El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Howl se conjuró un pañuelo negro y se sonó la nariz. La ventana retembló. Cogió una rebanada de pan con miel de la mesa y llamó al perro-hombre, que le miró dubitativo.

—Solo quiero que te quedes donde pueda verte bien —le dijo Howl con voz ronca. Seguía teniendo un mal resfriado—. Ven aquí, bonito.

Mientras el perro se arrastraba receloso hacia el medio de la habitación, Howl añadió:

—No encontrarás el otro traje en el baño, doña Fisgona. No volverás a tocar mi ropa nunca más.

Sophie detuvo su avance de puntillas hacia el baño y vio cómo Howl caminaba alrededor del perro, comiendo pan con miel y sonándose la nariz, alternativamente.

—¿Qué os parece esto como disfraz? —preguntó.

Movió el pañuelo negro hacia Calcifer se inclinó hacia el suelo para ponerse de rodillas. Casi en el mismo momento en que empezó a moverse, desapareció. Para cuando llegó al suelo se había convertido en un setter color caramelo, igual que el perro-hombre.

El perro-hombre se quedó totalmente sorprendido y sus instintos lo dominaron. Se le erizó el pelo, bajó las orejas y se puso a gruñir. Howl le siguió la corriente, o tal vez sintiera lo mismo. Los dos perros idénticos caminaron en círculos uno alrededor del otro, mirándose con ojos encendidos, gruñendo, alerta y preparados para luchar.

Sophie agarró por la cola al que creyó que era el perro-hombre. Michael intentó sujetar al que creyó que era Howl. Howl se convirtió a toda prisa en sí mismo. Sophie se encon­tró con una persona alta y negra de pie delante de ella y soltó la parte de atrás de la chaqueta de Howl. El perro-hombre se sentó a los pies de Michael, con una mirada trágica.

—Muy bien —dijo Howl—. Si puedo engañar a otro perro, puedo engañar a cualquiera. En el funeral nadie se fijará en un perro callejero que levanta la pata contra una tumba.

Se acercó a la puerta y movió el pomo hacia el azul.

—Espera un momento —dijo Sophie—. Si vas al funeral como un setter, ¿para qué te ha molestado en vestirte todo de negro?

Howl levantó la barbilla y puso una expresión noble.

—Por respeto a la señora Pentstemmon —dijo, abriendo la puerta—. Le gustaba que pensáramos en cada detalle.

Y salió a las calles de Porthaven.

CAPÍTULO 16.

“En el que ocurre muchísima magia”

Pasaron varias horas. El perro-hombre vol­vió a tener hambre y Michael y Sophie decidieron almorzar también. Sophie se acercó a Calcifer con la sartén.

—¿Por qué no coméis pan con queso para variar? —pro­testó Calcifer.

Pese a todo, inclinó la cabeza. Sophie estaba poniendo la sartén sobre las rizadas llamas verdes cuando se oyó la ronca voz de Howl salida de la nada.

—¡Prepárate, Calcifer! ¡Me ha encontrado!

Calcifer se irguió inmediatamente. La sartén cayó sobre las rodillas de Sophie.

—¡Tendrás que esperar! —rugió Calcifer, alzándose con lla­mas cegadoras por el hueco de la chimenea. Casi al mismo tiempo, se desmembró en una docena de caras azules más pequeñas, como si lo estuvieran sacudiendo violentamente, y ardió con un ruido fiero y ronco.

—Eso significa que están luchando —susurró Michael.

Sophie se chupó un dedo que se le había quemado un poco mientras que con la otra mano recogía lonchas de beicon de su falda, mirando con malas pulgas a Calcifer, que se sa­cudía de un lado a otro de la chimenea. Sus caras borrosas flameaban con un azul marino a azul cielo y luego casi blan­cas. En un instante tenía muchos ojos anaranjados y al si­guiente, hileras de ojos plateados. Sophie nunca había imagi­nado una cosa igual.

Algo pasó volando por encima con un golpe y una explosión que sacudió todos los objetos de la habitación, otra lo siguió con un rugido largo y agudo. Calcifer ardía de negro y a Sophie se le puso la piel de gallina al sentir el estruendo de la magia.

