El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Lo más interesante eran las conversaciones de los clientes. Es imposible comprar un sombrero sin cotillear. Sophie se sentaba en su alcoba y mientras daba puntadas se enteraba de que el alcalde no comía jamás verdura y de que el castillo del mago Howl había vuelto a los acantilados, hay que ver cómo es, y bla, bla, bla… Siempre bajaban la voz cuando em­pezaban a hablar del mago Howl, pero Sophie se enteró de que el mes pasado había atrapado a una chica en el valle. «¡Barba azul!», decían los murmullos, que volvían a elevarse para afirmar que Jane Farrier era un auténtico desastre a la hora de arreglarse el pelo. Esa desde luego no conseguiría atraer ni siquiera al mago Howl, y mucho menos a un hom­bre respetable. Y entonces se oía un breve y temeroso susurro sobre la bruja del Páramo. Sophie empezó a pensar que el mago Howl y la bruja del Páramo deberían emparejarse.

—Parecen hechos el uno para el otro. Alguien debería organizarles una cita—le dijo al sombrero que estaba ador­nando en ese momento.

Pero a finales de mes, todos los chismes de la tienda se centraron de repente en Lettie. Al parecer, Cesari estaba lleno de caballeros de la mañana a la noche, todos comprando gran­des cantidades de pasteles y exigiendo ser atendidos por Lettie. Ya había recibido diez propuestas de matrimonio, que iban, en orden de importancia, desde el hijo del alcalde hasta el barrendero, y las había rechazado todas alegando que todavía era demasiado joven para decidirse.

—Me parece algo muy sensato por su parte —le comentó Sophie a un bonete que estaba forrando con seda.

A Fanny la alegraron aquellas noticias.

—¡Sabía que le iría bien! —dijo contenta. A Sophie se le ocurrió que a Fanny le alegraba no tener a Lettie cerca.

—Lettie es terrible para el negocio —le dijo al bonete, frunciendo la seda color champiñón—. Ella conseguiría que incluso, viejo y desaliñado, parecieras elegante. Pero las demás miran a Lettie y se desesperan.

Sophie hablaba cada vez más con los sombreros a medida que pasaban las semanas. No tenía a nadie más con quién hablar. Fanny se pasaba casi todo el día fuera, haciendo ne­gocios o intentando conseguir más clientas y Bessie estaba ocu­pada atendiendo y contándole a todo el mundo sus planes de boda. Sophie tomó por costumbre colocar los sombreros en sus hormas de madera cuando los terminaba, donde quedaban como una cabeza de verdad, y siempre hacía una pausa para decirle a cada uno cómo sería el cuerpo que le correspondería. Solía halagar al sombrero un poco, porque a los clientes hay que engatusarlos.

—Posees un atractivo misterioso —le dijo a uno cubierto con un velo de brillos ocultos. A una pamela ancha de color crema con rosas bajo el ala le dijo—: ¡Vas a tener que casarte con un rico! —y a otro sombrero de paja de color verde manzana con una pluma verde y rizada le dijo—: Eres tan joven como una hoja de primavera.

A los bonetes rosas les decía que eran dulces y encanta­dores y a los sombreros elegantes adornados con terciopelo que eran ingeniosos. Y al bonete color champiñón le dijo:

—Tienes un corazón de oro y alguno de buena posición lo verá y se enamorará de ti —aquello lo dijo porque sentía lástima de aquel bonete en particular. Parecía tan remilgado y tan soso.

Al día siguiente llegó a la tienda Jane Farrier y lo compró. Era cierto que tenía el pelo un poco raro, pensó Sophie ob­servándola desde su alcoba, como si se lo hubiera enrollado en unas tenazas. Era una pena que Jane hubiera escogido aquel bonete. Para entonces todo el mundo venía a la tienda a com­prar. Tal vez fuera la promoción de Fanny o tal vez que se acercaba la primavera, pero era evidente que el negocio de los sombreros iba en aumento. Fanny empezó a decir, con tono un poco culpable:

—Creo que no debería haberme dado tanta prisa en co­locar a Martha y a Lettie. Podríamos habernos arreglado.

