El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Un enorme perro de caza saltó ágilmente desde la colina y aterrizó en medio de la habitación. Sophie dejó caer el abri­go y se apartó a toda prisa. Los perros siempre la habían puesto nerviosa y los perros de caza no tienen una imagen muy tranquilizadora. Sophie miró con nostalgia a las rocas y los brezos que pasaban por la puerta y se preguntó si serviría de algo llamar a Howl.

El perro arqueó el lomo y de alguna forma consiguió al­zarse sobre sus delgadas patas traseras. Aquello lo hacía casi tan alto como Sophie. Con las patas delanteras extendidas rí­gidamente, intentó enderezarse de nuevo. Entonces, justo cuando Sophie abría la boca para gritar llamando a Howl, la criatura hizo un enorme esfuerzo y adoptó la forma de un hombre con un traje marrón arrugado. Era pelirrojo y tenía un rostro pálido e infeliz.

—¡Vengo de Upper Folding! —jadeó el perro-hombre—. Amo a Lettie… Lettie me envía… Lettie llora y muy triste… me mandó contigo… me dijo que me quedara… —empezó a doblarse y a encogerse antes de terminar de hablar. Lanzó un aullido canino de desesperación e irritación—. ¡No se lo digas al Mago! —lloriqueó y se encogió bajo el pelo rojizo hasta convertirse otra vez en perro. Esta parecía un setter. El setter agitó la cola peluda y miró a Sophie con seriedad bajo sus ojos acuosos y tristes.

—¡Ay, madre! —dijo Sophie mientras cerraba la puerta—. Tienes problemas, amigo mío. Eras el collie aquel, ¿verdad? Ahora me doy cuenta de a qué se refería la señora Fairfax. ¡Esa Bruja es tremenda! Pero, ¿por qué te ha mandado Lettie aquí? Si no quieres que se lo diga al mago Howl…

El perro gruñó ligeramente al oír el nombre. Pero también movió la cola y le dirigió una mirada suplicante.

—Está bien. No se lo diré —prometió Sophie. El perro pareció tranquilizarse. Se acercó trotando hasta la chimenea, donde le lanzó a Calcifer una mirada un tanto desconfiada y se tumbó junto a la pantalla de la chimenea formando un delgado bulto marrón—. Calcifer, ¿qué te parece a ti?

—Este perro es un humano hechizado —asintió Calcifer.

—Ya lo sé, pero ¿le puedes quitar el hechizo? —preguntó Sophie. Imaginó que Lettie debió de haber oído, como tanta gente, que Howl tenía una Bruja que trabajaba para él. Y parecía algo importante convertir al perro otra vez en hombre y enviarle de vuelta a Upper Folding antes de que Howl se levantara y lo encontrara allí.

—No. Tendría que estar unido a Howl para conseguirlo —dijo Calcifer.

—Entonces lo intentaré yo —dijo Sophie—. ¡Pobre Lettie! ¡Primero Howl le rompe el corazón y el otro pretendiente es un perro la mayor parte del tiempo! Sophie puso la mano sobre la cabeza suave y redonda del perro—. Conviértete en el hombre que deberías ser —le dijo. Lo repitió muchas veces, pero el único efecto era que el perro parecía dormirse. Ron­caba y se estremecía en sueños junto a las piernas de Sophie.

Mientras tanto, de la planta de arriba llegaban gemidos y quejas. Sophie siguió murmurándole cosas al perro y los ig­noró. Después llegaron golpes de tos fuertes y huecos, que se fueron convirtiendo en gemidos. Sophie también los ignoró. A las toses les siguieron estornudos escandalosos, que hacían estremecerse las puertas y ventanas. A Sophie le costó más no hacerles caso, pero lo consiguió. ¡Puuuuuut-puuuuuut!, se sonó la nariz, como una tuba en un túnel. Volvieron a empezar las toses, mezcladas con gemidos. Los estornudos alternaban con los quejas y las toses y todos aquellos sonidos se elevaron hasta alcanzar un punto en el que Howl se las arreglaba para toser, quejarse, sonarse la nariz, estornudar y lamentarse que­damente todo a la vez. Las puertas se estremecían, las vigas del techo temblaban y uno de los troncos de Calcifer rodó fuera del hogar.

