Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

—Sólo he dicho… -comenzó Anspach.

—¡Oh, cállate! -murmuró Aric-. Lo hemos deshonrado. Hemos deshonrado a nuestra orden, a nuestro templo, a nuestra ciudad.

—¿De verdad que es tan terrible? -preguntó Drakken con voz queda, y de repente deseó no haberlo hecho.

—Las Mandíbulas del Lobo le fueron cortadas al gran Lobo Blanco de Holzbeck por el propio Artur, bendito sea su buen espíritu. Son sagradas entre todo lo sagrado. Y dejamos que las robaran durante nuestra guardia. -Lowenhertz avanzó hasta el centro de la habitación mientras hablaba con voz grave, como el doblar de unas campanas fúnebres del templo de Morr-. La palabra deshonra apenas puede expresar lo sucedido.

—Ya sé lo que todos estáis pensando -dijo Anspach al mismo tiempo que se ponía de pie-. Que fue culpa mía. Yo estaba de guardia en el relicario. Fui yo quien falló.

—Yo estaba contigo cuando encontramos el candado roto… -comenzó Aric.

Pero Anspach lo hizo callar.

—Después de que sucediera; de eso, estoy seguro. Fue culpa mía, Aric, y todos pensáis que debía estar borracho, distraído, o que soy un estúpido…

—¿Y lo estabas? -preguntó Gruber con una voz cortante como un estilete desde el fondo de la habitación.

Anspach negó con la cabeza.

—No, Gruber, aunque supongo que nadie va a creerme. El hecho es que yo pensaba que estaba cumpliendo mis obligaciones con una vigilancia particular.

—Yo estaba borracho -dijo Morgenstern, de repente, y todos lo miraron-. O al menos iba camino de estarlo -matizó-. Drakken tampoco estaba en estado de hacer una buena guardia, gracias a mí. Soy tan culpable como…

—Yo estaba a cargo de la ronda de vigilia, en lugar de Ganz. Era mi deber -dijo Aric con voz queda-. Vi a Morgenstern haciendo el payaso. Vi a Anspach alerta ante la reja. Vi a Einholt y Kaspen durmiéndose en la armería.

Einholt y Kaspen bajaron la mirada.

—¡Os vi a todos! Descuidando el deber o cumpliéndolo, las dos cosas. Era una noche tranquila y no sucedía nada. Yo debería haberos llenado del espíritu de Ulric para que ninguno faltara a su deber, y no lo hice. Esto es culpa mía.

—Bueno -intervino Gruber, que avanzó hasta la luz y encendió su pipa con un suave beso de la llama de la lámpara-. Puede ser que Aric tenga razón. Tal vez sea culpa suya…

—¡Yo estaba borracho! -exclamó Morgenstern.

—¡Yo dormía! -intervino Einholt.

—¡Yo estaba distraído! -le espetó Lowenhertz.

—¡Y yo, desprevenido! -gritó Anspach.

—¡Basta! ¡Basta! -gritó Gruber al mismo tiempo que levantaba una mano-. Todos tenemos la culpa… ¿O ninguno la tiene? Ahí reside el asunto, ¿verdad? La compañía ha fallado; no, alguien en concreto. Y pensemos en esto con cuidado. Yo he visto a Morgenstern borracho como un señor y, aun así, advertir que un goblin se escabullía por las proximidades. Anspach puede apostar su propia vida, pero sigue teniendo la nariz más fina de la compañía; no habría pasado por alto un robo como ése. Lowenhertz es el más serio de todos; no se le habría escapado una pista o indicio de que se estaba cometiendo una traición. Ni tampoco a Einholt, ni siquiera dormido. Kaspen, lo mismo. Drakken, con su vista ansiosa y su sentido del deber… ¿Es que no lo veis?

—¿Si no vemos qué? -preguntó Aric.

—¡Magia, Aric! ¡La magia robó las Mandíbulas del Lobo! A pesar de los fallos, sólo la magia podría haberse escabullido hasta aquí dentro para robarnos la reliquia. Aunque todos hubiésemos estado más sobrios y alerta, y hubiésemos sido más minuciosos…, habría desaparecido igualmente! Id a buscar a Ganz para que vuelva. Tenemos trabajo que hacer.

