El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Es difícil saber cómo reconoció Sophie a la bruja. Tenía una cara distinta. En lugar de sus ordenados rizos castaños, lucía una cascada pelirroja que le llegaba casi a la cintura, y vestía una gasas vaporosas cobrizas y amarillo pálido. Estaba muy lozana y hermosa. Sophie la reconoció de inmediato. Estuvo a punto de detenerse, pero no del todo.

«No tiene por qué acordarse de mí», pensó Sophie. Seguro que no soy más que una de las cientos de personas que ha encantado. Y siguió avanzando con valentía, golpeando con el bastón sobre los adoquines y recordando que, en caso de pe­ligro, la señora Pentstemmon había dicho que aquel bastón se había convertido en un objeto poderoso.

Aquello fue otro error. La bruja se acercó flotando por la callejuela, sonriendo, haciendo girar su sombrilla, seguida por dos pajes enfurruñados vestidos de terciopelo anaranjado. Cuando estuvo a su altura, se detuvo y Sophie distinguió un perfume tostado.

—¡Anda, pero si es la señorita Hatter! —dijo la bruja, rién­dose—. ¡Nunca olvido una cara, particularmente si la he creado yo misma! ¿Qué estás haciendo aquí con ese traje tan ele­gante? Si venías a visitar a esa señora Pentstemmon, ahórrate el esfuerzo. La vieja está muerta.

—¿Muerta? —preguntó Sophie. Tuvo el impulso insensato de añadir: «¡Pero si hace una hora estaba viva!». Pero no lo dijo, porque la muerte es así, uno está vivo hasta que se muere.

—Sí. Muerta —dijo la bruja—. Se negó a revelarme dónde está cierta persona que yo quería encontrar. Me dijo: «Por encima de mi cadáver», así que le tomé la palabra.

«¡Está buscando a Howl!», pensó Sophie. «¿Y ahora qué hago?». Si no hubiera estando tan cansada y acalorada, Sophie habría tenido miedo hasta de pensar. Porque una Bruja capaz de matar a la señora Pentstemmon no tendría ningún proble­ma con Sophie, con bastón o sin él. Y si por un momento sospechaba que Sophie sabía dónde estaba Howl, aquel podría ser su final. Tal vez era mejor que no recordara dónde estaba la entrada del castillo.

—No sé quién es esta persona a la que has matado —dijo—, pero eso te convierte en una malvada asesina.

De todas formas, la bruja pareció desconfiar.

—¿No habías dicho que ibas a visitar a la señora Pents­temmon?

—No —respondió Sophie—. Eso lo has dicho tú. Y no tengo que conocerla para llamarte malvada por haberla matado.

—¿Entonces adonde vas? —dijo la bruja.

Sophie sintió la tentación de decirle a la bruja que se ocupara de sus asuntos. Pero aquello era buscarse problemas, así que dijo lo único que se le ocurrió:

—Voy a ver al Rey.

La bruja se echó a reír incrédula.

—¿Y el Rey te querrá ver a ti?

—Sí, claro —declaró Sophie, temblando de terror e ira—. Tengo una cita. Voy a… a pedirle mejores condiciones para los sombrereros. Y voy de todas formas, incluso después de lo que me has hecho.

—Entonces vas en la dirección equivocada —le dijo la bru­ja—. El Palacio está detrás de ti.

—¡Ah! ¿Sí? —exclamó Sophie, con una sorpresa que no tuvo que fingir—. Entonces debo de haberme confundido. Des­de que me dejaste así he perdido el sentido de la orientación.

La bruja se rió con ganas sin creerse una palabra de todo aquello.

—Entonces ven conmigo —dijo—, y te mostraré el camino a Palacio.

No parecía haber nada que Sophie pudiera hacer excepto dar media vuelta y caminar con dificultad junto a la bruja, con los dos pajes siguiéndolas a regañadientes. Sophie se sumió en la rabia y la desesperación. Miró a la bruja, que flotaba a su lado con elegancia, y recordó que la señora Pentstemmon le había dicho que en realidad era una anciana. «¡No es jus­to!», pensó Sophie, pero no podía hacer nada al respecto.

—¿Por qué me convertiste en esto? —le preguntó mientras avanzaban por una gran avenida con una fuente en su extremo.

