El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

CAPÍTULO 7.

“En el que un espantapájaros impide a Sophie salir del Castillo”

Lo que impidió que Sophie saliera hacia Market Chipping aquella misma tarde fue un ataque intensísimo de dolores y achaques. La llovizna de Porthaven la había ca­lado hasta los huesos. Se tumbó en su cubículo con sus do­lores y se dedicó a preocuparse por Martha. A lo mejor no era tan malo, pensó. Solo tenía que decirle a Martha que el mago Howl era el pretendiente del que no estaba segura. Aquello la asustaría. Y le contaría que la mejor manera de alejar a Howl de su lado era confesarle que estaba enamorada de él, y tal vez amenazarlo con alguna tía.

A Sophie le seguían crujiendo todos los huesos cuando se levantó a la mañana siguiente.

—¡Maldita Bruja del Páramo! —le murmuró a su bastón cuando lo sacó, lista para marcharse. Oyó a Howl cantando en el baño como si no hubiera tenido una pataleta en toda su vida. Se acercó a la puerta de puntillas, tan deprisa como pudo.

Naturalmente, Howl salió del cuarto de baño antes de que llegara. Sophie lo miró irritada. Estaba todo elegante y des­lumbrante, ligeramente perfumado con flores de manzano. El sol de la mañana hacía brillar su traje gris y escarlata y le daba a su pelo un halo ligeramente rosado.

—Creo que este color me favorece bastante —dijo.

—¿Ah, sí? —gruñó Sophie.

—Le va bien al traje —dijo Howl—. Eres muy hábil con la aguja, ¿verdad? De alguna manera le has dado al traje más estilo.

—¡Ja! —dijo Sophie.

Howl se detuvo en la puerta con la mano sobre el taco de madera.

—¿Tienes algún dolor o achaque? —preguntó—. ¿O es que te ha molestado algo?

—¿Molestado? —preguntó Sophie—. ¿Y por qué me iba a molestar? Alguien acaba de llenar el castillo con un pringue asqueroso, ha dejado sordos a todos los habitantes de Porthaven y ha reducido a Calcifer a cenizas, y además ha roto unos cuantos cientos de corazones. ¿Por qué me iba a molestar?

Howl se rió.

—Lo siento —dijo, girando el pomo hacia el rojo—. El Rey quiere verme hoy. Probablemente me haga esperar en Palacio hasta la noche, pero cuando vuelva me encargaré de tu reuma. Y no se te olvide decirle a Michael que le he dejado el conjuro sobre la mesa.

Sonrió alegremente a Sophie y salió a las calles engala­nadas de Kinsbury.

—¡Y te crees que así se arregla todo! —gruñó Sophie mien­tras se cerraba la puerta. Pero su sonrisa había conseguido suavizarla—. ¡Si esa sonrisa funciona conmigo, no me extraña que la pobre Martha no sepa lo que hace!

—Necesito otro tronco antes de que te vayas —le recordó Calcifer.

Sophie le puso otro tronco en la bandeja. Luego se volvió hacia la puerta. Pero entonces Michael bajó corriendo las es­caleras y cogió lo que quedaba de una barra de pan de camino a la puerta.

—¿No te importa, verdad? —dijo de forma agitada—. Trae­ré una nueva cuando vuelva. Hoy tengo que hacer una cosa muy urgente, pero volveré por la noche. Si el capitán del barco pide su conjuro para los vientos, está en el extremo de la mesa, con el nombre puesto —hizo girar el pomo con el verde hacia abajo y saltó a la ladera ventosa, apretando el trozo de pan contra el estómago—. ¡Hasta luego! —gritó mientras el castillo seguía avanzando y la puerta se cerraba.

—¡Qué lata! —se quejó Sophie—. Calcifer, ¿cómo se abre la puerta desde fuera cuando no hay nadie en el castillo?

—A Michael o a ti os la abro yo. Howl lo hace él mismo —contestó Calcifer.

Así que nadie se quedaría sin poder entrar si ella salía. No estaba segura de querer regresar, pero no tenía intención de decírselo a Calcifer. Le dio a Michael tiempo para que llegara a donde fuera que se dirigiese y volvió a encaminarse a la puerta. Esta vez la detuvo Calcifer.

—Si vas a estar mucho tiempo fuera —dijo—, podrías de­jarme unos troncos donde los pueda alcanzar.

