El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Megan les dio la mano con aire reservado y desaprobador. Era mayor que Howl, pero se le parecía mucho, tenía la mis­ma cara larga y angulosa, pero sus ojos azules estaban llenos de preocupación y su cabello era oscuro.

—¡Cállate ya, Mari! —dijo en un tono que les hizo callar—. Howell, ¿te vas a quedar mucho tiempo?

—He venido solo un momento —dijo Howl, dejando a Mari en el suelo.

—Gareth no ha venido todavía —dijo Megan.

—¡Qué pena! No podemos quedarnos —dijo Howl, son­riendo con una sonrisa cálida y falsa—. Pero quería presentarte a mis amigos. Y preguntarte una cosa que puede parecer una tontería. ¿No habrá perdido Neil por casualidad unos deberes de literatura hace poco?

—¡Qué curioso que digas eso! —exclamó Megan—. ¡El jue­ves pasado los estuvo buscando por todas partes! Tiene una profesora nueva y es muy estricta, no se preocupa solo de la ortografía. Les ha metido el miedo en el cuerpo si no entregan los deberes a tiempo. ¡Tampoco le viene mal a Neil, con lo vago que es! Y se pasó el jueves pasado buscándolos por todas partes, y lo único que encontró fue un papel con unas cosas rarísimas…

—Ah —dijo Howl—. ¿Y qué hizo con él?

—Le dije que se lo entregara a esa señorita Angorian —contestó Megan—, para demostrarle que al menos lo había intentado.

—¿Y se lo dio? —preguntó Howl.

—No lo sé. Pregúntaselo tú. Está en el dormitorio con esa máquina suya —dijo Megan—. Pero no conseguirás que te haga mucho caso.

—Vamos —les dijo Howl a Michael y a Sophie, que estaba examinando la habitación marrón y naranja. Cogió a Mari de la mano y los condujo a todos fuera de la habitación escaleras arriba. Hasta las escaleras estaban cubiertas por una alfombra, rosa y verde. Así que la procesión encabezada por Howl ape­nas hizo ruido mientras avanzaba por el pasillo rosa y verde hacia una habitación con una alfombra azul y amarilla. Pero Sophie no estaba segura de que los dos muchachos que se inclinaban sobre varias cajas mágicas colocadas sobre una gran mesa junto a la ventana hubieran levantado la vista incluso aunque hubiera entrado una banda militar. La caja mágica principal tenía una cara de cristal, como la del piso de abajo, pero parecía mostrar letras y diagramas más que imágenes. Todas las cajas salían de unos tallos blancos y ondulados que parecían tener las raíces en una pared de la habitación.

—¡Neil! —dijo Howl.

—No lo interrumpas —protestó alguien—. Va a perder la vida.

Al ver que era cuestión de vida o muerte, Sophie y Michael retrocedieron hacia la puerta. Pero Howl, sin mostrar la más mínima consideración por la vida de su sobrino, se acercó a la pared y arrancó las cajas de raíz. Las imágenes desapa­recieron. Los dos muchachos pronunciaron palabras que So­phie creía que ni siquiera Mari conocería. El otro se dio media vuelta.

—¡Mari! ¡Te la vas a cargar!

—Esta vez no he sido yo. ¡Toma! —le gritó Mari.

Neil se giró aún más y le lanzó a Howl una mirada acu­sadora.

—¿Qué tal, Neil? —dijo Howl con amabilidad.

—¿Quién es este? —preguntó el otro niño.

—Mi tío, el desastre —dijo Neil. Taladró a Howl con la mirada. Era moreno, con cejas espesas, y su mirada impresio­naba—. ¿Qué quieres? Enchufa eso otra vez.

—¡Menuda bienvenida os gastáis por estas tierras! —dijo Howl—. Lo enchufaré cuando te haga una pregunta y me la contestes.

Neil suspiró.

—Tío Howell, estoy en mitad de un juego de ordenador.

—¿Se trata de uno nuevo? —preguntó Howl.

Los dos muchachos parecían decepcionados.

—No, es el que me regalaron por Navidad —contestó Neil—. Ya sabes cómo son cuando empiezan con lo de no tirar el dinero en cosas inútiles. No me darán otro hasta mi cum­pleaños.