***

Resultaba extraño…, incorrecto, de algún modo, andar por las calles de Middenheim sin el familiar peso de la armadura y la piel de lobo. Aric se rascó por dentro del sofocante cuello de una ligera capa de lino, que no se había puesto desde el día en que fue admitido en la compañía como aspirante.

Pero Morgenstern y Anspach habían dicho que debía hacerse así, y a pesar de todos sus numerosos fallos, sabían de esas cosas. Si la Compañía Blanca iba a explorar la ciudad de Middenheim en busca de las Mandíbulas del Lobo -recorrer cada taberna, interrogar a cada tratante de objetos robados, valorar y examinar hasta la parte inferior de los adoquines-, no podían hacerlo vestidos como templarios del Lobo.

Así pues, allí estaban; mientras el sol de media mañana se alzaba por encima de los tejados, allí estaban ellos lavados, afeitados y con la cabeza espesa tras una larga noche de vigilia, vestidos con blusas, capas y ropones mal combinados, que en la mayor parte de los casos habían dormido en cajas y arcones de las bodegas de la capilla durante meses o años. De hecho, Morgenstern se había visto forzado a enviar a Drakken a comprar ropas nuevas, ya que, desde la última vez que había vestido prendas civiles, había engordado muchos kilos y había ganado bastantes centímetros. Morgenstern también se había procurado un sombrero de ala ancha que creía que le confería un aspecto apuesto y misterioso, cuando, en realidad, lo hacía parecer una bulbosa seta venenosa que estaba marchitándose; pero Aric nada dijo.

Estaban todos tan raros, tan desemejantes de sí mismos…

Gruber llevaba una blusa y un ropón vagamente cursis y desteñidos, que parecían propios de la moda de una o dos décadas atrás; Schell se había ataviado con una capa de terciopelo sorprendentemente suntuosa, que olía a hierbas antiinfecciosas. Lowenhertz lucía toscos calzones y una blusa de cuero, como un leñador. Incluso los que tenían aspecto normal estaban raros, ya que Aric nunca los veía vestidos de ese modo.

La excepción era Anspach, con su traje hecho a medida, sus botas lustradas y su capa finamente drapeada. Aunque todos pasaban horas de asueto en las casas de comida y las tabernas de la ciudad, sólo Anspach llevaba otra cosa que la armadura o los colores de la compañía. Mientras que Morgenstern podía pasar toda una noche vestido con la armadura y de jarana en la taberna El Hombre de Guerra, las salas de juego, las plazas y las salas de dados, que constituían el vicio particular de Anspach, requerían un modo de vestir más refinado.

Se reunieron en la calle como hombres desconocidos los unos para los otros, y estuvieron varios minutos sin hablar bajo el calor abrasador del sol de Mittherbst, que iba en aumento. El aire resultaba transparente y fresco, y el cielo era de pintura de porcelana azul.

Finalmente, apareció Ganz, casi irreconocible con un jubón de estameña y una casaca de lana con capucha. No dijo nada porque no eran necesarias palabras; al menos, no muchas. Gruber, Anspach y Morgenstern habían convencido a Ganz de cuál era la línea de acción más correcta, y se había dividido el trabajo que debían realizar. Al salir, Ganz hizo un gesto de asentimiento, que fue correspondido por todos sus hombres, y la partida se separó en grupos más pequeños, que se alejaron unos de otros camino de diferentes barrios de la antigua ciudad.

***

—Dejadme hablar a mí -les dijo Anspach a Ganz y Aric cuando se acercaron a las puertas del lado sur de la plaza de Fieras, situada en el Weg Oeste.

Por la noche, en las ocasiones en que Aric pasaba por allí, aquel edificio con forma de tambor le parecía la boca del infierno, con sus flameantes braseros, su atronadora música de viento y tambores, los pataleos, los vítores y los rugidos de la muchedumbre y los animales.

Durante el día, bajo la implacable luz brillante del verano, era un lugar mísero, descascarillado, gastado, sucio y manchado por toda clase de sustancias malsanas. Carteles pequeños ondeaban y se rasgaban a lo largo de las paredes de piedra travertina, entre frases pintadas por ciudadanos que no estaban sobrios o eran casi analfabetos. Los braseros metálicos ennegrecidos se veían apagados. Dos hombres barrían la entrada, empujando toda clase de basura pisoteada por los escalones hacia la cuneta. Otro bombeaba agua de la fuente de la calle en una serie de cubos. Todos parecían de malhumor y despiertos sólo a medias.