—¡Está bien, está bien, mensaje recibido! —dijo Sophie, colocando el tronco de nuevo sobre la rejilla—. Lo siguiente será el lodo verde. Calcifer, asegúrate de que el tronco sigue en su sitio —y subió las escaleras murmurando en voz alta—. ¡Hay que ver con estos magos! ¡Como si fueran los únicos en pillar un resfriado! A ver, ¿qué te pasa? —preguntó, avanzando a tientas por la habitación hasta la alfombra mugrienta.

—Me muero de aburrimiento —dijo Howl con un tono patético—. O a lo mejor, simplemente, me muero.

Estaba recostado sobre unas sucias almohadas grises, con bastante mal aspecto, cubierto con lo que podía haber sido una colcha de retales, excepto que era de un solo color por culpa del polvo. Las arañas que tanto parecían gustarle tejían afanosamente en el dosel.

Sophie le tocó la frente.

—Tienes un poco de fiebre —admitió.

—Estoy delirando —dijo Howl—. Veo puntos delante de los ojos.

—Son arañas —dijo Sophie—. ¿Cómo es que no puedes cu­rarte con un conjuro?

—Porque no existe cura para el resfriado —dijo Howl con voz lastimera—. Las cosas dan vueltas a mi alrededor, o a lo mejor es la cabeza la que da vueltas. No dejo de pensar en la maldición de la bruja. No me había dado cuenta de que podía desarmarme de esa manera, aunque las cosas que se han cum­plido hasta ahora han sido todas por mi culpa. Estoy espe­rando a que ocurran las demás.

Sophie pensó en la desconcertante poesía.

—¿Qué cosas? ¿Dime dónde están los años pasados?

—No, eso ya lo sé —dijo Howl—. Los míos o los de cual­quier otro. Están todos allí, donde han estado siempre. Podría ir y jugar a ser el hada madrina de mi propio bautizo si quisiera. A lo mejor lo hice y de ahí vienen mis problemas. No, solo faltan tres cosas: las sirenas, la raíz de mandragora y el viento que impulsa una mente honesta. Y que me salgan canas, supongo, pero no pienso quitarme el conjuro para com­probarlo. Solo quedan unas tres semanas para que se hagan realidad y en cuanto se cumplan, la bruja me atrapará. Pero la reunión del Club de Rugby es la noche del solsticio de verano, así que al menos eso no me lo perderé. El resto ya pasó hace mucho tiempo.

—¿Te refieres a lo de la estrella fugaz y no ser capaz de encontrar a una mujer hermosa y fiel? —dijo Sophie—. No me extraña, tal y como te comportas. La señora Pentstemmon me dijo que ibas por el mal camino. Tenía razón, ¿verdad?

—Tengo que ir a su funeral, aunque me mate —dijo Howl con tristeza—. La señora Pentstemmon siempre tuvo demasiada buena opinión de mí. La cegué con mi encanto.

Se le saltaron las lágrimas. Sophie no sabía si estaba llo­rando de verdad o si era el resfriado. Pero notó que otra vez estaba evitando su pregunta.

—Me refería a que siempre dejas a las chicas en cuanto consigues que se enamoren de ti —dijo Sophie—. ¿Por qué lo haces?

Howl levantó una mano temblorosa hacia el dosel de la cama.

—Por eso me gustan las arañas. Si al principio no lo con­siguen, lo vuelven a intentar. Yo lo intento —dijo con gran pesar—. Pero la culpa es mía, porque hice un trato hace años y ahora jamás seré capaz de amar a nadie de verdad.

El agua que salía de los ojos de Howl eran sin duda lágri­mas. Sophie estaba preocupada.

—No llores…

Se oyó un ruido fuera de la habitación. Sophie miró hacia atrás y vio al hombre-perro atravesando la puerta con precau­ción. Extendió la mano y le agarró por la pelambrera rojiza, pensando que venía a morder a Howl, pero lo único que hizo el perro fue inclinarse contra sus piernas, obligándola a apo­yarse contra la pared descascarillada para mantener el equi­librio.

—¿Qué es esto? —preguntó Howl.