—Porque estabas impidiéndome obtener cierta informa­ción que me hacía falta —dijo la bruja—. Al final la conseguí, por supuesto.

Sophie se quedó totalmente confundida. Estaba preguntán­dose si serviría de algo decir que aquello debía de ser un error, cuando la bruja añadió:

—Aunque me parece que no sabías lo que estabas hacien­do —dijo riéndose, como si eso fuera lo más gracioso de todo—. ¿Has oído hablar de un país llamado Gales? —preguntó.

—No —dijo Sophie—. ¿Está debajo del mar?

A la bruja le pareció todavía más divertido.

—Por el momento no. Es de donde viene el mago Howl. Le conoces, ¿verdad?

—Solo de oídas —mintió Sophie—. Se come a las niñas. Es tan malo como tú —pero sintió frío por dentro, y no parecía ser por la fuente junto a la que pasaban en ese momento. Más allá de la fuente, al otro lado de una plaza de mármol rosa, estaba la escalinata de piedra que conducía al Palacio.

—Ya hemos llegado, ahí está el Palacio —dijo la bruja—. ¿Estás segura de que puedes subir todas esas escaleras?

—Gracias a ti, no —dijo Sophie—. Hazme joven otra vez y las subiré corriendo, incluso con este calor.

—Eso no sería ni la mitad de divertido —dijo la bruja—. Hala, arriba. Y si consigues convencer al Rey de que te reciba, recuérdale que su abuelo me mandó al Páramo y que se la tengo guardada por ello.

Sophie miró desconsolada el largo tramo de escalones. Al menos no había nadie más que los soldados. Con la suerte que estaba teniendo hoy, no le hubiera sorprendido toparse con Michael y Howl que venían hacia abajo. Como era evidente que la bruja se iba a quedar allí para asegurarse de que subía, no le quedó más remedio que hacerlo. Se puso en ca­mino cojeando, pasando junto a los soldados sudorosos, hasta llegar a la entrada del Palacio, odiando a la bruja con cada paso que daba. Dio media vuelta en la cima, jadeante. La bruja seguía allí, como una forma flotante de color cobre con dos figuras anaranjadas a su lado, esperando a ver cómo la echa­ban de Palacio.

—¡Maldita sea! —protestó Sophie. Se acercó a los guardias de la entrada. Su mala suerte seguía acompañándola. No había ni rastro de Michael ni de Howl hasta donde alcanzaba la vista. Se vio obligada a decirles a los guardias:

—Hay una cosa que se me ha olvidado mencionar al Rey.

Se acordaban de ella. La dejaron pasar y la recibió un personaje de guantes blancos. Y antes de que Sophie se hubiera recuperado, la maquinaria del Palacio se había puesto de nue­vo en movimiento y se la fueron pasando de un criado a otro, igual que la primera vez, hasta que llegó a las mismas puertas y la misma persona vestida de azul anunció:

—La señora Pendragon para verle de nuevo, Su Majestad.

Mientras entraba otra vez en el salón Sophie pensó que era como una pesadilla. Parecía que no le quedaba más re­medio que volver a ensuciar el nombre de Howl. El problema era que, con todo lo que había pasado, y con el miedo escé­nico, volvió a quedarse en blanco, más en blanco que nunca.

Esta vez el Rey estaba de pie junto a un gran escritorio que había en un rincón, moviendo con nerviosismo unas ban­deras sobre un mapa. Levantó la vista y dijo amablemente:

—Me comunican que se le ha olvidado decirme algo.

—Sí —respondió Sophie—. Howl dice que solo buscará al príncipe Justin si le promete la mano de su hija en matri­monio.

«¿Cómo se me habrá ocurrido eso?», pensó Sophie. «¡Nos va a ejecutar a los dos!».

El Rey la miró preocupado.

—Señora Pendragon, debe saber que eso está fuera de cuestión —dijo—. Me doy cuenta de que debe estar muy preo­cupada por su hijo para sugerirlo, pero no puede llevarlo ata­do al delantal toda la vida, ¿sabe? Además ya he tomado la decisión. Por favor, siéntese aquí un momento. Parece cansada.

Sophie avanzó a trompicones hasta la silla que le indicaba el Rey y se dejó caer en ella, preguntándose cuándo llegarían los guardias a arrestarla.

El Rey miró a su alrededor vagamente.

