El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Michael acababa de sugerir que comieran algo y Calcifer había protestado como siempre, cuando Howl abrió la puerta de par en par y entró, más descontento que nunca.

—¿Algo de comer? —preguntó Sophie.

—No —dijo Howl—. Agua caliente en el baño, Calcifer —se quedó pensativo en la puerta del baño un momento—. Sophie, ¿por casualidad no habrás ordenado el estante de conjuros de aquí dentro?

Sophie se sintió más tonta que nunca. Por nada del mundo hubiera admitido que había rebuscado en todos aquellos pa­quetes y tarros buscando pedazos de jovencitas.

—No he tocado nada —contestó virtuosamente mientras se dirigía a buscar la sartén.

—Espero que sea verdad —le dijo Michael inquieto cuando la puerta del baño se cerró de golpe.

Mientras Sophie preparaba la cena, se oía el correr y go­tear del agua en el cuarto baño.

—Está usando mucha agua caliente —dijo Calcifer desde debajo de la sartén—. Creo que se está tiñendo el pelo. Espero que no tocaras los conjuros del pelo. Para tratarse de un hom­bre normal y corriente con el pelo color barro, es muy pío sumido.

—¡Cállate ya! —replicó Sophie—. ¡He dejado cada cosa en su sitio!

Estaba tan enfadada que vertió los huevos y el beicon sobre Calcifer.

Calcifer, naturalmente, se los comió con gran entusiasmo y muchas llamaradas y lametones. Sophie frió más sobre el chisporroteo de las llamas. Michael y ella se los comieron. Estaban recogiendo, mientras Calcifer se pasaba la lengua azul por los labios morados, cuando la puerta del baño se abrió con gran estruendo y Howl salió aullando de desesperación.

—¡Mirad esto! —gritó—. ¡Mirad esto! ¿Qué ha hecho con mis conjuros este desastre de mujer?

Sophie y Michael dieron media vuelta y miraron a Howl. Tenía el pelo mojado, pero, aparte de eso, ninguno de los dos veía ninguna diferencia.

—Si te refieres a mí… —empezó Sophie.

—¡Claro que me refiero a ti! ¡Mira! —aulló Howl. Se sentó de golpe sobre la banqueta y se apuntó a la cabeza mojada con el dedo—. Mira. Estudia. Inspecciona. ¡Es una ruina! ¡Pa­rezco una sartén de huevos con beicon!

Michael y Sophie se inclinaron nerviosos sobre la cabeza de Howl. Parecía del mismo color rubio claro de siempre hasta la raíz. La única diferencia podría haber sido una som­bra ligera, muy ligera, de rojo. A Sophie le gustó. Le recordó un poco al color que debería tener su propio pelo.

—A mí me parece muy bonito —dijo.

¡Bonito! —gritó Howl—. ¡Cómo no! Lo has hecho a pro­pósito. No podías descansar hasta hacerme sufrir a mí tam­bién. ¡Míralo! ¡Es color zanahoria!. ¡Tendré que esconderlo has­ta que me haya crecido! —extendió los brazos dramáticamen­te—. ¡Desesperación! —gritó—. ¡Angustia! ¡Horror!

La habitación se volvió más oscura. En las cuatro esquinas aparecieron unas enormes formas de aspecto humano avan­zando hacia Sophie y Michael y aullando. Los gritos comenzaron como gemidos horrorizados, se convirtieron en berridos desesperados y después en alaridos de dolor y terror. Sophie se tapó los oídos con las manos, pero los gritos las traspasaron, cada vez más altos, cada vez más horribles. Calcifer se encogió a toda prisa en el hogar y se escondió bajo el tronco del fondo. Michael agarró a Sophie del codo y la llevó hacia la puerta. Hizo girar el picaporte dejando el azul hacia abajo, abrió la puerta de una patada y los dos salieron a la calle en Porthaven, tan rápido como pudieron.

El ruido era casi igual de horrible allí fuera. Se abrieron puertas por toda la calle y la gente salía corriendo de las casas tapándose los oídos.

—¿Debemos dejarlo solo en ese estado? —tembló Sophie.