Cuando abril se iba acercando a la fiesta de mayo, había tantos clientes que Sophie tuvo que ponerse un modesto traje gris y ayudar en la tienda también. Pero la demanda era tanta que entre cliente y cliente se dedicaba a adornar sombreros y todas las tardes se los llevaba a casa, en la puerta de al lado, donde trabajaba a la luz de un quinqué hasta bien entrada la noche para tener sombreros que vender al día siguiente. Los sombreros verdes como el de la esposa del alcalde estaban muy solicitados, al igual que los bonetes rosas. Y entonces, la semana antes de la fiesta, alguien entró pidiendo el de color champiñón con fruncidos, como el que llevaba Jane Farrier cuando se fugó con el conde de Catterack.

Aquella noche, mientras cosía, Sophie tuvo que admitir que su vida era bastante insulsa. En lugar de hablar con los sombreros, se los fue probando todos al terminarlos, mirán­dose en el espejo. Aquello fue un error. Aquel severo traje gris no le sentaba bien, especialmente con los ojos enrojecidos de tanto coser. Y como tenía el pelo de color paja rojiza, ni el verde ni el rosa le quedaban bien. Y el de los fruncidos color champiñón le daba un aspecto sencillamente horroroso.

—¡Como una vieja solterona! —dijo Sophie.

No es que quisiera fugarse con un conde, como Jane Farrier, ni siquiera quería que la mitad del pueblo le pidiera matrimonio, como a Lettie. Pero quería hacer algo, no estaba segura de qué, algo que fuera un poco más interesante que adornar sombreros. Pensó que al día siguiente sacaría tiempo para ir a hablar con Lettie.

Pero no fue. O le faltaba tiempo o fuerzas, o le parecía que la Plaza del Mercado estaba muy lejos, o recordaba que si iba sola estaría en peligro a causa del mago Howl. Fuera lo que fuese, cada día le parecía más difícil ir a ver a su hermana. Era muy extraño. Sophie siempre se había consi­derado tan decidida como Lettie. Pero ahora se daba cuenta de que había cosas que solo era capaz de hacer cuando ya no le quedaba ninguna excusa.

—¡Esto es absurdo! —dijo Sophie—. La Plaza de Mercado está a dos calles de aquí. Si voy corriendo…

Y se prometió que al día siguiente se acercaría a Cesari cuando la sombrerería estuviera cerrada por ser la fiesta de mayo.

Entretanto, a la tienda llegó un nuevo rumor. Se decía que el Rey se había peleado con su propio hermano, el prín­cipe Justin, y que el príncipe se había marchado al exilio. Nadie sabía a ciencia cierta cuáles habían sido las razones de la pelea, pero el príncipe había pasado por Market Chipping de incógnito hacía dos meses y nadie lo había reconocido. El Rey había enviado al conde de Catterack a buscarlo y, en vez de eso, se encontró con Jane Farrier. Sophie se puso triste al escucharlo. En el mundo ocurrían cosas interesantes, pero siempre a los demás. De todas formas, sería agradable ver a Lettie.

Llegó la fiesta de mayo. Desde el amanecer, las calles se llenaron de júbilo. Fanny salió temprano, pero Sophie tenía que terminar primero un par de sombreros. Cantaba mientras trabajaba. Al fin y al cabo, Lettie también estaba trabajando. Los días de fiesta, Cesari abría hasta la media noche.

—Voy a comprarme un pastelillo de crema —decidió So­phie—. Hace siglos que no los pruebo.

Vio cómo la gente se arremolinaba al otro lado del esca­parate, con ropas de vivos colores. Había vendedores de re­cuerdos y saltimbanquis caminando sobre zancos. Sophie los contempló entusiasmada.