—Mi nuevo perro —dijo Sophie, agarrada a la pelambrera rizada del perro. Ahora que estaba contra la pared pudo mirar a través de la ventana. Debía de haber dado al patio, pero en vez de eso mostraba la vista sobre un garaje impecable y cua­drado con un columpio de metal en el medio. El sol poniente pintaba de azul y rojo las gotas de lluvia que colgaban de él. Mientras Sophie miraba, la sobrina de Howl, Mari, apareció corriendo sobre la hierba mojada. La hermana de Howl, Me­gan, la siguió. Obviamente le estaba gritando a Mari que no se sentara en el columpio mojado, pero no se oía nada—. ¿Es este el sitio llamado Gales? —preguntó Sophie.

Howl se rió y golpeó la colcha con la mano. Se levantaron nubéculas de polvo.

—¡Maldito perro! —exclamó—. ¡Me había apostado conmigo mismo que podría evitar que cotillearas por la ventana du­rante todo el tiempo que estuvieras aquí!

—¿Ah, sí? —dijo Sophie, soltando el perro con la esperan­za de que le diera a Howl un buen mordisco. Pero el perro siguió apoyado contra ella, ahora empujándola hacia la puerta—. ¿Así que todo este espectáculo no ha sido más que un juego? ¡Tendría que haberme dado cuenta!

Howl se recostó sobre las almohadas, con aspecto ofendido y dolido.

—A veces —le reprochó—, eres igual que Megan.

—A veces —contestó Sophie, empujando al perro delante de ella fuera de la habitación—, comprendo que Megan se haya vuelto como es.

Y con un portazo dejó atrás las arañas, el polvo y el jardín.

CAPÍTULO 15.

“En el que Howl asiste a un funeral de incógnito”

El hombre-perro se acurrucó pesadamente sobre los pies de Sophie cuando esta retomó la costura. Tal vez esperaba que consiguiera quitarle el conjuro si permanecía cerca de ella. Cuando un hombre grande y con barba pelirroja irrumpió en la habitación con una gran caja llena de cosas, y se quitó la capa de terciopelo para convertirse en Michael, el perro-hombre se levantó y movió la cola. Dejó que Michael le acariciase y le rascara las orejas.

—Espero que se quede con nosotros —dijo Michael—. Siem­pre he querido tener un perro.

En cuanto Howl oyó la voz de Michael, bajó envuelto en la colcha marrón de su cama. Sophie dejó de coser y agarró con cuidado al perro. Pero el animal también se mostró cortés con Howl. Y tampoco puso objeciones cuando Howl sacó una mano por debajo de la colcha para acariciarle.

—¿Y bien? —dijo Howl, despidiendo nubes de polvo al conjurar más pañuelos.

—Lo tengo todo —dijo Michael—. Y estamos de suerte, Howl. Hay una vieja tienda a la venta en Market Chipping. Antes era una sombrerería. ¿Crees que podríamos trasladar allí el castillo?

Howl se sentó en un taburete alto, como un senador ro­mano con su túnica, y reflexionó.

—Depende de cuánto cueste —dijo—. Me tienta la idea de cambiar hasta allí la entrada de Porthaven. Pero no será fácil. Habría que mover a Calcifer, porque allí es donde está real­mente. ¿Qué dices tú, Calcifer?

—Hará falta una operación muy cuidadosa para trasla­darme —dijo Calcifer. Había palidecido varios tonos con solo pensarlo—. Creo que deberías dejarme donde estoy.

«Así que Fanny ha puesto en venta la tienda», pensó Sophie mientras los otros tres seguían hablando del traslado, ¡Ahí se veía la poca integridad que tenía Howl! Pero lo que más le preocupaba era el extraño comportamiento del perro. Aunque Sophie le había dicho muchas veces que no podía quitarle el conjuro, parecía que no quería irse. Tampoco que­ría morder a Howl, y dejó que Michael le sacara de paseo por Porthaven aquella noche y a la mañana siguiente. Al parecer, su objetivo era formar parte de la casa.

—Yo en tu lugar me volvería a Upper Folding para con­quistar a Lettie cuando se recupere de lo de Howl —le dijo Sophie.

Howl se pasó todo el día siguiente entrando y saliendo de la cama. Cuando estaba acostado, Michael no hacía más que subir y bajar escaleras. Cuando estaba levantado, Michael co­rría de acá para allá midiendo el castillo con él y colocando puntales de metal en las esquinas.