Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

—Mira ahí -susurró Morgenstern por debajo de la ridícula ala blanda del sombrero-. ¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! ¡No con tanto descaro, muchacho!

Drakken desvió la mirada para posarla sobre algo que estaba en el suelo, junto a los pies de Einholt.

—¿Los ves? ¿Junto a la fuente, fingiendo que no miran? -continuó Morgenstern al mismo tiempo que miraba atentamente en la dirección opuesta.

—No… -comenzó Drakken.

—Yo, sí -dijo Einholt.

Jagbald Einholt era el hombre callado de la compañía. Alto, ancho y calvo, tenía una barba desigual, y una larga cicatriz le recorría un ojo, una mejilla y la garganta. Con su ojo lechoso, a menudo resultaba difícil saber hacia dónde miraba. En ese momento, con un estilo tan experto como el de Morgenstern, estaba evaluando a los observadores que se encontraban junto a la fuente mientras aparentaba mirar el gallo de la veleta del edificio de los abaceros.

—Boxeadores corpulentos. Cuatro de ellos. Han estado siguiéndonos desde La Dama Presumida.

Morgenstern se desperezó como si no tuviese ni una sola preocupación en el mundo.

Drakken echó una rodilla en tierra para ajustarse una correa de las botas y les echó una buena mirada desde detrás de la voluminosa capa de Morgenstern.

—Estuvisteis haciendo muchas preguntas -le susurró a Morgenstern al mismo tiempo que se erguía-. Ya hemos estado en cinco tabernas, y en todas ellas le planteasteis vagas cuestiones al mozo de la barra acerca de algo perdido.

—Hemos captado el interés de alguien, no cabe duda -reflexionó Einholt.

—Dejemos que sean ellos quienes hagan el primer movimiento -decidió Morgenstern mientras echaba a andar-. Ahora probaremos en El Burro Lento. Ya es más de mediodía, y podremos tomar una cerveza.

—Esto no es una excusa para arrastrarse de taberna en taberna -dijo Drakken.

Morgenstern adoptó una expresión herida.

—Mi muchacho, estoy tomándome esto muy en serio. ¿En qué otra mañana habría pasado yo por cinco tabernas antes de mediodía sin haber bebido una sola jarra?

Se encaminaron al oeste por el ondulante empedrado del pasaje de los Escribanos, donde tuvieron que esquivar los abarrotados carros que subían desde los mercados. Cien metros más atrás, los cuatro hombres se apartaron de la fuente y los siguieron.

***

El Gremio de Apotecarios, situado en Ostwald Hill, tenía una palidez pestífera, amarillenta. Se trataba de un edificio muy viejo y venerable hecho a medias con madera; estando ésta semipodrida, la construcción se combaba como si estuviese envenenada. Gruber y Lowenhertz entraron en el aire estancado de la sala de audiencias a través de una arcada descuidada, y recorrieron con la mirada las muchas fachadas de vidrio coloreado de los talleres y apothecum.

—¿Conoces este lugar? -preguntó Gruber con la nariz fruncida.

El aire era seco y olía a oxidado.

—Vengo aquí de vez en cuando -replicó Lowenhertz, como si tales visitas fuesen tan naturales para un soldado como las que podía hacer a los armeros.

La respuesta hizo sonreír a Gruber, y una fina línea dividió su viejo rostro arrugado. El alto y severamente apuesto Lowenhertz había sido un enigma desde que fue trasladado a la Compañía Blanca en primavera. Habían necesitado un tiempo para confiar en él a pesar de su abrumador intelecto y ampliamente extraña sabiduría. Pero había demostrado que era leal, y había demostrado también lo que valía en el campo de batalla. Entonces ya consideraban con amable buen humor sus modales raros y educados, y nadie de la compañía negaba que era valioso. Resultaba un hombre con la suficiente cultura como para tratar cómodamente un millar de temas y, a pesar de eso, luchar como un lobo dominante cuando las cosas se ponían feas.

—Quédate aquí un momento -dijo Lowenhertz, y se alejó hacia los más oscuros confines del lugar, pasando por debajo del estandarte manchado y alarmantemente chamuscado del gremio.