Michael corrió a la ventana.

—¡Están muy cerca!

Sophie se acercó cojeando. La tormenta de magia parecía haber afectado a la mitad de las cosas de la habitación. A la calavera le temblequeaba la mandíbula con tanta fuerza que la hacía moverse en círculos. Los paquetes saltaban. Den­tro de los tarros, los polvos bullían. Un libro se cayó pesa­damente de una de las estanterías y se quedó abierto en el suelo, con las hojas abanicándose solas de atrás a adelante. De un rincón de la habitación salió un vapor aromático del baño; en el otro, la guitarra de Howl produjo unas notas desafinadas. Y Calcifer se agitaba con más intensidad que nunca.

Michael puso la calavera en el fregadero para que no se cayera al suelo con tanto tembleque mientras abría la ventana y se asomaba. Y comprobó exasperado que la pelea quedaba fuera de su vista. La gente de las casas de enfrente se asomaba a las puertas y ventanas, señalando con el dedo hacia algo que estaba más o menos sobre sus cabezas. Sophie y Michael co­rrieron hacia el armario de las escobas, cogieron cada uno una capa de terciopelo y se la echaron por encima de los hombros. Sophie había cogido la que convertía a su portador en el hombre barbudo. Y entonces supo por qué se había reído tanto Calcifer cuando ella se puso la otra. Michael era un caballo. Pero no había tiempo para risas. Sophie abrió la puer­ta y salió a la calle, seguida por el perro-hombre, que, sor­prendentemente, parecía muy tranquilo pese a todo. Michael trotó tras ella con un repiqueteo de cascos inexistentes, dejan­do a Calcifer ardiendo entre el blanco y el azul a su espalda.

La calle estaba llena de gente que miraba hacia arriba. Nadie tuvo tiempo de fijarse en un caballo que salía de una casa. Sophie y Michael también miraron y descubrieron una inmensa nube que ardía y se retorcía justo sobre los tejados. Era negra y giraba sobre sí misma violentamente. A través de su negrura brillaban relámpagos blancos que no eran real­mente de luz. Pero casi en cuanto llegaron Michael y Sophie, el nudo de magia tomó la forma de una masa borrosa de serpientes enzarzadas en una lucha. Luego se separó en dos con un ruido parecido al de una enorme pelea entre gatos. Una parte se alejó maullando por los tejados hacia el mar y la segunda la persiguió gritando.

Algunos espectadores se retiraron al interior de sus casas. Sophie y Michael se unieron al grupo de los más valientes que se dirigían cuesta abajo hacia el puerto. La gente se arre­molinaba a lo largo de la curva del malecón, para verlo mejor. Sophie se acercó cojeando para colocarse allí también, pero no le hizo falta pasar de la caseta del contramaestre del puerto. Se veían dos nubes suspendidas en el aire, mar adentro, al otro lado del malecón; eran las únicas dos nubes en el tran­quilo cielo azul. Se las distinguía muy bien. También se veía perfectamente la mancha negra de la tormenta que sacudía el mar bajo las nubes, levantando enormes olas con crestas blan­cas. Un barco desafortunado estaba atrapado en la tempestad. Sus mástiles se sacudían de un lado a otro mientras enormes chorros de agua se estrellaban contra sus costados. La tri­pulación luchaba desesperadamente por arriar las velas, pero al menos una se había desgarrado y volaba al viento hecha jirones.

—¡Es que no les importa lo que le pase al barco! —exclamó alguien indignado.

En ese momento el viento y las olas de la tormenta al­canzaron el malecón. El agua espumosa saltó por encima y los valientes espectadores volvieron corriendo hacia el puerto, donde los barcos allí atracados rozaban unos con otro y se balanceaban contra sus amarres. En medio de todo aquello, se oyeron unas voces cantarinas que gritaban. Sophie asomó la cabeza por el otro lado de la caseta en dirección a las voces y descubrió que la tormenta de magia no solo había pertur­bado al mar y al barco: un grupo de señoras mojadas y de aspecto resbaladizo con melenas de pelo verdoso se arrastraba por el muro del malecón, gritando y echándole los brazos largos y húmedos a otras señoras que oscilaban entre las olas. Todas tenían una cola de pescado en lugar de piernas.