—Habría sido mejor venir esta noche -siseó Anspach-, cuando estuviera abierto. Entonces, la actividad habría encubierto nuestras…

—No hay tiempo -le contestó Ganz-. ¡Y si tanto quieres encargarte de hablar, hazlo con alguien que no sea yo!

Entraron pasando a través de las sombras repentinamente gélidas de la puerta, hasta el anillo de altos bordes, donde hileras de galerías de madera dominaban un profundo foso de piedra, en cuyo fondo había arena sucia y unos cuantos postes bien enterrados en el suelo y provistos de puntos de sujeción. Puertas de reja situadas en la pared a nivel de la arena daban paso a los sórdidos sótanos que había debajo de las gradas. Dentro del foso, un hombre esparcía arena sobre manchas de color marrón oscuro. El aire olía a una mezcla de sudor y humo; era un olor abrumador.

—Está cerrado -dijo una voz brusca desde la izquierda, y el trío se volvió.

Un fornido enano, desnudo de cintura para arriba y tremendamente musculoso, se inclinó hacia adelante y bajó del taburete en que había estado sentado masticando pan y salchicha.

—¿Dónde está Bleyden? -preguntó Anspach.

—Está cerrado -repitió el enano, separando bien las palabras.

Después, le dio un mordisco inverosímilmente grande a la salchicha y masticó mientras mantenía los ojos fijos en ellos.

—Kled -dijo Anspach, a la vez que ladeaba la cabeza y se encogía de hombros para tranquilizarlo-. Kled, tú sabes quién soy yo.

—Yo no sé nada.

—Sabes que está cerrado -lo corrigió Anspach.

El enano frunció el entrecejo. Se llevó la salchicha a la boca para morderla; luego, se acercó el pan, y después otra vez la salchicha. Se mostraba indeciso. Sus ojos no se apartaban de Anspach ni un segundo,

—¿Qué quieres? -preguntó-. Está cerrado -añadió por si alguien no lo había oído y para demostrar que con esa pregunta estaba haciendo una gran excepción.

—Ya sabes que he tenido una racha de… mala suerte. Bleyden ha sido lo bastante amable como para abrirme un crédito, pero insistió en que le hiciera algún pago provisional tan pronto como pudiera. Bueno, ¡pues aquí estoy! -dijo Anspach, que le dedicó una amplia sonrisa.

El enano Kled pensó durante un momento más, mientras las mejillas y los labios se abultaban de modo desagradable al limpiarse con la lengua los trozos de carne adheridos a los lados de las encías. Luego, con el extremo mordido de la salchicha, le hizo una señal para que lo siguiera.

Anspach inclinó la cabeza hacia Ganz y Aric para que lo acompañaran. Ganz tenía una mirada feroz, y su rostro estaba tan tenebroso como Mondstille.

—Espero que tengáis dinero los dos -dijo Anspach en voz baja.

—Si esto es alguna trampa para hacer que te pague las deudas de juego… -comenzó Ganz, que se atragantó con las palabras.

Estaban pasando por una serie de habitaciones de madera hediondas y mal ventiladas, situadas debajo de las gradas. Cajas de trastos flanqueaban las paredes, y había hileras de botellas vacías, cubos y alguna podadera. El enano avanzaba en cabeza con paso pesado y atravesaba limpiamente cada puerta baja, mientras que los templarios tenían que inclinarse.

—Bleyden es dueño de este sitio y de otros cuatro como éste -dijo Anspach-. Controla a todas las muchachas de Altmarkt, y tiene muchos otros tratos… comerciales. Digamos que sabe muchas cosas sobre la suerte corrida por las mercancías hurtadas. Pero no hablará con nosotros a menos que tenga una buena razón para hacerlo, y mis noventa coronas impagadas son una razón muy buena.

—¡¿Noventa?! -gritó Ganz, y la palabra casi se convirtió en un chillido cuando se agachaban para pasar por debajo de otra puerta baja.

—Mi querido Anspach -dijo una voz suave desde la humosa penumbra que tenían delante-. ¡Qué sorpresa tan encantadora!

***

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