El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Fuera había un personaje con una peluca blanca y esti­rada y un sombrero de ala ancha. Vestía ropa escarlata, púr­pura y dorada y llevaba una vara pequeña decorada con la­zos, como un árbol de mayo para niños. Hizo una reverencia. Un aroma a trébol y a flores de naranjo se extendió por la habitación.

—Su Majestad el Rey le envía saludos y hace entrega del pago por los dos millares de botas de siete leguas —dijo el hombre.

A su espalda, Sophie vislumbró un coche de caballos que esperaba en una calle llena de casas suntuosas cubiertas con tallas pintadas y torres y capiteles y cúpulas más allá, de un esplendor que nunca había imaginado siquiera. Lamentó que la persona de la puerta tardara tan poco tiempo en sacar una bolsa de seda larga y tintineante, y Howl en tomarla, devol­verle el saludo y cerrar la puerta. Howl hizo girar el pomo para que la mancha verde volviera a apuntar hacia abajo y se metió la bolsa en el bolsillo. Sophie vio cómo Michael seguía la bolsa con la mirada, con una expresión apremiante y preo­cupada.

Howl se metió directamente en el cuarto de baño, y gritó:

—¡Necesito agua caliente, Calcifer!

Y no salió durante un rato larguísimo. Sophie no pudo contener su curiosidad.

—¿Quién era ese? —le preguntó a Michael—. ¿O más bien, dónde estaba eso?

—Esa puerta da a Kingsbury —dijo Michael—, donde vive el Rey. Creo que ese hombre era el secretario del Canciller. Y —añadió preocupado a Calcifer— ojalá no le hubiera dado a Howl todo ese dinero.

—¿Va a dejar Howl que me quede aquí?

—Si te deja, nunca conseguirás que te lo diga —contestó Michael—. Odia comprometerse.

CAPÍTULO 5.

“En el que hay demasiada limpieza”

DECIDIÓ que lo único que podía hacer era demostrarle a Howl que era una excelente limpiadora, un auténtico tesoro. Se ató un trapo viejo sobre el pelo blan­co, se remangó el vestido sobre los brazos arrugados y del­gaduchos y se colocó un mantel que sacó del armario de las escobas como si fuera un delantal. Era un alivio que solo hubiera cuatro habitaciones que limpiar en lugar de un cas­tillo entero. Agarró un cubo y una escoba y se puso manos a la obra.

—¿Qué haces? —gritaron a coro Michael y Calcifer ho­rrorizados.

—Limpiar —replicó Sophie con firmeza—. Esta casa es un desastre.

Calcifer dijo:

—No hace falta.

Y Michael murmuró:

—¡Howl te va a echar!

Pero Sophie los ignoró a los dos y empezó a levantar nubes de polvo. En medio de todo esto, se oyeron nuevos golpes en la puerta. Calcifer ardió con fuerza:

—¡Puerta de Porthaven! —con un gran estornudo llamean­te que lanzó chispas púrpuras a través de la polvareda.

Michael dejó la mesa y fue hasta la puerta. Sophie espió a través del polvo que estaba levantando y vio que esta vez Michael giraba el pomo cuadrado de madera de forma que el lado con la mancha azul apuntara hacia abajo. Cuando abrió la puerta, la calle era la misma que se veía por la ventana y se encontró con una niña pequeña.

—Por favor, señor Fisher —dijo—. He venido por ese con­juro para mi madre.

—Un conjuro de seguridad para el barco de tu padre, ¿no? —dijo Michael—. Un momentito —volvió a la mesa, cogió una jarra de las estanterías y de un frasco vertió una cantidad del polvo en un trozo de papel. Mientras tanto, la niña ob­servaba a Sophie con tanta curiosidad como Sophie a ella. Michael retorció el papel con el polvo dentro y regresó dando instrucciones—: Dile que lo espolvoree por todo el barco. Du­rará para la ida y la vuelta, incluso si hay tormenta.

La niña tomó el papel y le entregó una moneda.

—¿El hechicero ahora tiene también una bruja trabajando para él? —preguntó.

—No —respondió Michael.

—¿Te refieres a mí? —preguntó Sophie—. Ah, sí, hijita. Soy la bruja mejor y más limpia de todo Ingary.

Michael cerró la puerta, con expresión exasperada.

—Ahora se enterarán en todo Porthaven. Puede que a Howl no le agrade —volvió a girar el pomo con el verde hacia abajo.

