El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Michael le dio unas palmaditas amables en el hombro cuando se acercó al hogar para arrojar las diecisiete páginas de notas a Calcifer.

—Al final todo el mundo lo supera —le dijo.

Para entonces era evidente que Michael estaba teniendo problemas con su conjuro. Soltó las notas y cogió un poco de hollín de la chimenea. Calcifer asomó la cara para observarle con curiosidad. Michael cogió una raíz marchita de una de las bolsas que colgaba de las vigas del techo y la puso entre el hollín. Luego, después de mucho pensar, giró el taco de madera con el azul hacia abajo y desapareció durante veinte mi­nutos en Porthaven. Regresó con una concha marina grande y retorcida y la colocó con la raíz y el hollín. Después, rom­pió en pedazos páginas y páginas de papel y los añadió tam­bién. Puso todo junto delante de la calavera humana y empezó a soplar, de forma que el hollín y los trocitos de papel re­volotearon por toda la mesa.

—¿Qué crees que está haciendo? —preguntó Calcifer a Sophie.

Michael dejó de soplar y se puso a triturarlo todo en el mortero, incluido el papel, mirando de vez en cuando a la calavera con expresión expectante. No pasó nada, así que pro­bó con distintos ingredientes de las jarras y las bolsas.

—Me siento mal por haber espiado a Howl —anunció mientras machacaba ingredientes en un cuenco por tercera vez—. Puede que sea un veleta con las mujeres, pero se ha portado muy bien conmigo. Me acogió cuando yo no era más que un huérfano abandonado sentado a su puerta en Porthaven.

—¿Cómo ocurrió? —preguntó Sophie mientras recortaba otro triángulo azul.

—Mi madre murió y mi padre se ahogó en una tormenta —dijo Michael—. Y cuando pasa eso nadie te quiere. Tuve que dejar la casa porque no podía pagar el alquiler, intenté vivir en la calle pero la gente me echaba de su puerta y de los barcos hasta que el único sitio que se me ocurrió fue uno al que todos le tenían demasiado miedo como para entrometerse. Howl acababa de empezar modestamente como el Hechicero Jenkin. Pero todo el mundo decía que en su casa había de­monios, así que dormí en su portal un par de noches, hasta que una mañana, Howl abrió la puerta para ir a comprar el pan y me caí dentro. Me dijo que podía esperar dentro mien­tras él iba por algo de comer. Entré y allí vi a Calcifer y empecé a hablar con él, porque nunca antes había visto a un demonio.

—¿De qué hablasteis? —preguntó Sophie, pensando que tal vez Calcifer le había pedido también a Michael que rompiera su contrato.

—Me contó sus problemas y me lloró encima, ¿a que sí? —dijo Calcifer—. No se le pasó por la cabeza que yo también podía tener mis propios problemas.

—A mí no me lo parece. Es solo que te quejas mucho —dijo Michael—. Aquella mañana te portaste muy bien con­migo y creo que a Howl le impresionó. Pero ya sabes cómo es. No me dijo que podía quedarme, pero tampoco me dijo que no. Así que intenté ser útil donde podía, como cuidando del dinero para que no se lo gastara todo en cuanto lo recibía, y cosas así.

El conjuro soltó una especie de bufido y luego se produjo una ligera explosión. Michael limpió el hollín de la calavera con un suspiro e intentó nuevos ingredientes. Sophie empezó a ensamblar los triángulos azules en el suelo, a su alrededor.

—Cuando empecé cometí muchos errores estúpidos —con­tinuó Michael—, pero Howl se lo tomó muy bien. Creía que ya había superado esa etapa. Y pienso que le ayudo con el dinero. Howl se compra ropa carísima, porque dice que nadie querría contratar a un mago con pinta de no ser capaz de ganar dinero con su oficio.

—Eso es solo porque le gusta la ropa —dijo Calcifer. Sus ojos anaranjados observaban a Sophie mientras trabajaba con expresión acusadora.

—Este traje estaba estropeado —dijo Sophie.

—No es solo la ropa —dijo Michael—. ¿Te acuerdas el in­vierno pasado cuando no nos quedaba leña y Howl salió y compró la calavera y esa guitarra estúpida? Me enfadé con él de verdad. Dijo que tenían buen aspecto.