—Sí —dijo Michael—. Y si cree que es culpa tuya, sin duda.

Recorrieron a toda prisa la ciudad, perseguidos por gritos espeluznantes. Toda una multitud iba con ellos. Pese a que la niebla se había convertido en una llovizna típica de la costa, todos se dirigieron a la bahía o la playa, donde el ruido pa­recía más fácil de soportar. La inmensidad gris del mar mi­tigaba un poco aquel estruendo. La gente estaba de pie en grupitos mojados, mirando a la blanca niebla sobre el hori­zonte y las gotas que caían de los amarres de los barcos mien­tras el ruido se convertía en un llanto gigantesco y desolador. Sophie se dio cuenta de que estaba viendo el mar por primera vez en su vida. Era una pena que no pudiera disfrutarlo más.

Los llantos fueron dando paso a tristísimos suspiros y por fin al silencio. La gente se puso en camino hacia sus casas con mucho cuidado. Algunos se acercaron tímidamente a Sophie.

—¿Le ocurre algo al pobre hechicero, señora Bruja?

—Hoy está un poco triste —respondió Michael—. Vamos. Creo que ya podemos arriesgarnos a volver.

Mientras avanzaban por el malecón, varios marineros los llamaron con preocupación desde sus barcos amarrados, para preguntarles si aquel ruido significaba tormentas o mala suerte.

—Claro que no —dijo Sophie—. Ya ha pasado todo.

Pero no era verdad. Regresaron a la casa del mago, que era un edificio torcido y ordinario por fuera que Sophie no habría reconocido si Michael no hubiera estado con ella. Michael abrió la puerta destartalada con mucho cuidado. Dentro, Howl seguía sentado en la banqueta. Tenía una actitud de desesperación absoluta. Y estaba cubierto de pies a cabeza con una gruesa capa de lodo verde.

Había una cantidad horrible, tremenda y violenta de aque­lla sustancia viscosa, montañas enteras. Cubrían a Howl com­pletamente. Tenía la cabeza y los hombros bañados con grue­sos pegotes de lodo que se amontonaba en las rodillas y le resbalaba por las piernas en gruesos goterones y caía de la banqueta en hebras pegajosas. Unos dedos largos y verdes ha­bían llegado hasta el hogar. Olía fatal.

—¡Salvadme! —gritó Calcifer con un susurro ronco. Solo quedaban dos llamitas desesperadas—. ¡Esta cosa me va a apagar!

Sophie se levantó la falda y se acercó a Howl tanto como pudo, que no fue mucho.

—¡Ya está bien! —dijo—. ¡Para ahora mismo! ¡Te estás com­portando como un crío!

Howl no se movió ni contestó. Su rostro miraba desde detrás de una capa de pringue, pálido, trágico y con los ojos muy abiertos.

—¿Qué podemos hacer? ¿Está muerto? —preguntó Mi­chael, temblando junto a la puerta.

Sophie pensó que Michael era un buen chaval, pero un poco inútil en momentos de crisis.

—No, claro que no —dijo—. ¡Y si no fuera por Calcifer, me importaría un bledo que se comportara como una anguila gelatinosa el día entero! Abre la puerta del cuarto de baño.

Mientras Michael se abría paso entre charcos de lodo en dirección al baño, Sophie tiró su delantal sobre el hogar para impedir que el fango verde siguiera avanzando hacia Calcifer y cogió la pala. Levantó paletadas de ceniza y las fue echando sobre los charcos más grandes. El limo siseó violentamente. El cuarto se llenó de vapor y olía peor que nunca. Sophie se arremangó, inclinó la espalda para agarrar bien las rodillas resbaladizas del mago, y empujó a Howl hacia el baño, con

taburete y todo. Los pies resbalaban y patinaban sobre el lodo, lo que hacía más fácil mover la silla. Michael se acercó y tiró de las mangas. Entre los dos lo metieron en el cuarto de baño. Allí, como Howl seguía negándose a moverse, lo colocaron en la ducha.

—¡Agua caliente, Calcifer! —jadeó Sophie decidida—. Muy caliente.

