Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

Más aún, bolas y arcos de fuego verde, como relámpagos atrapados, habían estado danzando alrededor de las torres del templo de Myrmidia durante media hora, hacía dos crepúsculos. La gente decía que se habían visto sombras caminando por el parque de Morr. Un terrible olor a corrupción de osario había invadido la oficina de los Sacerdotes de la Ciudad y había hecho salir a los empleados pálidos y verdosos. Se habían visto rostros grotescos, por un instante, presionados contra ventanas o en los espejos de las casas. En La Taberna del Carterista, una mancha de humedad con forma de cabeza que gritaba había aparecido en la escayola del bar, y no podían borrarla por mucho que frotaran. Tres hombres a los que Kruza conocía personalmente habían visto a viejos parientes, muertos hacía mucho, de pie junto a sus camas en el momento de despertar, brumosos y gritando en silencio antes de desaparecer. Algunos decían incluso que había plaga en Altquartier.

Bien era cierto que abundaban las fiebres de invierno y la gripe. A fin de cuentas, estaban en invierno. Pero ¿plaga? Eso sucedía en la estación cálida, con el hedor y las moscas. El frío era enemigo de la plaga…, ¿o no? ¿Y la muerte? Era moneda corriente en Middenheim, pero, incluso para las miserables pautas de la ciudad, el asesinato y la violencia eran entonces alarmantemente frecuentes.

Era, en efecto, una mala época. Kruza alzó los ojos hacia la oscuridad, hacia las parpadeantes, ominosas estrellas. A veces, deseaba ser capaz de leer el conocimiento que otros le decían que estaba indeleblemente escrito en ellas. Incluso sin tener dicha capacidad, sólo vio amenaza en las luces distantes. Tal vez debería consultar a un astrólogo, pero ¿realmente quería saber lo que se avecinaba?

Echó a andar por la helada calle y casi de inmediato, aunque había estado seguro de hallarse a solas en la acera, sintió una presencia a su lado, una exuberancia jadeante. Miró a su alrededor al mismo tiempo que posaba una mano sobre la daga.

No había nadie. Era su mente que le jugaba malas pasadas; demasiadas historias de miedo, demasiada imaginación y demasiado poco vino.

Pero… aún estaba allí. Inconfundible. Una respiración. Algo invisible que seguía sus movimientos, justo fuera de su vista, siempre detrás de él.

Le recordaba a…

Eso sí que era estúpido. Sólo se debía a que había tenido al muchacho en la cabeza en los últimos tiempos. Pero…

La respiración otra vez, justo a sus espaldas. Se volvió con brusquedad, muy serio de repente, con la daga desenvainada. ¿Resollador?

«¡Vamos, Kruza! ¡Ahí está para cogerlo!»

Kruza dio un respingo, pero en realidad allí no había nadie. Sólo el viento invernal que susurraba a través de las arcadas y portales en torno a él. Se estremeció y se encaminó hacia su casa.

***

En el palacio del Graf, situado en lo alto de la roca, los estandartes ceremoniales se agitaban con rigidez, cargados de escarcha. Grandes braseros de hierro negro ardían en la Gran Puerta y se alineaban a lo largo del sendero de entrada. Dos jinetes montados en corceles de guerra pasaron al galope ante los guardias sin aminorar la marcha y volaron por aquel camino marcado por el fuego.

Dentro del palacio, Lenya se encontraba arrodillada en un pasillo cercano al vestíbulo principal y se calentaba ilegalmente las manos en la rejilla trasera del cañón de la chimenea de la cocina principal. Estaba descansando, en secreto, durante unos momentos. Los jefes de la servidumbre habían obligado al personal a trabajar sin pausa durante toda la velada para cubrir un importante acontecimiento que no habían especificado.

Quedó petrificada en la oscuridad al oír el taconeo que bajaba por el pasillo, y se escondió tras una armadura gélida que estaba en exposición. El chambelán, Breugal, pasó cojeando ante ella sin advertir que la humilde sirvienta se encontraba lejos de sus tareas y del área del palacio que le correspondía.

Breugal avanzó hasta el amplio y frío espacio de la entrada principal, mientras el bastón de mango de plata repicaba al compás de sus pasos. Se detuvo. «Piensa que nadie lo ve», pensó Lenya con una sonrisa, y tuvo que reprimir las ganas de reír mientras el hombre se ajustaba la peluca adornada con cintas y exhalaba luego dentro de su propia mano para olerse el aliento.