Sophie se rió un poco para sus adentros, sin arrepentirse lo más mínimo. Probablemente había permitido que la escoba que estaba utilizando le diera ideas. Pero también podría con­vencer a Howl para que la dejara quedarse si todo el mundo pensaba que trabajaba para él. Su comportamiento le parecía muy raro. Cuando era joven, Sophie se habría muerto de ver­güenza al ver cómo estaba actuando, pero ahora, al ser una anciana, no le importaba nada de lo que hacía o decía. Sintió un gran alivio.

Cuando vio a Michael levantar una piedra del hogar y esconder la moneda de la niña debajo, se acercó con curiosidad.

—¿Qué estás haciendo?

—Calcifer y yo intentamos guardar un poco de dinero —dijo Michael en tono culpable—. Si no, Howl se gasta todo lo que tenemos.

—¡Es un manirroto irresponsable! —crepitó Calcifer—. Se gastará el dinero del Rey en menos tiempo de lo que tardo yo en quemar este tronco. No tiene cabeza.

Sophie esparció agua del lavadero para que el polvo se asentara, lo que hizo que Calcifer se encogiera en la chimenea. Luego volvió a barrer el suelo. Fue avanzando en dirección a la puerta, para ver mejor el pomo cuadrado del dintel. El cuarto lado, el que todavía no había visto usar, tenía una mancha de pintura negra. Preguntándose adonde conduciría, Sophie se puso a retirar con energía las telarañas de las vigas. Michael se quejó y Calcifer volvió a estornudar.

Justo en ese momento, Howl salió del baño envuelto en un vaho perfumado, con una elegancia extraordinaria. Hasta los bordados de plata del traje parecían más brillantes. Echó un vistazo y volvió rápidamente al cuarto de baño protegién­dose la cabeza con una manga azul y plateada.

—¡Párate quieta, mujer! —dijo—. ¡Deja en paz a esas pobres arañas!

—¡Estas telarañas son una vergüenza! —declaró Sophie, mientras las desgarraba todas a la vez.

—Pues quítalas, pero deja las arañas —ordenó Howl.

A Sophie le pareció que sentía una simpatía malvada por las arañas.

—Pero entonces tejerán más telas —replicó.

—Y matan a las moscas, lo cual es muy útil —dijo Howl—. Deja de mover la escoba mientras cruzo mi propio salón, por favor.

Sophie se apoyó en la escoba y observó cómo Howl cru­zaba la habitación y cogía la guitarra. Cuando puso la mano en el picaporte, le dijo:

—Si la mancha roja conduce a Kingsbury y la azul va a Porthaven, ¿adonde lleva la mancha negra?

—¡Qué mujer más fisgona! —dijo Howl—. Esa conduce a mi escondite particular y no te voy a decir dónde está.

Abrió la puerta hacia las colinas que se deslizaban en perpetuo movimiento.

—¿Gol, cuándo volverás? —preguntó Michael en un tono un poco desesperado.

Howl fingió no haberle oído y se dirigió a Sophie.

—Prohibido matar a una sola araña mientras estoy fuera.

La puerta se cerró a sus espaldas. Michael le lanzó a Calcifer una mirada cargada de significado y suspiró. Calcifer crepitó con una risa maliciosa.

Como nadie le explicó adonde había ido Howl, Sophie concluyó que habría salido a cazar jovencitas de nuevo y se puso a trabajar con más vigor que nunca. No se atrevió a hacer daño a ninguna araña después de lo que le había dicho Howl, pero golpeó las vigas con la escoba, gritando:

—¡Largo, arañas! ¡Fuera de mi camino! —las arañas salie­ron corriendo en todas direcciones mientras las telarañas caían a montones. Entonces tuvo que volver a barrer el suelo, claro. Cuando terminó, se puso de rodillas y lo fregó.

—¡Ojalá te estuvieras quieta! —dijo Michael, sentado en las escaleras para apartarse de ella.

Calcifer, escondido en el fondo del hogar, murmuró:

—¡Ojalá no hubiera hecho ese trato contigo!

Sophie siguió frotando con energía.

—Estaréis mucho más contentos cuando quede limpio y bonito —dijo.

—Pero ahora estoy fastidiado —protestó Michael.