Necesitaron una hora para quitarle el fango verde a Howl. Y Michael tardó otra hora en convencerle de que se levantara del taburete y se pusiera ropa limpia. Afortunadamente, el traje gris y escarlata que Sophie acababa de remendar estaba colgado sobre el respaldo de la silla, fuera del alcance del líquido viscoso. El traje azul y plateado había quedado des­trozado. Sophie le dijo a Michael que lo pusiera a remojo en la bañera. Mientras tanto, murmurando y gruñendo, cogió más agua caliente. Giró el pomo con el verde hacia abajo y barrió todo el limo verde hacia las colinas. El castillo fue dejando sobre el brezo un rastro como el de un caracol, pero era la forma más fácil de deshacerse de aquello. Vivir en un castillo volante tenía sus ventajas, pensó Sophie mientras fre­gaba el suelo. Se preguntó si los ruidos de Howl también se habrían oído allí fuera. Si así había sido, se apiadó de los habitantes de Market Chipping.

Para entonces Sophie estaba cansada y enfadada. Sabía que el fango verde había sido la venganza de Howl contra ella, y cuando Michael por fin consiguió sacar al brujo del baño, vestido de gris y escarlata, y lo sentó tiernamente en la silla junto a la chimenea, no estuvo dispuesta a mostrarse com­prensiva.

—¡Ha sido una total estupidez! —protestó Calcifer—. ¿Es que querías deshacerte de la mejor parte de tu magia o qué?

Howl no le hizo caso. Seguía sentado sin decir nada, con aspecto trágico y tembloroso.

—¡No consigo que hable! —suspiró Michael tristemente.

—Es solo una rabieta —dijo Sophie. Martha y Lettie también eran unas expertas en berrinches. Sabía cómo lidiar con ellos. Por otra parte, darle un cachete a un mago que se había puesto histérico por su pelo también tenía sus ries­gos. De todas formas, Sophie sabía por experiencia que las pataletas casi nunca se producen por la razón que aparentan. Obligó a Calcifer a moverse para colocar un cazo de leche entre los troncos. Cuando estuvo caliente, le puso un tazón a Howl entre las manos—. Bébetelo —le dijo—. ¿A qué ha venido todo ese escándalo? ¿Es esa jovencita a la que visitas tanto?

Howl dio un sorbito desconsolado.

—Sí —dijo—. Dejé de visitarla unos días para ver si eso la hacía recordarme con cariño, pero no ha sido así. No estaba segura, ni siquiera la última vez que la vi. Y ahora me dice que hay otro hombre.

Sonaba tan apesadumbrado que Sophie sintió lástima. Ahora que se había secado el pelo, descubrió con una punzada de culpabilidad que era verdad que estaba casi rosa.

—Es la chica más hermosa que he visto nunca por aquí —continuó Howl lastimeramente—. La adoro, pero ella se burla de mi honda devoción y se preocupa por otro. ¿Cómo es po­sible que le guste otro tipo después de toda la atención que le he prestado? Normalmente se deshacen de los demás en cuanto aparezco yo.

La lástima de Sophie disminuyó rápidamente. Se le ocu­rrió que si Howl era capaz de cubrirse de fango verde con tanta facilidad, le resultaría igual de sencillo ponerse el pelo del color adecuado.

—¿Entonces por qué no le das una poción amorosa y terminas de una vez? —le preguntó.

—Ah, no —respondió Howl—. Así no se juega. Eso estro­pearía toda la diversión.

La tristeza de Sophie volvió a disminuir. ¿Así que era un juego?

—¿Es que nunca piensas un poco en la pobre muchacha? —replicó.

Howl se terminó la leche y miró al fondo del tazón con una sonrisa sentimental.

—Pienso en ella todo el tiempo —dijo—. Mi hermosa, her­mosísima Lettie Hatter.

Toda la lástima de Sophie desapareció de golpe. Y fue sustituida por una gran ansiedad. «¡Ay, Martha!», pensó. «¡Mira que has estado ocupada! ¡Así que no te referías a nin­guno de los aprendices de Cesari!».