—¿Puedes cogerlos tú solo? —preguntó Sophie, intrigada a pesar de su impaciencia.

Como respuesta, Calcifer estiró una llamarada azul en for­ma de brazo terminada en varias llamitas que parecían dedos verdes. No era ni muy larga ni tenía aspecto fuerte.

—¿Ves? Casi llego a las piedras —dijo con orgullo.

Sophie apiló unos troncos delante de la bandeja para que pudiera coger, al menos el que estaba arriba.

—No los quemes hasta que no los tengas sobre la bandeja —le advirtió, y se dirigió a la puerta una vez más

Entonces, alguien llamó a la puerta antes de que llegara.

«Menudo día», pensó Sophie. Debía de ser el capitán. Le­vantó la mano para girar el taco con el azul hacia abajo.

—No, es la puerta del castillo —dijo Calcifer—. Pero no estoy seguro…

Entonces sería Michael, que había regresado por algún motivo, pensó Sophie mientras abría la puerta.

Una cara de nabo le hizo una mueca. Olía a moho. Re­cortándose contra el cielo azul, un brazo maltrecho que ter­minaba en el muñón de un palo dio media vuelta e intentó agarrarla. Era el espantapájaros. Solo estaba hecho de palos y harapos, pero estaba vivo y quería entrar.

—¡Calcifer! —gritó Sophie—. ¡Haz que el castillo vaya más deprisa!

Los bloques alrededor de la puerta crujieron y rozaron unos contra otros. Los brezos verdes y pardos pasaban a toda j velocidad. El brazo de palo del espantapájaros golpeó la puerta y arañó el muro del castillo cuando este lo dejó atrás. Enton­ces movió el otro brazo como si quisiera agarrarse a la piedra. Tenía toda la intención de meterse en el castillo.

Sophie cerró la puerta de golpe. Pensó en lo estúpida que había sido al intentar buscar fortuna. Se trataba del mismo espantapájaros que había colocado en el seto, cuando iba de camino al castillo. Había bromeado con él. Y ahora, como si sus bromas lo hubieran devuelto a la vida para hacer el mal, la había seguido hasta allí y había intentado tocarle la cara. Corrió a la ventana para ver si aquella cosa seguía intentando colarse en el castillo.

Naturalmente, lo único que vio fue el sol que lucía en Porthaven, con una docena de velas que se izaban en sendos mástiles más allá de los tejados, y una bandada de gaviotas volando en círculos bajo el cielo azul.

—¡Ese es el problema de hallarse en varios sitios al mismo tiempo! —dijo Sophie a la calavera que estaba sobre la mesa.

Y entonces, de repente, descubrió la verdadera desventaja de ser una anciana. El corazón le dio un brinco con un ligero aleteo, y parecía golpearle el pecho intentando salir. Le dolía. Todo el cuerpo le empezó a tiritar y las rodillas le temblaban. Pensó que quizá se estuviera muriendo. Lo único que pudo hacer fue llegar a la silla junto al fuego. Se sentó jadeante, llevándose las manos al pecho.

—¿Te pasa algo? —preguntó Calcifer.

—Sí. Mi corazón. ¡Había un espantapájaros en la puerta! —exclamó Sophie.

—¿Qué tiene que ver un espantapájaros con tu corazón? —preguntó Calcifer.

—Estaba intentando entrar. Me ha dado un susto terrible. Y mi corazón… ¡pero tú no lo entenderías, eres un demonio, jovenzuelo! —jadeó Sophie—. Tú no tienes corazón.

—Sí que tengo —replicó Calcifer, con tanto orgullo como cuando le había enseñado el brazo—. Está ahí abajo, en la parte que brilla entre los troncos. Y no me llames jovenzuelo. ¡Soy un millón de años mayor que tú! ¿Puedo reducir ya la ve­locidad del castillo?

—Solo si se ha ido el espantapájaros —dijo Sophie—. ¿Se ha ido?

—No lo sé —dijo Calcifer—. No es de carne y hueso. Ya te he dicho que no puedo ver lo que hay fuera.

