Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

—¡Pensaba que ibas a traer a una granjera tosca y mal hecha! -le murmuró a Arkady-. Esta criatura no parece proceder de ningún sitio cercano a una vaca.

—Espera hasta que abra la boca -aconsejó Arkady con una ancha sonrisa, y Lenya, al mismo tiempo que apretaba los dientes, le propinó una fuerte patada en una espinilla-. Creo que la dejaré contigo -dijo, y le guiñó un ojo a la muchacha antes de retroceder hacia la puerta que tenía detrás.

Lenya se sentó al lado de Kruza y miró los verdes ojos de él para ver si podía hallar algo que la ayudara a entender por qué se sentía tan atraída hacia aquel hombre. Era algo que le daba un poco de miedo. Entonces, él sonrió otra vez, y el cuerpo de ella se relajó.

—Arkady me ha dicho que estás buscando a alguien -comenzó Kruza.

—A mi hermano Stefan. Tiene dos años más que yo. Es un poco más alto, con el pelo rubio y los ojos como los míos. Se marchó de Linz para venir a Middenheim hace un año. Arkady me dijo que probablemente estaría trabajando como chico de los recados para uno de los… ¿Cómo los llamó? ¿Bajos Reyes?

—Es más probable que esté muerto -respondió Kruza mientras bajaba los ojos hacia la cerveza cubierta de pelusa que no iba a beberse-. Y si no lo está, debe haber en Middenheim un millar de hombres que se ajusten a esa descripción.

—¡Pero sólo hay un Stefan! -exclamó Lenya-. Si no quieres ayudarme, encontraré a esos Bajos Reyes por mí misma.

Kruza volvió a mirar a la muchacha. Arkady le había contado cómo lo había golpeado en el mercado, pero no parecía ni con mucho tan dura como podía indicar su modo de hablar. Y estaba seguro de que no tenía dinero para pagarle sus servicios. Suspiró.

—Bien -dijo-. Te ayudaré, pero no vamos a recurrir a los Bajos Reyes. Lo último que te interesa es enredarte con hombres como Bleyden. Comenzaremos por el sacerdote.

Lenya estaba a punto de protestar. ¿De qué le serviría un sacerdote? Pero Kruza ya la había tomado de la mano y, antes de que supiera dónde estaban, habían salido de la taberna y habían comenzado a caminar por la estrecha calle mal iluminada y mugrienta. Ella dedujo que aquello era Altquartier, la parte más dura, pobre y depravada de la ciudad. Lenya sólo la había visto desde lejos cuando estaba en el balcón del palacio. Las vías públicas, estrechas y serpenteantes estaban abarrotadas de activa gente sucia. Mujeres que les chillaban a golfillos descalzos y arrojaban la basura de manera indiscriminada a la calle. Casi no había luz: el cielo era una serie de finas cintas grises de bordes dentados que se tendían en lo alto, en gran parte ocultas por los tejados bajos de edificios inclinados. Perros flacos gruñían y ladraban, y escapaban cuando les daban patadas los indolentes hombres que estaban sentados en los estrechos escalones de la calle. Allí no había ningún orden, sólo malos olores, luz escasa y demasiado ruido. Lenya se mantuvo cerca de Kruza mientras se hacían invisibles entre las harapientas gentes de los tugurios.

Al cabo de poco rato, Lenya se dio cuenta de que no podía recordar de qué dirección habían partido. Su sentido de la orientación estaba completamente cegado en aquel lugar. Era la parte más empinada de Middenheim, con más meandros y desviaciones, más cuestas y escaleras. Los callejones parecían acabar ante ella, pero en el último minuto giraban en una nueva dirección que no había visto antes. Se sentía como si estuviese en un laberinto sin una salida clara, aunque sabía que el palacio se encontraba a poca distancia a pie.

Durante varios minutos caminaron apresuradamente por los caminos de ratas del Barrio Viejo, antes de que Kruza comenzara a aminorar el paso. Luego, se detuvo, se recostó contra una pared y se llevó los dedos a los labios, a la vez que le indicaba a Lenya que hiciese lo mismo, aunque ella pensó que eso sólo atraería la atención hacia ellos. Los callejones y calles de esa parte de Middenheim no estaban precisamente desiertos. Pasaron varios segundos, y Lenya comenzaba a sentirse aburrida e inquieta, hasta que se dio cuenta de que sucedía algo y se puso a escuchar las voces que sonaban al otro lado de la pared.

