cómoda y privada que la de Kruza y que éste había comenzado a adoptar como suya. Resollador no podría haber sido más feliz. Al fin, tenía compañía.

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