Sophie se levantó y se acercó de nuevo a la puerta, sin­tiéndose enferma. La abrió despacio y con precaución. Por la puerta pasaron a toda velocidad pendientes verdes, rocas y prados morados, lo que la mareó, pero se agarró al marco de la puerta y se asomó para mirar a lo largo de la pared hacia los brezos que iban dejando atrás. El espantapájaros estaba a unos cincuenta metros de ellos. Saltaba de una mata de brezo a otra con siniestra determinación, con los brazos de palo extendidos para no perder el equilibrio en la ladera. Mientras Sophie lo observaba, el castillo le sacó más ventaja. Era lento, pero aún los seguía. Cerró la puerta.

—Sigue ahí —dijo—. Saltando detrás de nosotros. Ve más deprisa.

—Pero eso estropeará todos mis cálculos —explicó Calci­fer—. Tenía pensado dar la vuelta a las colinas y regresar a donde Michael nos ha dejado, justo a tiempo para recogerle esta misma noche.

—Entonces ve el doble de rápido y da la vuelta a las colinas dos veces. ¡Lo que sea con tal de que dejes atrás a esa cosa horrible! —dijo Sophie.

—¡Qué exagerada! —gruñó Calcifer. Pero Calcifer incre­mentó la velocidad del castillo. Sophie, por primera vez, lo sentía moverse sentada en la silla mientras se preguntaba si se estaría muriendo. No quería morirse todavía, no antes de hablar con Martha.

A medida que transcurría el tiempo, todas las cosas del castillo empezaron a temblar con la velocidad. Las botellas tintinearon. La calavera daba golpecitos sobre la mesa. Sophie oyó cómo se caían cosas de la estantería del baño al agua de la bañera, donde seguía en remojo el traje azul y plateado de Howl. Empezó a sentirse un poco mejor. Se arrastró otra vez hacia la puerta y miró hacia fuera, con el cabello on­deando al viento. El campo pasaba como un relámpago a sus pies. Las colinas parecían estar girando lentamente mientras el castillo pasaba a toda velocidad por encima. El ruido estremecedor del castillo casi la dejó sorda, y el humo salía a chorros. Pero el espantapájaros ya no era más que una mota negra en la distancia. La siguiente vez que miró, había desa­parecido completamente de su vista.

—Bien. Entonces pararé durante la noche —dijo Calcifer—. Ha sido un esfuerzo terrible.

El traqueteo se interrumpió. Las cosas dejaron de temblar. Calcifer se fue a dormir, como hacen los fuegos, escondiéndose entre los troncos hasta que se convierten en cilindros rosados cubiertos de ceniza blanquecina, con solo unos reflejos de ver­de y azul asomando por debajo.

Sophie ya se sentía mucho mejor. Fue a pescar seis pa­quetes y una botella del agua pringosa de la bañera. Los paquetes estaban empapados. No se atrevió a dejarlos así, des­pués de lo del día anterior, así que los colocó en el suelo y, con mucho cuidado, espolvoreó sobre ellos los POLVOS SECANTES. Se secaron casi instantáneamente. Aquello era prometedor. So­phie dejó correr el agua y lo probó con el traje de Howl. También se secó. Seguía manchado de verde y un poco más pequeño que antes, pero se sintió satisfecha al comprobar que al menos podía arreglar algo.

Se sintió lo bastante bien para ocuparse de la cena. Amon­tonó todo lo que había en la mesa junto a la calavera y em­pezó a cortar cebollas.

—Al menos tus ojos no lloran, amigo —le dijo a la cala­vera—. Puedes considerarte afortunado.

La puerta se abrió de golpe.

Sophie estuvo a punto de cortarse del susto, creyendo que era otra vez el espantapájaros. Pero se trataba de Michael. Entró lleno de júbilo. Soltó una hogaza de pan, un pastel de carne y una caja a rayas blancas y rosas encima de las cebollas.

Luego cogió a Sophie por la delgada cintura y la llevó bai­lando por toda la habitación.

—¡Todo está bien! ¡Todo está bien! —gritó de alegría.

Sophie daba saltos y se tropezaba para apartarse de las botas de Michael.

—¡Tranquilo, tranquilo! —jadeó, intentando sujetar el cu­chillo de forma que no cortara a ninguno de los dos—. ¿Qué es lo que está bien?

—¡Lettie me quiere! —gritó Michael, bailando con ella casi hasta el cuarto de baño y luego casi dentro de la chimenea—. ¡Nunca había visto a Howl! ¡Todo ha sido un error!