—Entonces es fácil —dijo Howl—. No te importa parar un momento si ya lo has hecho antes, y te sobornaré con uno nuevo…

—¿En serio? —dijeron los dos con impaciencia, y Neil añadió—: ¿Uno de esos que no tiene nadie más?

—Sí. Pero primero mira esto y dime qué es —dijo Howl, y levantó el papel gris brillante delante de Neil.

Los muchachos lo miraron. Neil dijo:

—Es un poema —respondió en el mismo tono en el que la mayoría de la gente diría «es una rata muerta».

—Es el que nos puso de deberes la señorita Angorian la semana pasada —dijo el otro—. Me acuerdo de viento y aletas. Va de submarinos.

Mientras Sophie y Michael parpadearon al oír aquella nueva teoría, preguntándose cómo se les habría pasado, Neil exclamó:

—¡Eh! Es la hoja que se me perdió. ¿Dónde la has en­contrado? ¿Y ese papel tan raro que apareció era tuyo? La señorita Angorian dijo que era interesante y se lo llevó a su casa.

—Gracias —dijo Howl—. ¿Dónde vive?

—Encima de la tienda de té de la señora Phillips. En la calle Cardiff —informó Neil—. ¿Cuándo me vas a dar el nuevo disco?

—Cuando te acuerdes de cómo sigue el resto del poema —dijo Howl.

—¡No hay derecho! —dijo Neil—. Ahora ni siquiera me acuerdo de lo que estaba en el papel. ¡Eso es jugar con los sentimientos de las personas!—. Se calló cuando Howl se echó a reír, se metió la mano en uno de los amplios bolsillos y le pasó un paquete plano—. ¡Gracias! —exclamó Neil devotamente, y sin más se volvió a sus cajas mágicas.

Howl plantó el ramillete de raíces otra vez en la pared, sonriendo, y les hizo una seña a Michael y a Sophie para que salieran de la habitación. Los dos muchachos se lanzaron a una frenética actividad y Mari se metió entre ellos, observán­dolos con el pulgar en la boca.

Howl se dirigió deprisa a las escaleras rosas y verdes, pero Michael y Sophie se quedaron cerca de la puerta de la habi­tación, preguntándose qué sería todo aquello. Dentro, Neil leía en voz alta:

—Estás en un castillo encantado con cuatro puertas. Cada una se abre a una dimensión distinta. En la Dimensión Uno el castillo se está moviendo constantemente y puede encon­trarse con obstáculos en cualquier momento…

Mientras cojeaba hacia las escaleras, a Sophie le pareció que aquello le resultaba familiar. Vio que Michael estaba pa­rado en la mitad, con aspecto avergonzado. Howl estaba al pie de las escaleras discutiendo con su hermana.

—¿Qué? ¿Has vendido todos mis libros? —oyó decir a Howl—. Necesito uno en especial. No eran tuyos, no tenías derecho a venderlos.

—¡Deja de interrumpirme! —contestó Megan en tono bajo y feroz—. ¡Escúchame! Ya te he dicho antes que no soy un almacén para tus cosas. ¡Eres una vergüenza para mí y para Gareth, andando por ahí con esa ropa en lugar de comprarte un traje decente y tener un aspecto respetable por una vez en tu vida, y juntándote con esa gentuza y esos mendigos, y trayéndolos a esta casa! ¿Estás intentando rebajarme a tu ni­vel? Con todo lo que estudiaste y ni siquiera tienes un trabajo decente, no haces más que andar por ahí, desperdiciando todos los años de universidad, echando a perder todos los sacrificios que hicieron por ti, malgastando tu dinero…

Megan habría sido toda una competidora para la señora Fairfax. No paraba de hablar. Sophie empezó a comprender cómo había adquirido Howl el hábito de escabullirse. Megan era el tipo de persona que te hacía retroceder en silencio hacia la puerta más cercana. Desgraciadamente, Howl estaba atra­pado contra las escaleras con Sophie y Michael a su espalda.