Los jinetes se detuvieron en el exterior. Uno permaneció con los caballos y el otro avanzó a grandes zancadas y abrió de golpe las grandiosas puertas del vestíbulo.

Ganz, comandante de la Compañía Blanca, se detuvo un momento en el umbral y pateó para quitarse, contra la jamba de la puerta, la nieve de los escarpes, las ruedillas de las espuelas y las grebas.

Breugal observó esto con desdén al ver que los trozos de hielo caían de las piernas del templario y se alejaban resbalando por el suelo de mármol pulimentado.

—Alguien tendrá que limpiar eso -le dijo a Ganz con tono insinuante mientras avanzaba golpeteando el suelo con el bastón.

—Seguro que sí -replicó Ganz, que en realidad no lo escuchaba.

—El palacio se siente honrado por la visita de un templario tan digno, pero me temo que el Graf se ha retirado ya por esta noche. Espera importantes huéspedes que llegarán mañana temprano y necesita descansar. Debes volver mañana…, mañana, tarde.

Breugal unió las manos ante sí, con el bastón sujeto bajo el brazo, e hizo una grave reverencia.

—No estoy aquí para ver a su alteza. Me han mandado llamar. Busca a Von Volk.

Se produjo un silencio durante el cual Breugal miró a Ganz con aire de soberbia.

—Que te… encuentre…

Ganz avanzó hacia el chambelán.

—¿Sí? ¿Acaso no me he expresado con claridad? Busca a Von Volk.

Breugal retrocedió ante el enorme caballero. Daba la impresión de que se había atragantado con algo extremadamente desagradable.

—Mi querido… señor. No puedes entrar aquí en plena noche y exigirle cosas parecidas al chambelán real. Aunque seas un caballero de Ulric.

Breugal le dedicó su más cortesana sonrisa, la sonrisa que daba a entender que allí él era el auténtico señor, una sonrisa que había roto acuerdos matrimoniales de la corte, había arruinado carreras y había aterrado a tres generaciones de sirvientes.

Ganz pareció perplejo por un momento. Dio media vuelta, luego giró otra vez y clavó en el chambelán una mirada tan abrasadora como el mismo sol.

—Te diré lo que puedo hacer. Gozo del poder del supremo Ar-Ulric para servir al templo, a Ulric y al Graf. ¡Entraré aquí en cualquier momento que me dé la gana y todos los chambelanes reales correrán de aquí para allá hasta que se haga mi voluntad!

«¿Comprendido? -añadió para asegurarse.

La boca del atónito Breugal formó varios sonidos de vocal sin sentido al mismo tiempo que él retrocedía.

Desde su escondite, Lenya sonrió con expresión de triunfo. «Creo que herr Breugal va a mojarse los calzones -pensó-. ¡Esto no tiene precio!»

—Lo ha comprendido a la perfección, Lobo -dijo una voz desde el otro extremo del vestíbulo.

Von Volk, flanqueado por otros dos Caballeros Pantera, atravesó el piso de mármol para recibirlo. Von Volk llevaba el crestado casco ornamental bajo el brazo y la cabeza desnuda; los otros dos iban regiamente adornados con yelmos cerrados, que se alzaban treinta centímetros por encima de sus cabezas para formar dorados iconos de pantera y abanicos almenados.

Ganz y Von Volk se encontraron en medio del vestíbulo, y sus armaduras resonaron al chocar los guanteletes. Las sonrisas de ambos eran sinceras.

—¡Von Volk! ¡Es agradable volver a verte en mejores circunstancias que la última vez! Gruber ha hablado bien de ti.

—¡Ganz de la Compañía Blanca! ¡Y yo he hablado bien de Gruber!

Se volvieron a un tiempo y le lanzaron miradas hoscas al chambelán que aguardaba.

—¿Querías algo? -preguntó Von Volk.

—No…, señor -comenzó Breugal.

—¡Entonces, largo! -le gruñó Von Volk como un gato enorme tras inclinarse para acercársele a la cara.

Breugal se alejó con su repiqueteo de botines y bastón, a toda la velocidad que pudo.

—Te pido disculpas por ese gilipollas con pretensiones de grandeza -dijo Von Volk.

—No es necesario. Conozco a muchos de su clase. Veamos, ¿por qué me has hecho llamar?

Von Volk despidió a sus hombres con un balanceo de la mano, y éstos retrocedieron. Lenya estiró el cuello para oír.