—¿Y qué hicisteis sin leña? —preguntó Sophie.

—Howl conjuró unos troncos de alguien que le debía di­nero —dijo Michael—. Al menos eso es lo que me contó, y espero que estuviera diciendo la verdad. Y nos alimentamos de algas marinas. Howl dice que son muy saludables.

—Están buenas —murmuró Calcifer—. Secas y crujientes.

—Yo las odio —replicó Michael, mirando absorto el cuen­co con los ingredientes triturados—. No sé, debería haber siete ingredientes, a menos que sean siete procesos, pero vamos a probar con el pentáculo de todas maneras.

Colocó el cuenco en el suelo y dibujó con tiza una especie de estrella de cinco puntas a su alrededor. El polvo explotó con una fuerza que hizo volar los triángulos de Sophie hacia el hogar. Michael soltó una palabrota y borró rápidamente las líneas de tiza.

—Sophie —dijo—. Estoy atascado con este conjuro. ¿Podrías ayudarme?

«Como si le estuviera llevando los deberes a la abuela», pensó Sophie, recogiendo los triángulos y colocándolos de nue­vo con paciencia.

—Vamos a ver —dijo con precaución—. Yo no sé nada so­bre magia.

Con gesto impaciente, Michael le puso en la mano un papel extraño y brillante. Parecía poco común, incluso para tratarse de un conjuro. Tenía grandes letras impresas, pero ligeramente grises y difuminadas, y alrededor de los bordes se veían unos borrones, como nubes de tormenta retirándose.

—A ver qué te parece —dijo Michael.

Sophie leyó:

Ve y atrapa una estrella fugaz,

recoge una raíz de mandrágora con un niño,

dime dónde están los años pasados,

o quién rompió la pezuña del diablo.

Enséñame a escuchar el canto de las sirenas

o a librarme del aguijón de la envidia,

y a encontrar

qué viento

sirve para impulsar una mente honrada.

Decide cuál es el tema

y escribe tú mismo otro verso.

Sophie estaba realmente desorientada. No se parecía a nin­guno de los conjuros que había curioseado antes. Lo volvió a leer de nuevo, sin que las explicaciones que le daba Michael mientras intentaba leer la ayudaran mucho.

—¿Te acuerdas de que Howl me dijo que los conjuros avanzados tienen un acertijo dentro? Bueno, pues al principio decidí que cada línea era un acertijo. Usé el hollín y las chis­pas para la estrella fugaz y una concha marina para el canto de las sirenas. Y creí que yo podría servir como niño, así que cogí la raíz de mandrágora y escribí una lista de los años pasados del almanaque, pero no estaba muy seguro de eso. A lo mejor ahí fue donde me equivoqué, y ¿puede ser que la cosa para evitar el dolor sea el bálsamo de salvia? Eso no se me había ocurrido antes, pero de todas maneras, ¡no funciona!

—No me extraña —dijo Sophie—. A mí me parece una lista de cosas imposibles.

Pero Michael no quería ni oír hablar de eso. Si fueran imposibles, indicó razonablemente, nadie sería capaz de hacer el conjuro.

—Y además —añadió—, me siento tan avergonzado de ha­ber espiado a Howl que quiero compensarlo haciendo bien este conjuro.

—Muy bien —dijo Sophie—. Empecemos con Decide cuál es el tema. Eso debería ayudarnos, si es que decidir es parte del conjuro.

Pero Michael tampoco quería saber nada de aquello.

—No —dijo—. Es el tipo de conjuro que se resuelve cuando se hace. Eso es lo que quiere decir la última línea. Cuando escribes la segunda mitad, diciendo lo que significa el conjuro, eso lo hace funcionar. Esos son muy avanzados. Primero te­nemos que descifrar la primera mitad.

Sophie volvió a reunir sus triángulos en un montón.

—Vamos preguntarle a Calcifer —sugirió—. Calcifer, ¿quién…?

Pero Michael también se negó.

—No, cállate. Creo que Calcifer es parte del conjuro. Fí­jate cómo dice «Dime» y «Enséñame». Al principio pensé que se refería a la calavera, pero eso no funcionó, así que debe de ser Calcifer.