—¡Madre mía! —se asombró Sophie—. ¡Las sirenas de la maldición!

Aquello significaba que solo faltaban dos cosas imposibles por cumplirse.

Levantó la vista a las dos nubes. Howl estaba de rodillas sobre la nube de la derecha, que era mucho más grande y estaba más cerca de lo parecía. Seguía vestido de negro. Y, como era propio de él, estaba mirando por encima del hombro a las frenéticas sirenas, como dándose cuenta de que eran parte de la maldición.

—¡Concéntrate en la bruja! —gritó el caballo que estaba junto a Sophie.

La bruja se materializó, de pie sobre la nube de la derecha, envuelta en una túnica color fuego y con melena pelirroja, levantando los brazos para invocar la magia. Cuando Howl se dio la vuelta y la miró, bajó los brazos. La nube de Howl estalló en una fuente de llamas de color rosa. La ola de calor azotó el puerto y las piedras del malecón despedían vapor.

—¡No pasa nada! —respiró el caballo.

Howl estaba abajo, en el barco, que daba bandazos y pa­recía punto de hundirse. Ahora era una diminuta figura negra apoyada contra el maltrecho mástil. Le hizo ver a la bruja que había fallado saludándola descaradamente con la mano. La bruja lo vio en cuanto la saludó. La nube, la bruja y todo lo demás se convirtieron al instante en un pájaro rojo que se lanzó furiosamente contra el velero.

El barco desapareció. Las sirenas entonaron un triste la­mento. Donde había estado la embarcación no había más que olas agitadas y pesarosas. Pero el pájaro iba demasiado deprisa y no le había dado tiempo a frenar. Se zambulló en el mar con un enorme chapoteo.

Los espectadores daban vítores.

—¡Ya sabía yo que no era un barco de verdad! —dijo al­guien detrás de Sophie.

—Sí, seguramente se trataba de una ilusión —dijo el ca­ballo perspicazmente—. Era demasiado pequeño.

Como prueba de que el barco había estado más cerca de lo que parecía, las olas salpicaron el malecón antes de que Michael terminara de hablar. Una gigantesca colina de agua verde, de unos veinte pies de alto, pasó suavemente por en­cima de las piedras, arrastrando a las sirenas aterrorizadas has­ta el puerto, sacudiendo violentamente los barcos amarrados y estrellándose en remolinos contra la caseta del contramaestre del puerto. Del lomo del caballo apareció una mano que arras­tró a Sophie de vuelta hacia el muelle. Sophie avanzaba ja­deante y tropezándose, con el agua por las rodillas. El perro-hombre corría su lado, calado hasta las orejas.

Acababan de llegar al muelle y los barcos del puerto ha­bían recobrado su posición vertical cuando una segunda mon­taña de agua rodó sobre el malecón. De su costado liso surgió un monstruo. Era una cosa grande, negra y con garras, mitad gato, mitad león marino, y se dirigió a toda velocidad hacia el muelle. Entonces salió otra criatura de la ola, justo cuando rompía sobre el puerto. Era también alargada, pero con más escamas, y perseguía a la primera fiera.

Todos se dieron cuenta de que la pelea no había termi­nado aún y echaron a correr chapoteando hacia los cobertizos y las casas del puerto. Sophie se tropezó con una cuerda y luego con un escalón. El brazo volvió a salir del caballo y la sujetó justo cuando los dos monstruos pasaban corriendo a su lado envueltos en un torbellino de agua salada. Cuando la siguiente ola pasó por encima del malecón, otros dos mons­truos salieron de ella, idénticos a los dos primeros, excepto que el de las escamas estaba más cerca del felino. Y la siguien­te volvió a traer otros dos, todavía más cerca el uno del otro.

—¿Qué pasa aquí? —gimió Sophie cuando la tercera pareja pasó corriendo a su lado, haciendo temblar las piedras bajo sus patas.

—Son ilusiones —dijo la voz de Michael que salía del ca­ballo—. Al menos algunos. Ambos están intentando engañar al otro para que persigan al animal que no es.

—¿Y quién es quién? —preguntó Sophie.

—Ni idea —dijo el caballo.