—… no has trabajado un solo día en toda tu vida, nunca has tenido un trabajo del que pudiera sentirme orgullosa, nos avergüenzas a Gareth y a mí, viniendo aquí y malcriando a Mari —siguió Megan sin piedad.

Sophie empujó a Michael a un lado y bajó las escaleras, con la actitud más señorial que pudo.

—Vamos, Howl —dijo pomposamente—. Tenemos que mar­charnos. Mientras malgastamos el tiempo aquí, estamos per­diendo dinero y nuestros criados probablemente están ven­diendo los cubiertos de oro. Encantada de conocerla —le dijo a Megan al llegar al pie de las escaleras—, pero debemos mar­charnos. Howl es un hombre muy ocupado.

Megan tragó aire y miró fijamente a Sophie, que la saludó con una inclinación de cabeza y empujó a Howl hacia la puerta principal. Michael se había puesto muy colorado. So­phie lo vio porque Howl se dio la vuelta para preguntarle a Megan:

—¿Está mi coche en el garaje o también lo has vendido?

—Las únicas llaves las tienes tú —contestó Megan de mal humor.

Aquello pareció ser la única despedida. La puerta principal se cerró de un portazo y Howl los llevó a un edificio cuadrado y blanco al final de la calle plana y negra. Howl no dijo nada sobre Megan. Mientras abría la puerta del edificio, comentó: —Supongo que esa profesora tan temible tendrá una copia del libro.

Sophie deseó poder olvidar lo que ocurrió a continua­ción. Viajaron en un carruaje sin caballos que se movía a una velocidad terrible, olía fatal, rugía y se sacudía mientras recorría algunos de los caminos más empinados que Sophie había visto en su vida, tan empinados, que no entendía por qué las casas que lo flanqueaban no se resbalaban y amon­tonaban en el fondo. Cerró los ojos y se agarró a la tela que se había desgarrado de los asientos, deseando que aquello terminase pronto.

Afortunadamente, así fue. Llegaron a un camino más llano con casas a ambos lados, se bajaron y anduvieron hasta un gran ventanal con una cortina blanca que decía: TÉ CERRADO. Pero, a pesar del imponente cartel, cuando Howl apretó un botón en una puerta pequeña junto a la ventana, la señorita Angorian la abrió.

La miraron sorprendidos. Para ser una profesora temible, la señorita Angorian era increíblemente joven, esbelta y her­mosa. Su pelo negrísimo enmarcaba un rostro moreno con forma de corazón y enormes ojos oscuros. Lo único que la hacía temible era la forma directa e inteligente de mirar de aquellos ojos tan grandes, que parecían evaluarlos.

—Adivino que es usted Howell Jenkins —le dijo la señorita Angorian a Howl. Tenía una voz grave y melodiosa que al mismo tiempo sonaba divertida y segura de sí misma.

Howl pareció sorprendido. Luego encendió su sonrisa. Y ahí, pensó Sophie, se acabaron los sueños de Lettie y la señora Fairfax. Porque la señorita Angorian era exactamente el tipo de mujer de la que alguien como Howl se enamoraría al ins­tante. Y no solamente Howl. Michael también la miraba con admiración. Y aunque parecía que las casas de alrededor es­taban desiertas, Sophie no tuvo la menor duda de que estaban llenas de gente que conocían tanto a Howl como a la señorita Angorian y los estaban observando con interés para ver qué pasaba. Sentía sus miradas invisibles. Market Chipping era igual.

—Y usted debe de ser la señorita Angorian —dijo Howl—. Siento mucho molestarla, pero la semana pasada cometí un estúpido error y me marché con los deberes de mi sobrino en lugar de coger un papel bastante importante que yo llevaba encima. Tengo entendido que Neil se lo dio como prueba de que no mentía.

—Pues sí —dijo la señorita Angorian—. Será mejor que en­tre y se lo lleve.

Sophie estaba segura de que todos los ojos invisibles se abrieron como platos y que los cuellos invisibles se estiraron al máximo cuando Howl, Michael y ella cruzaron el umbral y subieron las escaleras hasta llegar a una sala de estar pe­queña y austera.

La señorita Angorian le dijo a Sophie con consideración:

—¿No quiere tomar asiento?