—Los embajadores de Bretonia llegarán en las próximas horas. Su alteza el Graf quiere que se garantice toda la seguridad posible para su visita.

—Ninguno de nosotros quiere la guerra con Bretonia -señaló Ganz, severo.

—Ahí está la cosa. Hay enfermedad en las barracas de los Caballeros Pantera. Se trata de una fiebre, una fiebre respiratoria. Tengo a dieciocho hombres de baja, postrados en la cama. ¿Qué tal están en tu templo?

—Sanos, de momento. ¿Qué quieres que hagamos?

—Que nos apoyéis. Cuando lleguen los embajadores, la seguridad será nuestra principal prioridad. No tengo los hombres necesarios. Espero que los Lobos del templo nos refuercen.

—Ar-Ulric me ha dicho que te proporcione cualquier cosa que necesites, capitán. Dalo por hecho.

Lenya estuvo a punto de caer de su escondite al inclinarse para oír estas últimas palabras. «Esto es terrible -pensó-. Es verdaderamente terrible. Plaga, enfermedad, invasores extranjeros…»

—Iré a darles las órdenes a mis hombres -respondió Ganz, e hizo el saludo militar cuando los tres Caballeros Pantera se retiraron.

Por un momento, Ganz se quedó de pie a solas en el vestíbulo, y luego miró directamente hacia el escondite de Lenya.

—Puedo verte, ordeñadora. No te preocupes, Drakken estará entre los hombres que envíe aquí. Intenta no distraerlo.

Ganz dio media vuelta y atravesó las puertas principales hacia el caballo que lo aguardaba. Lenya suspiró. «¿Cómo demonios lo consigue?»

***

A la luz de la antorcha, Gruber bajó los ojos hacia el lugar santo llamado Agujero del Lobo. Se arrodilló de modo súbito, con la cabeza inclinada, y rezó una plegaria de bendición.

—No sabía qué hacer, señor -dijo el capitán de la guardia, que llevaba la cabeza vendada y se encontraba de pie detrás de él-. No sabía si debía limpiarlo…

Gruber, con la armadura gris de bordes dorados brillando a la luz de la antorcha, se incorporó y se giró.

—Has obrado bien, capitán. Y con valentía.

—Sólo hice mi trabajo -replicó Schtutt.

—De manera ejemplar.

Gruber sonrió, pero Schtutt advirtió que era una sonrisa vacía.

—¡Schell! ¡Kaspen! ¡Mantened alejada a esa gente! -les gritó con aspereza a los templarios que bordeaban la pequeña plaza del Agujero del Lobo y se encontraban de cara a la ansiosa multitud, que iba en aumento.

Luego, Gruber siguió al capitán de la guardia por el callejón, hacia la casa atacada.

—¿Es aquí donde lo mataste? -preguntó con voz tranquila.

—¡Con la lanza partida, señor! -replicó Schtutt al mismo tiempo que alzaba el arma sucia de sangre seca.

—Muy bien.

—Hay una cuestión de…

—¿De qué? -inquirió Gruber.

—De… jurisdicción.

—Un lugar santo dedicado a Ulric ha sido abominablemente profanado. ¿Puede haber alguna duda?

Schtutt pensó en esas palabras; luego, en lo corpulentos que eran los acorazados Lobos, y después, en que ya había tenido lucha más que suficiente por esa noche.

—Es todo vuestro -le respondió al nervudo veterano Gruber, a la vez que retrocedía un paso.

Al entrar en la casa, Gruber les echó una mirada a los cuerpos destrozados que yacían sobre un charco de sangre. Habían apagado el fuego, y unos vecinos consolaban a la llorosa mujer. El asesino yacía en medio del piso, y era horriblemente visible el agujero que le había hecho el arma de Schtutt.

—Ergin, mi Ergin… -murmuraba la mujer, inconsolable.

—¿Tu esposo? -preguntó Gruber, al avanzar hacia ella.

—Sí…

—¿Dónde está? -preguntó Gruber.

—Allí -respondió la mujer, señalando el cadáver del asesino que yacía en medio del piso.

«¿Su esposo… hizo esto?» Gruber estaba asombrado y espantado. Últimamente, los rumores de que había locura en Middenheim habían llegado hasta el templo: rumores de asesinatos, demencia y sombras. Hasta ese momento, él no había creído ni una sola palabra.

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