Pero cuando por fin se echó un chal gris sobre el vestido gris y salió a la calle, su entusiasmo se desvaneció. Se sintió abrumada. Había demasiada gente corriendo a su alrededor, riéndose y gritando, demasiado ruido y ajetreo. Sophie se sin­tió como si los meses que había pasado sentada cosiendo la hubieran transformado en una vieja o la hubieran dejado me­dio inválida. Se envolvió bien en el chal y avanzó pegada a las casas, intentando evitar que los zapatos de domingo de la multitud la pisaran o que le clavaran uno de aquellos codos cubiertos por larguísimas mangas de seda. Cuando de repente se oyó una lluvia de explosiones en el aire, Sophie pensó que se iba a desmayar. Levantó la vista y vio el castillo del mago Howl justo sobre la ladera de la colina a las afueras de la ciudad, tan cerca que parecía apoyado sobre las chimeneas. De las cuatro torres del castillo salían llamas azules despidiendo bolas de fuego azul que explotaban en el cielo con un estruen­do horrible. El mago Howl parecía estar molesto por la fiesta. O tal vez estaba intentando participar, a su manera. Sophie estaba tan aterrorizada que no le interesaba saber cuál era el motivo. Se habría marchado a casa, pero para entonces ya estaba a mitad de camino hacia Cesari. Echó a correr.

—¿Cómo se me ocurrió desear que mi vida fuese intere­sante? —se preguntó mientras corría—. Me daría demasiado miedo. Eso me pasa por ser la mayor de tres hermanas.

Cuando llegó a la Plaza del Mercado, fue todavía peor. Allí estaban la mayoría de las posadas. Había grupos de jó­venes que se tambaleaban ebrios de un lado a otro, arrastrando los faldones de las chaquetas y las mangas y dando zapatazos con las botas con hebillas que nunca hubieran soñado con ponerse en un día de trabajo, lanzando exclamaciones y ato­sigando a las jovencitas. Ellas paseaban elegantes de dos en dos, listas para dejarse atosigar. Era una fiesta de mayo per­fectamente normal, pero a Sophie también le daba miedo todo aquello. Y cuando un joven con un fantástico traje azul y plateado la vio y decidió abordarla también a ella, Sophie se escabulló en el portal de una tienda e intentó esconderse.

El joven la miró sorprendida.

—No pasa nada, ratoncita gris —le dijo, con una sonrisa tomo compadeciéndose—. Solo quiero invitarte a tomar algo. No pongas esa cara de miedo.

Su mirada de lástima hizo que Sophie se sintiera total­mente avergonzada. Era un hombre elegante, con un rostro huesudo y refinado, bastante mayor, bien entrada la veintena, y con el pelo rubio cuidadosamente peinado. Las mangas de su chaqueta colgaban más que ninguna, con bordes de volan­tes y remates plateados.

—Oh, no, gracias, por favor, señor —tartamudeó Sophie—. Yo iba, iba a ver a mi hermana.

—Entonces vete a verla, por supuesto —sonrió aquel joven maduro—. ¿Quién soy yo para impedir que una dama vea a su hermana? ¿Quieres que te acompañe, ya que pareces tan asustada?

Lo dijo con amabilidad, lo que hizo que Sophie sintiera más vergüenza que nunca.

—No. ¡No, gracias, señor! —jadeó y salió corriendo deján­dolo atrás. También llevaba perfume. El olor a jacintos la siguió mientras se alejaba.

«¡Qué hombre tan elegante!», pensó Sophie mientras se abría paso entre las mesitas a la entrada de Cesari.

Las mesas estaban abarrotadas. Dentro había tanta gente y tanto ruido como en la plaza. Sophie localizó a Lettie entre la fila de ayudantes que servían tras el mostrador gracias al grupo de hijos de granjeros que apoyaban los codos en él gritándole cosas. Lettie, más guapa que nunca y tal vez un poco más delgada, metía pastelillos en las bolsas tan aprisa como podía, cerrando cada bolsa con una hábil rosca y mirando por debajo del codo con una sonrisa y una respuesta por cada bolsa que cerraba. Se oían muchas risas. Sophie tuvo que abrirse paso hacia el mostrador.