El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Desgraciadamente, el ruido que había hecho Howl des­pertó a Michael y a Percival, que dormía en el suelo de su habitación. Michael bajó diciendo que ya que estaba total­mente despierto y que saldría a coger las flores para hacer las guirnaldas del solsticio aprovechando que el día todavía estaba fresco. Sophie no lamentó salir por última vez al lugar de las flores. La llanura estaba velada por una neblina cálida y le­chosa, impregnada de aromas y colores medio escondidos. So­phie avanzó por el sendero, comprobando el suelo húmedo con su bastón, escuchando los píos y cantos de miles de pá­jaros y sintiéndose realmente triste. Acarició un lirio del cam­po húmedo de rocío y pasó el dedo sobre una de las grandes flores púrpuras de estambres largos y empolvados. Miró hacia atrás al castillo alto y negro que partía la neblina a sus es­paldas. Suspiró.

—Lo ha mejorado muchísimo —dijo Percival mientras co­locaba un ramo de hibiscos en el barreño flotante de Michael.

—¿Quién? —preguntó Michael.

—Howl —dijo Percival—. Al principio solo había arbustos, y eran pequeños y resecos.

—¿Recuerdas haber estado aquí antes? —premunió Michael entusiasmado. No había renunciado en absoluto a la idea que Percival pudiera ser el príncipe Justin.

—Creo que estuve aquí con la bruja —dijo Percival dubitativo.

Recogieron dos barreños llenos de flores. Sophie notó que cuando entraron la segunda vez Michael le dio varias vueltas al pomo sobre la puerta, seguramente para que la bruja no pudiera entrar. Y después había que hacer las guirnaldas, con lo que estuvieron mucho tiempo ocupados. Sophie tenía in­tención de dejar que Michael y Percival lo hicieran solos, pero Michael estaba demasiado ocupado bombardeando a Percival con preguntas astutas y Percival era muy lento. Sophie sabía por qué Michael estaba tan entusiasmado. Percival tenía un aire extraño, como si esperara que pasara algo en cualquier momento. Sophie se preguntó hasta qué punto seguiría estan­do bajo el poder de la bruja. Tuvo que hacer ella misma casi todas las guirnaldas. Si en algún momento había pensado en quedarse para ayudar a Howl a luchar contra la bruja, había cambiado de idea. Howl, que podía haber hecho todas las guirnaldas con el gesto de una mano, estaba roncando con tanta fuerza que se le oía incluso desde la tienda.

Tardaron tanto que llegó la hora de abrir la tienda y todavía no habían terminado. Michael les trajo pan y miel y comieron mientras atendían a la primera oleada de clientes. Aunque el día del solsticio, como a menudo pasa con las fiestas, había amanecido nublado y frío en Market Chipping, la mitad del pueblo, vestido con sus mejores galas, apareció a comprar flores y guirnaldas para el festival. La calle estaba tomada por una multitud bulliciosa. Fue tanta gente a la tien­da, que era casi mediodía cuando Sophie pudo escaparse y entrar al castillo por el armario de las escobas. Habían ganado tanto dinero que el tesoro de Michael bajo la piedra del hogar se habría multiplicado por diez, o al menos eso pensó Sophie mientras trasteaba, poniendo algo de comida y su ropa vieja en un hatillo.

—¿Has venido a hablar conmigo? —preguntó Calcifer.

—Espera un momento —respondió Sophie, atravesando la habitación con el hatillo detrás de la espalda. No quería que Calcifer montara un escándalo sobre el contrato.

Extendió la otra mano para desenganchar el bastón de la silla y justo en ese momento alguien llamó a la puerta. Sophie se quedó quieta, con la mano extendida, y le dirigió una mi­rada inquisitiva a Calcifer.

—Es la puerta de la mansión —dijo Calcifer—. De carne y hueso e inofensivo.

Volvieron a llamar. «¡Esto pasa siempre que me quiero marchar!», pensó Sophie. Giró el pomo hacia el naranja y abrió la puerta.

En el camino, más allá de las estatuas, había un carruaje tirado por un par de caballos con buena planta. Sophie lo vio por detrás de un criado enorme, que era quien había llamado a la puerta.

—La señora Sacheverell Smith viene a visitar a los nuevos ocupantes —dijo el criado.

«¡Qué extraño!», pensó Sophie. Aquello era el resultado de la pintura y las ventanas nuevas de Howl.