—¡Pues si te vas a negar a todo lo que yo digo, hazlo tú sólito! —dijo Sophie—. ¡Y seguro que Calcifer sabe quién partió su propia pezuña!

Calcifer avivó sus llamas un poco.

—Yo no tengo pezuñas. Soy un demonio, no un diablo —dicho esto, se retiró de nuevo bajo sus troncos, donde se le oyó removerse y murmurar—: ¡Qué hatajo de tonterías! —cada vez que Sophie y Michael hablaban sobre el conjuro.

Para entonces Sophie había sucumbido a la intriga. Guar­dó sus triángulos azules, cogió papel y pluma y empezó a tomar tantas notas como Michael. Los dos pasaron el resto del día con la mirada perdida, mordisqueando la pluma y lanzándose sugerencias el uno al otro.

¿Sirve el ajo para ahuyentar la envidia? Podría recortar una estrella de papel y dejarla caer. ¿Se lo decimos a Howl? A Howl le gustarían las sirenas más que a Calcifer. No creo que Howl tenga una mente honesta. ¿Y Calcifer? ¿Dónde están los años pasados? ¿Quiere decir que una de esas raíces secas puede dar frutos? ¿Plantarla? ¿Junto a la salvia? ¿En una concha de mar? Pezuñas rotas, la mayoría de los animales excepto los caballos. ¿Herrar un caballo con un diente de ajo? ¿Viento? ¿Olor? ¿El viento de las botas de siete leguas? ¿Es Howl malvado? ¿Dedos partidos en botas de siete leguas? ¿Sirenas con botas?

Mientras Sophie escribía todo esto, Michael preguntó con la misma desesperación:

—¿Es posible que el viento sea algún tipo de polea? ¿Un hombre honesto ahorcado? Pero eso es magia negra.

—Vamos a cenar —dijo Sophie.

Comieron pan y queso, todavía con la mirada perdida. Por fin Sophie dijo:

—Michael, por lo que más quieras, vamos a dejarnos de acertijos y hagamos exactamente lo que dice ahí. ¿Cuál es el mejor sitio para atrapar una estrella fugaz? ¿En las colinas?

—Los pantanos de Porthaven son más llanos —dijo Mi­chael—. ¿Podemos hacerlo? Las estrellas fugaces son rapidísimas.

—Y nosotros también, con las botas de siete leguas —señaló Sophie.

Michael se levantó de un salto, aliviado y contento.

—¡Creo que tienes razón! —dijo mientras buscaba las bo­tas—. Vamos a probar.

Aquella vez Sophie cogió prudentemente su bastón y su chal, porque ya había oscurecido. Michael estaba girando el taco con la mancha azul hacia abajo cuando ocurrieron dos cosas extrañas. En la mesa, los dientes de la calavera empe­zaron a castañear. Y Calcifer ardió muy alto, hasta la repisa de la chimenea.

—¡No quiero que os vayáis!

—Volveremos enseguida —dijo Michael en tono tranqui­lizador.

Salieron a la calle en Porthaven. Era una noche luminosa y cálida. Sin embargo, en cuanto llegaron al final de la calle, Michael recordó que Sophie había estado enferma aquella ma­ñana y empezó a preocuparse por los efectos de la brisa noc­turna sobre su salud. Sophie le dijo que no fuera tonto y avanzó decidida con su bastón hasta que dejaron atrás las ventanas iluminadas y la noche se volvió amplia, húmeda y fría. Los pantanos olían a sal y a tierra. El mar brillaba y ondulaba suavemente a su espalda. Sophie sentía, más que ver, las millas y millas de llanura que se extendían frente a ellos. Lo que sí veía eran hebras de bruma azulada y reflejos pálidos de charcas con juncos, que se sucedían una detrás de otra, hasta formar una línea pálida donde comenzaba el cielo. Y el cielo ocupaba todo lo demás, aún más inmenso. La Vía Láctea parecía otra hebra de bruma que se había elevado de los pantanos y las estrellas afiladas brillaban a través de ella.

Michael y Sophie se quedaron quietos, cada uno con una bota preparada en el suelo, esperando a que alguna estrella se moviera.