—¡Hans, ay, mi pobre Hans! -gemía una mujer profundamente trastornada. Una voz profunda, indistinta, algunos resuellos, y luego-: ¡No lo toquéis! ¡No lo toquéis! -Y el gemido se transformó en un chillido.

Respondió la voz grave y calma que parecía tranquilizar a la nerviosa mujer, pero, por mucho que se concentró, Lenya no logró discernir las palabras; sólo oía la tranquilizadora monotonía de la voz. Kruza se volvió para dedicarle a Lenya una ancha sonrisa.

—Ése es nuestro hombre -dijo con satisfacción.

Lenya comenzó a separar la espalda de la musgosa pared húmeda; no obstante, dado que Kruza no hacía movimiento alguno, volvió a recostarse en ella con impaciencia. Aguardó a que su guía le hiciera una señal. Por segunda vez aquel día, estaba poniéndose en manos de un completo desconocido.

Mientras esperaba, miró a su alrededor, pero el callejón había quedado desierto. Contempló con fascinación a una rata que caminaba entre los miserables montones de detritus esparcidos. Las sobras eran escasas en aquella zona. La gente partía los huesos para comerse el tuétano, y luego los molía para espesar el caldo. Allí las frutas se comían enteras, con pepitas, hueso y piel, al igual que las verduras. Y cuando los moradores de ese barrio comían carne, ingerían el animal entero; dejaban la sangre para hacer morcillas, y masticaban los cartílagos y tendones hasta que quedaban lo bastante blandos como para tragarlos. Los únicos desechos allí eran los humanos. Las gentes de aquella zona eran criaturas harapientas, a las que les faltaban el pelo y los dientes. La flaca rata pelada que sólo tenía la mitad de los colmillos le recordó a esa gente. Con una sensación que estaba a medio camino entre el patetismo y el horror, se dio cuenta de hasta qué profundidades habían sido arrastrados los habitantes de Altquartier. Las ratas prosperaban en cualquier parte, pero allí incluso ellas tenían que luchar para sobrevivir.

Cuando las voces del interior comenzaron a aplacarse y la gente volvió a entrar poco a poco en el callejón, Kruza se movió. Tras dar dos pasos, se volvió para mirar a Lenya y la observó durante un momento, mientras ella contemplaba a la rata. Luego, la tomó de la mano y la condujo al diminuto patio que había al otro lado de la pared. Dos hombres ataviados con capas largas de tela gris amarillento estaban sacando al patio una carretilla estrecha y provista de una sola rueda. Un tercer hombre permaneció de pie durante un momento, como sumido en contemplaciones, y luego los siguió. Cuando la carretilla giró con brusquedad en una esquina, Lenya vio que la carga rodaba y se mecía antes de que una mano cayera de debajo de la piel impermeabilizada que lo cubría. La muchacha le tiró de la manga a Kruza.

—¡Hay un cuerpo en ese carro! -exclamó con horror y sorpresa.

—Teníamos que esperar hasta que se lo llevaran -explicó Kruza- para hablar con el sacerdote. Tiene trabajo que hacer, y un poco de respeto por los muertos es algo que siempre se agradece.

Lenya quería formular más preguntas; no entendía qué estaba pasando, y eso no le gustaba.

Kruza y Lenya siguieron a los hombres a lo largo de dos o tres manzanas más, hasta que el carro y su macabra carga se alejaban del hombre que Lenya suponía que era el tercer miembro del grupo. Se sintió aliviada al ver que el carro desaparecía de la vista cuando Kruza avanzó para hablar con el hombre.

Éste se volvió con una expresión benigna, casi vacua en el rostro. No sabía qué había esperado, pero no era el caballero macilento y entrado en años al que entonces contemplaba.

—Una palabra, señor, si nos lo permites -comenzó Kruza-. Mi acompañante está buscando a un pariente en la ciudad… Esperamos que no puedas ayudarnos, pero…

—Lo mismo espero yo -respondió el hombre con su voz calma-. Venid, nos sentaremos a hablar. Si la noticia es mala, no debe darse en la calle.

Lenya y Kruza lo siguieron, y la muchacha tiró de su compañero para que se retrasara algunos pasos.