—No estamos en ca… —empezó a decir. Pero la señora Sacheverell Smith echó a un lado al criado y entró.

—Espera en el carruaje, Theobald —le dijo mientras pasaba junto a Sophie, cerrando su sombrilla.

Era Fanny, Fanny con un aspecto maravillosamente prós­pero vestida de seda color crema. Llevaba un sombrero del mismo color adornado con rosas que Sophie recordaba per­fectamente. También se acordaba de lo que había dicho al adornarlo: «¡Vas a tener que casarte con un rico!». Y por lo que veía, eso era exactamente lo que había hecho Fanny.

—¡Cielo santo! —dijo Fanny, mirando alrededor—. Debe de haber un error. ¡Estos son los aposentos de los criados!

—Bueno… esto…, la verdad es que no estamos instalados todavía, señora —dijo Sophie, y se preguntó cómo se sentiría Fanny si supiera que la vieja sombrerería estaba justo al otro lado del armario de las escobas.

Fanny dio media vuelta y miró a Sophie con boca abierta:

—¡Sophie! —exclamó—. Dios mío, chiquilla, ¿qué te ha pa­sado? ¡Parece que tienes noventa años! ¿Has estado muy en­ferma? —y para sorpresa de Sophie, Fanny arrojó a un lado el sombrero, la sombrilla y sus modales de gran señora y la abrazó llorando—. ¡Ay, no sabía qué había sido de ti! —lloró—. Fui a hablar con Martha y le pregunté a Lettie y ninguna de las dos sabía nada. Se habían cambiado de sitio, las muy pillas, ¿te habías enterado? ¡Pero nadie sabía nada de ti! Incluso ofrecí una recompensa. ¡Y aquí estás, de criada cuando podrías estar viviendo como una reina ahí al lado conmigo y el señor Smith!

Sophie se dio cuenta de que ella también estaba llorando. Dejó su hatillo a toda prisa y llevó a Fanny hasta la silla. Ella cogió el taburete y se sentó a su lado, dándole la mano. Las dos reían y lloraban al tiempo. Estaban encantadas de volver a verse.

—Es una historia muy larga —dijo Sophie cuando Fanny le preguntó por sexta vez qué le había pasado—. Cuando me miré en el espejo y me vi así, me llevé un susto tan grande que me marché…

—Demasiado trabajo —dijo Fanny apenada—. ¡Qué culpable me he sentido!

—No, no es verdad —dijo Sophie—. Y no debes preocuparte, porque el mago Howl me acogió…

—¡El mago Howl! —exclamó Fanny—. ¡Ese hombre tan malvado! ¿Es él el que te ha hecho esto? ¿Dónde está? ¡Dé­jame que le dé su merecido!

Cogió la sombrilla y adoptó una pose tan guerrera que Sophie tuvo que sujetarla. No quería ni imaginarse cómo reac­cionaría Howl si Fanny le despertaba atacándole con su som­brilla.

—¡No, no! —dijo Sophie—. Howl se ha portado muy bien conmigo—. Y Sophie se dio cuenta de que era verdad. Howl tenía una forma un poco extraña de mostrar su amabilidad, pero teniendo en cuenta todo lo que Sophie había hecho para molestarlo, la verdad es que se había portado muy bien con ella.

—¡Pero dicen que se come vivas a las mujeres! —exclamó Fanny, todavía luchando por ponerse en pie.

Sophie sujetó su sombrilla.

—No, no es verdad —dijo—. Escúchame. ¡No es malvado en absoluto!—. En ese momento se oyó un chisporroteo en la chimenea, donde Calcifer estaba observando la escena con in­terés—. ¡No lo es! —repitió Sophie, tanto para Calcifer como para Fanny—. ¡En todo el tiempo que llevo aquí, no le he visto hacer ni un solo conjuro malvado!—. Lo que de nuevo era cierto, lo sabía.

—Entonces tendré que creerte —dijo Fanny, relajándose—, aunque estoy segura de que si se ha reformado debe de ser gracias a ti. Siempre tuviste cierta habilidad, Sophie. Eras ca­paz de calmar las rabietas de Martha cuando a mí me era imposible. Y siempre dije que gracias a ti Lettie se salía con la suya solo la mitad de las veces en lugar de todas. ¡Pero debías de haberme dicho dónde estabas, cariño!