Howl no regresó hasta tarde aquella noche. Para entonces Sophie había barrido y fregado tanto que apenas se podía mover. Estaba sentada hecha un ovillo en la silla, con dolores por todo el cuerpo. Michael agarró a Howl por una manga y se lo llevó al cuarto de baño, donde Sophie lo oyó quejarse con murmullos indignados. Frases como «una vieja terrible» y «¡no hace ni caso!» eran fáciles de distinguir, incluso con los gritos de Calcifer, que aullaba:

—¡Howl, detenla! ¡Nos va a matar a los dos!

Pero lo único que dijo Howl, cuando Michael le soltó, fue:

—¿Has matado alguna araña?

—¡Claro que no! —saltó Sophie. Sus achaques la habían vuelto irritable—. Con solo mirarme salen corriendo. ¿Qué son? ¿Las chicas a las que les has comido el corazón?

Howl se echó a reír.

—No, son arañas normales y corrientes —contestó, y subió con expresión soñadora al piso de arriba.

Michael suspiró. Fue al armario de las escobas y rebuscó hasta sacar un viejo camastro, un colchón de paja y unas mantas, que colocó en el espacio bajo las escaleras.

—Será mejor que duermas aquí esta noche —le dijo a Sophie.

—¿Significa eso que Howl va a dejar que me quede? —pre­guntó Sophie.

—¡No lo sé! —exclamó Michael irritado—. Howl nunca se compromete a nada. Yo pasé aquí seis meses hasta que pareció darse cuenta de que vivía aquí y me hizo su aprendiz. Pero he pensado que una cama sería mejor que la silla.

—Entonces, muchas gracias —dijo Sophie agradecida.

La cama resultó mucho más cómoda que la silla y cuando Calcifer se quejó de tener hambre a mitad de la noche, Sophie no tuvo problema para salir de ella con mucho crujir de hue­sos y darle otro tronco.

Durante los días siguientes, Sophie siguió limpiando sin piedad por todo el castillo. Disfrutaba. Diciéndose que estaba buscando pistas, lavó las ventanas, limpió el lavadero y obligó a Michael a quitar todas las cosas de la mesa y los estantes para restregarlos bien. Sacó todas las cosas de los armarios y las que estaban sobre las vigas del techo y también las limpió. Le pareció que la calavera humana empezaba a tener la misma cara de sufrimiento que Michael, de tantas veces como la ha­bía movido. Luego colgó una sábana vieja de las vigas más cercanas a la chimenea y le obligó a Calcifer a inclinar la cabeza para limpiar la chimenea. A Calcifer no le gustó nada. Crepitó con una risa malvada cuando Sophie descubrió que el hollín se había extendido por toda la habitación y tuvo que limpiarla de nuevo. Su problema era justamente ese: era implacable con la suciedad, pero le faltaba método. Aunque su tenacidad también tenía cierto método; había calculado que si lo limpiaba todo bien, antes o después terminaría por encontrar el tesoro de Howl, las almas de las jovencitas, o sus corazones mordisqueados, o algo que explicara el contrato de Calcifer. Le pareció que la chimenea, protegida por Calcifer, era un buen escondite. Pero allí no había nada más que montones de hollín, que Sophie guardó en bolsas en el patio trasero. El patio estaba también en su lista de posibles escondrijos.

Cada vez que entraba Howl, Michael y Calcifer se que­jaban en voz alta sobre Sophie. Pero Howl no parecía hacerles caso. Ni tampoco parecía notar la limpieza. Y tampoco que el armario de la comida estaba cada vez mejor surtido de pas­teles, mermelada y alguna lechuga de vez en cuando.

Porque, como Michael había profetizado, se había exten­dido el rumor en Porthaven y la gente llamaba a la puerta para ver a Sophie. En Porthaven la llamaban señora Bruja y Madame Hechicera en Kingsbury. El rumor había llegado también a la capital. Aunque los que se acercaban en Kings­bury iban mejor vestidos que los de Porthaven, nadie en nin­guno de los dos sitios se atrevía a llamar a la puerta de una persona tan poderosa sin una excusa. Así que Sophie tenía que hacer constantemente pausas en su trabajo para asentir, sonreír y aceptar un regalo, o hacer que Michael preparara rápida­mente un conjuro para alguien. Algunos de los regalos eran muy bonitos: cuadros, collares de conchas y delantales. Sophie usaba los delantales a diario y colgó las conchas y los cuadros en las paredes de su cubículo bajo las escaleras, que pronto empezó a parecerle realmente acogedor.

Sophie sabía que lo echaría de menos cuando Howl la despidiera. Cada vez tenía más miedo de que lo hiciese. Sabía que no podría seguir ignorándola para siempre.