Gruber se aflojó la capa, comprobó que tenía la daga en el cinturón y se recostó contra la pared. Pensó en los otros que, en grupos de dos o tres, exploraban la ciudad en ese preciso momento: Aric y el comandante Ganz seguían los caminos del azar trazados por Anspach hacia lugares de juego y apuesta; Schell, Kaspen y Schiffer se dirigían a los mercados; Bruckner y Dorff habían ido a hablar con sus compañeros de bebida de la guardia y la milicia de la ciudad; Morgenstern, Drakken y Einholt hacían la ronda por las tabernas. No sabía qué lo alarmaba más: que la actitud altiva de Anspach pudiese provocar problemas incontables entre la clase criminal, que Bruckner y Dorff pudiesen contarles demasiadas cosas a sus compinches, que Schell y su grupo pudiesen ser engatusados por la clase comerciante, o que Morgenstern estuviese visitando tabernas. Sin duda alguna, era eso último: Morgenstern estaba visitando tabernas. Gruber suspiró y le rezó a Ulric para que, entre el estable viejo Einholt y el serio joven Drakken, tuviesen la fuerza suficiente como para mantener a raya al sediento Morgenstern.

Por lo que a ellos se refería, a Gruber le había tocado acompañar a Lowenhertz a explorar la última posibilidad. Lowenhertz había sugerido que las Mandíbulas del Lobo podrían haber sido robadas con algún propósito místico, y que la respuesta podría hallarse en los talleres de alquimia. A fin de cuentas, había sido Gruber quien había deducido que la magia había desempeñado un papel en el robo.

Estaba inquieto. La ciencia no iba con él, y se sentía desarmado por la idea de que unos hombres pasaran el tiempo mezclando frascos, filtros y pociones. Según Gruber, había un corto trecho desde eso a cualquier cosa siniestra y oscura.

Lowenhertz volvió a aparecer bajo el toldo del gremio y lo llamó con un gesto. Gruber se fe acercó.

—Ebn Al-Azir nos recibirá.

—¿Quién?

—El alquimista jefe -respondió Lowenhertz con el entrecejo fruncido-. Hace años que lo conozco. Procede de tierras extranjeras, muy lejanas, pero su trabajo es excelente. Muéstrate adecuadamente humilde.

—Muy bien -respondió Gruber-, pero eso podría matarme.

Gruber tenía muy poco tiempo para los tipos extranjeros con sus pieles extrañas, raros olores y desconcertantes costumbres.

—Quítate las botas -le indicó Lowenhertz al mismo tiempo que lo detenía en el umbral de una puerta estrecha.

—¿Las qué?

—Es una señal de respeto. Hazlo.

Gruber reparó entonces en que los pies de Lowenhertz estaban descalzos. Blasfemó en silencio y se quitó las botas de montar, que eran de piel de cabritilla.

La estrecha puerta conducía a una escalera aún más estrecha, que ascendía en espiral hasta los oscuros confines del gremio. Una vez arriba, se agacharon para pasar por una arcada ojival y entrar en una larga sala del ático. Allí el aire parecía dorado. La luz del sol se filtraba como espesa miel a través de inclinadas claraboyas abiertas en el techo y provistas de cristales esmerilados, para reflejarse y quedar flotando sobre ricos drapeados de seda y red. La sala estaba cubierta por una alfombra de elaborado diseño, cuyos colores y tejido eran asombrosos y vibrantes. Lámparas de intrincada forja e incensarios de filigrana de oro humeaban en la habitación para iluminar, junto con la suave luz del sol, un espacio abarrotado de libros y rollos de pergamino, arcones y drapeados, tablas de elementos y esqueletos articulados de pájaros, bestias y cosas parecidas a hombres. Había mecheros que ardían bajo esculturales recipientes de cristal, en los que líquidos de colores vivos siseaban, humeaban y despedían vapores oleosos. Estaba sonando una campanilla. El aire olía a algo dulce y empalagoso. Gruber intentaba respirar, pero la atmósfera estaba demasiado enrarecida. El perfume embotó sus sentidos por un momento; el perfume y el incienso.

Sobre una mesa redonda con pie de columna que había cerca y cuya superficie tenía incrustaciones de marfil, había una marioneta, un hombre de mirada feroz con pantalones de payaso, articulaciones enjoyadas y una campanilla por cabeza. La marioneta estaba en reposo; tenía los hilos flojos y un rictus de muerte, como tantos cuerpos que Gruber había visto en el campo de batalla. «Ese aspecto tenemos todos cuando se aflojan nuestros hilos», pensó. La feroz mirada de la marioneta se alzaba hacia él desde el blanco rostro de porcelana. Gruber apartó la vista y se rió de sí mismo. ¡Un veterano de sesenta años como él tenía miedo de una marioneta de treinta centímetros de altura!