Sophie sabía que tenía razón. Se había creído todo lo que le había dicho Martha, cuando ella conocía bien a Fanny y sabía que no era así. Se sintió avergonzada.

Fanny estaba impaciente por hablarle a Sophie del señor Sacheverell Smith. Se lanzó a contar una historia larga y en­tusiasta sobre cómo conoció al señor Smith la misma semana en que Sophíe se marchó y se casó con él al cabo de siete días. Sophie la observaba mientras hablaba. Ahora que era una anciana, tenía una perspectiva totalmente distinta de Fanny: era una señora todavía joven y hermosa, y la sombrerería le habría parecido tan aburrida como a Sophie. Pero se quedó con ellos y lo hizo lo mejor que pudo tanto con la tienda como con las tres niñas, hasta la muerte del señor Hatter. Después tuvo miedo de volverse exactamente como Sophie: vieja antes de tiempo y sin sacar nada a cambio.

—Y entonces, como tú no estabas allí para heredarla, me pareció que no había motivo para no vender la sombrerería —dijo Fanny, cuando se oyeron unos pasos en el armario.

Michael entró, diciendo:

—Tenemos que cerrar la tienda. ¡Y mirad quién está aquí!

Levantó la mano de Martha. Martha estaba más delgada y más rubia y casi parecía otra vez ella misma. Soltó a Mi­chael y echó a correr hacia Sophie, gritando:

—¡Sophie, tenías que habérmelo dicho! —mientras la en­volvía en un abrazo. Luego abrazó también a Fanny, como si nunca hubiera dicho nada malo sobre ella.

Pero aquello no fue todo. Lettie y la señora Fairfax en­traron por el armario justo después de Martha, cargando un cesto entre las dos, y después llegó Percival, que parecía más animado de lo que Sophie le había visto nunca.

—Vinimos en un coche de postas en cuanto amaneció —dijo la señora Fairfax—, y hemos traído… ¡Santo Cielo! ¡Si es Fanny!

Soltó su asa del cesto y corrió a abrazar a Fanny. Lettie soltó la suya y corrió a abrazar a Sophie. Con tantos abrazos, gritos y exclamaciones, a Sophie le pareció un milagro que Howl no se despertase, pero sus ronquidos se oían incluso por encima de todo el alboroto. Tendré que marcharme esta no­che, pensó. Estaba demasiado contenta de ver a todo el mundo como para marcharse antes.

Lettie estaba muy encariñada con Percival. Mientras Mi­chael colocaba el cesto sobre la mesa y sacaba paquetes de pollo, vino y tartas de miel, Lettie se agarró al brazo de Per­cival con un gesto posesivo que Sophie no llegaba a aprobar, y le hizo contarle todo lo que recordaba. A Percival no parecía importarle. Lettie estaba tan hermosa que a Sophie no le ex­trañó.

—Cuando llegó no dejaba de convertirse en hombre y luego en distintos perros e insistía en que me conocía —le contó Lettie a Sophie—. Yo sabía que no le había visto en mi vida, pero dio igual —le dio una palmadita en el hombro a Percival, como si todavía fuese un perro.

—¿Pero conocías al príncipe Justin? —preguntó Sophie.

—Ah, sí —respondió Lettie sin darle importancia—. Llegó disfrazado con un uniforme verde, pero no había duda de que era él. Sus modales eran elegantes y cortesanos, incluso cuando estaba molesto por lo de los conjuros de búsqueda. Tuve que hacerle dos tandas porque siempre mostraban que el mago Suliman estaba entre Upper Folding y Market Chipping y él juraba que eso no podía ser. Y mientras yo los preparaba, no dejaba de interrumpirme, llamándome dulce dama con un tono sarcástico, y preguntándome quién era yo y dónde vivía mi familia y cuántos años tenía. ¡Pensé que era un caradura! ¡An­tes preferiría al mago Howl, y ya es decir!

Para entonces estaban todos comiendo pollo y bebiendo vino tranquilamente. Calcifer se mostraba muy tímido. Se ha­bía reducido a unas llamitas verdes y nadie parecía verlo. Sophie quería que conociese a Lettie e intentó hacer que sa­liera.

—¿Es ese de verdad el demonio que controla la vida de Howl? —preguntó Lettie, mirando a las llamitas verdes con incredulidad.