—Mi hija estaba aquí hace un momento —dijo. Con con­siderable sorpresa para Sophie, se inclinó y miró debajo del escritorio—. Valeria —llamó—. Vali, sal de ahí. Por aquí, muy bien.

Se oyeron unos roces y al cabo de un segundo la princesa Valeria salió gateando de debajo del escritorio con una sonrisa bondadosa. Tenía cuatro dientes. Pero no era lo bastante ma­yor para que le hubiera crecido el pelo. Lo único que tenía era una corona de mechones blancos sobre las orejas. Al ver a Sophie, sonrió aún más y alargó la mano que se había estado chupando para agarrar su vestido. En el vestido de Sophie apareció una mancha de humedad cada vez mayor mientras la princesa se ponía de pie. Al mirar al rostro de Sophie, Valeria hizo un comentario amistoso en una lengua que So­phie no conocía.

—¡Oh! —exclamó Sophie, sintiéndose ridícula.

—Entiendo perfectamente su preocupación de madre, se­ñora Pendragon —dijo el Rey.

CAPÍTULO 14.

“En el que un Mago Real pilla un resfriado”

Sophie volvió a la entrada del Castillo que daba a Kingsbury en uno de los carruajes del Rey, tirado por cuatro caballos. También iban en él un cochero, un paje y un criado. Un sargento y seis soldados reales lo custodiaban. Y todo porque la princesa Valeria se había subido al regazo de Sophie. Durante el corto trayecto de vuelta a casa, su ves­tido todavía mostraba las húmedas marcas de la aprobación real de Valeria. Sophie esbozó una sonrisa. Pensó que tal vez Martha tenía algo de razón al querer tener niños, aunque diez Valerias se le antojaron un número excesivo. Cuando la niña se le subió encima, Sophie recordó haber escuchado que la bruja había amenazado a Valeria de alguna forma, y se des­cubrió diciéndole a la niña:

—La bruja no te hará daño. ¡No lo permitiré!

El Rey no había hecho ningún comentario. Pero había ordenado un carruaje real para Sophie.

La caravana se detuvo con mucho ruido frente a la puerta del falso establo. Michael salió disparado y se interpuso en el camino del criado que estaba ayudando a Sophie a bajar.

—¿Dónde te habías metido? —quiso saber—. ¡Estaba tan preocupado! Y Howl está muy disgustado…

—No me extraña —replicó Sophie aprensivamente.

—Porque la señora Pentstemmon ha muerto —dijo Michael.

Howl se asomó a la puerta. Se le veía pálido y deprimido.

Tenía un pergamino del que colgaban los sellos reales rojo y azul, que Sophie observó sintiéndose culpable. Howl le dio al sargento una pieza de oro y no pronunció ni una palabra hasta que el carruaje y los soldados se alejaron repiqueteando. Luego dijo:

—He contado cuatro caballos y diez hombres solo para librarse de una anciana. ¿Se puede saber qué le has hecho al Rey?

Sophie siguió a Howl y a Michael al interior, esperando encontrase la sala cubierta de lodo verde. Pero lo único que vio fue a Calcifer ardiendo en la chimenea con su sonrisa violeta. Sophie se dejó caer en la silla.

—Creo que al Rey no le ha gustado que apareciera para ensuciar tu nombre. He ido dos veces y todo ha salido mal. Y me he encontrado con la bruja del Páramo que venía de matar a la señora Pentsemmon. ¡Menudo día!

Mientras Sophie contaba lo que le había pasado, Howl se apoyó en la repisa de la chimenea con el pergamino en la mano, como si estuviera pensando en echárselo de comer a Calcifer.

—Contemplad al nuevo Mago Real —dijo—. Mi nombre está sucio —luego se echó a reír, lo que sorprendió muchísimo a Sophie y a Michael—. ¿Y qué le has hecho al conde de Catterack? —rió—. ¡Nunca debí dejar que te acercaras al Rey!

—¡Pero sí que ensucié tu nombre! —protestó Sophie.

—Ya lo sé. Calculé mal —dijo Howl—. ¿Y ahora cómo voy a ir al funeral de la señora Pentstemmon sin que se entere la bruja? ¿Alguna idea, Calcifer?

Saltaba a la vista que Howl estaba más afectado por la muerte de la señora Pentstemmon que por todo lo demás.