Una figura se puso de pie en la penumbra, apartó cortinas de red y salió a recibirlos. Se trataba de un hombre pequeño, vestido con un traje que lucía bordados en los anchos puños y el alto cuello. Su rostro era ceroso y cetrino, y en sus ojos hundidos había una mirada de gran vejez; vejez o quizá…

—¡Mi viejo amigo Corazón de León! -dijo con acento melodioso y muy marcado.

Lowenhertz inclinó la cabeza.

—¡Maestro Al-Azir! ¿Cómo están tus estrellas?

El hombrecillo unió las manos, que surgieron, oscuras y de largas uñas, del interior de las mangas como hojas escondidas de alguna arma mecánica. Gruber nunca había visto tantos anillos: espirales, sellos, bucles y círculos.

—Mis estrellas viajan conmigo, y yo las sigo. Por ahora, mi casa es benigna y me sonríe con los dones del cielo.

—Me siento feliz por eso -respondió Lowenhertz, y le echó una mirada a Gruber.

—¿Eh? ¡Ah!…, al igual que yo, señor.

—¿Amigo tuyo? -preguntó Al-Azir con un destello de dientes blancos al mismo tiempo que inclinaba la cabeza y abarcaba a Gruber con un gesto de la mano.

«Se mueve como una marioneta -pensó Gruber-, como una maldita marioneta colgada de los hilos, a quien la mano de un titiritero diestro le confiere toda la gracilidad y el movimiento.»

—Éste es mi digno camarada Gruber -dijo Lowenhertz-. La confianza que me otorgas a mí también debe incluirlo a él. Somos hermanos del Lobo.

Al-Azir asintió con la cabeza.

—¿Un refrigerio? -preguntó.

«No, no es una pregunta. Es una obligación», decidió Gruber. Al-Azir profirió un breve sonido siseante a través de los dientes, y de detrás de las cortinas de red salió un hombre enorme, calvo, con una musculatura monumental, ataviado sólo con un taparrabos. Sus ojos eran sombreados y nada afables, y llevaba una ornada bandeja, sobre la que había tres diminutas tazas de plata, una tetera igualmente de plata y un cuenco con desiguales cristales de color pardo y con un par de tenacillas en forma de garras que descansaban sobre ellos.

El gigantesco servidor dejó la bandeja sobre la mesa y, al retirarse, se llevó la marioneta. Al-Azir los invitó a sentarse sobre los almohadones y cojines de satén que había alrededor de la mesa. Con gran cuidado, vertió en las tres tazas el humeante líquido aceitoso y negro que contenía la tetera, con movimientos lentos y gráciles.

Gruber observaba a Lowenhertz para saber qué hacer. Su compañero cogió la taza que tenía más cerca -en su mano parecía un dedal de plata- y echó dentro de ella algunos cristales, que cogió con las pinzas; luego, usó éstas para remover el espeso líquido. Murmuró algo y asintió con la cabeza antes de beber.

Lowenhertz no murió ahogado ni espumajeando por la boca, lo que Gruber tomó por una buena señal. Imitó el proceso: cogió la taza, puso dentro los cristales y removió con las pinzas. Después, murmuró «que Ulric me proteja» y asintió con la cabeza. Pero no pensaba beber por nada del mundo.

De repente, se dio cuenta de que Lowenhertz lo miraba con ferocidad, así que bebió un sorbo, se lamió los labios y sonrió. Mantener aquel sorbo dentro de su cuerpo fue la batalla más dura que jamás hubiese librado. Sabía a alquitrán, a alquitrán ahumado, alquitrán ahumado y hervido. Tenía con un amargo sabor a moho y un dulce aroma a jarabe corrompido.

—Muy bueno -dijo al fin, cuando estuvo seguro de que el hecho de abrir la boca no resultaría en una reproducción de su última comida.

—Algo te inquieta -dijo Al-Azir.

—No, en realidad es muy agradable… -comenzó Gruber, y luego calló.

—Se ha perdido algo -prosiguió Al-Azir con voz suave y melodiosa-. Algo precioso. ¡Eh! Precioso.

—¿Sabes eso, maestro?

—Las estrellas me lo dicen, Corazón de León. Hay dolor en la casa regente de Xerxes, y tanto Tiamut como Daríos, Hijos de la Mañana, desenvainaron armas curvas contra el otro. ¡Eh! Fue visto y escrito en el agua.

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