—¿Quién es? -le siseó-. ¿De qué malas noticias habla?

—Es un sacerdote de Morr -respondió Kruza-. Se hace cargo de los muertos de Middenheim, y a veces descubre sus secretos.

—¿Y si Stefan no está muerto? -preguntó Lenya con un susurro de pánico.

—Si Stefan no está muerto, el sacerdote de Morr no lo conocerá.

Dicho esto Kruza apresuró el paso para dar alcance al sacerdote, que entraba en un albergue situado unas pocas calles al norte del patio en que había muerto el hombre, Hans.

Kruza se había dejado su jarra de cerveza de la tarde, así que se sintió encantado de proporcionarles a sus acompañantes, y a sí mismo, una clase de brebaje bastante mejor que el que había encontrado hasta el momento durante ese día.

—¿Y cómo se llama tu hermano? -preguntó el sacerdote de Morr cuando Kruza regresó tras haber llenado las jarras en el barril.

—Stefan Dunst. Se marchó del campo hace más de un año. Desde entonces no he sabido nada de él -replicó Lenya.

—No he atendido a nadie con ese nombre -respondió el sacerdote-. Descríbemelo.

—Era menudo para ser un hombre -explicó Lenya con voz ligeramente temblorosa. Se aclaró la garganta-. Bajo y delgado, pero fuerte. Tenía la piel muy blanca y el cabello muy rubio, ojos de color gris pálido y grandes, como los míos.

—Y tal vez aún los tenga -dijo el sacerdote-. Tampoco he atendido a ninguna alma con esa descripción, cuyo nombre fuese desconocido.

Lenya, aliviada se relajó.

—¿Estás seguro? -preguntó.

—Muy seguro -replicó el sacerdote.

Se puso de pie y se marchó sin pronunciar una sola palabra más. Su jarra de cerveza quedó sobre la mesa, intacta.

—¡Bueno, ya está! -exclamó Kruza.

Después, Kruza vació su jarra y se chupó los labios; pero Lenya no iba a conformarse.

—No del todo -dijo-. Está vivo. Ahora lo único que tenemos que hacer es encontrarlo, y creo que sabes lo que eso significa.

Kruza sabía con total exactitud lo que significaba, y no le hacía ninguna gracia. Él era como muchos otros ladrones y timadores insignificantes de la ciudad, tal vez un poco más próspero que la mayoría, pero en realidad era lo mismo. Kruza trabajaba para alguien. Recibía menos órdenes que el grueso de parásitos de bajo rango que trabajaban en la ciudad; no era precisamente un muchacho de los recados como la mayoría, y al menos imponía un cierto respeto. A fin de cuentas, resultaba útil. Pero lo que importaba era que Kruza tenía un jefe. Era algo que venía incluido en el territorio.

Y ese territorio era del jefe y no constituía un lugar seguro para una muchacha como Lenya.

—No hay nada más que podamos hacer hoy -dijo Kruza al mismo tiempo que miraba a Lenya-. Pronto oscurecerá, y tú debes volver al palacio.

—¡Pero has dicho que me ayudarías! -gimió Lenya.

—Puedo volver a ayudarte otro día -le aseguró Kruza, que intentaba con toda su alma disuadir a la muchacha.

—¡No! -protestó Lenya con tono de urgencia-. ¡Hoy!

«Además -prosiguió, cambiando de rumbo-, no puedo volver al palacio hasta que no encuentre algo decente que ponerme. No creerás que he llegado a Altquartier vestida de esta manera, ¿verdad?

Lenya se encontraba otra vez metida en camisa de once varas. En la anterior ocasión en que se había aventurado a adentrarse en el interior de la ciudad, había estado a punto de quedarse fuera del palacio. Entonces, el cambio en su apariencia le impediría la entrada con total seguridad, o en el mejor de los casos, alguien querría saber por qué tenía un aspecto tan espantoso. ¿Qué le había sucedido? ¿Quién la había atacado? Preguntas con las que no estaba dispuesta a enfrentarse ese día; ni ningún otro, en realidad. Estropear su ropa le había parecido una buena idea en su momento, lo único sensato que podía hacer. Pero entonces estaba horrorizada ante la perspectiva de regresar al palacio en un estado tan lamentable.

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