El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Por alguna razón Sophie se sintió más enfadada que nun­ca. Soltó un gruñido de ira sin palabras.

—¡Sophie! —dijo Howl, con su mejor humor, intentando razonar con ella.

El perro-hombre abrió con el hocico la puerta del patio y entró. Nunca dejaba que Howl hablara mucho tiempo con Sophie.

Howl se lo quedó mirando.

—Ahora tienes también un perro pastor alemán —comen­tó, como si estuviera contento de tener una distracción—. Va­mos a necesitar mucha comida para alimentar a dos perros.

—Solo hay uno —dijo Sophie irritada—. Está hechizado.

—¿Ah, sí? —dijo Howl, y se dirigió al perro con una ve­locidad que demostraba lo aliviado que se sentía de alejarse del Sophie. Aquello era lo último que quería el perro-hombre, por supuesto. Retrocedió. Howl saltó y lo agarró con las dos manos por su larga pelambrera antes de que pudiera llegar a la puerta—. ¡Es verdad! —siguió, arrodillándose para mirar a los ojos del perro pastor—. Sophie, ¿por qué no me lo has dicho antes? ¡Este perro es un hombre! ¡Y está en un estado terrible! —Howl se giró sobre una rodilla, todavía sujetando el perro.

Sophie se encontró con la mirada de cristal de Howl y se dio cuenta de que estaba enfadado, muy enfadado. Estupendo. Le apetecía una buena pelea.

—Podías haberte dado cuenta tú mismo —dijo, devolvién­dole la mirada y retándole a lanzar un ataque de lodo verde—. Además, el perro no quería…

Howl estaba demasiado enfadado para escuchar. Se levantó de un salto y arrastró al perro sobre las baldosas.

—Sí, me hubiera dado cuenta si no hubiera estado pen­sando en otras cosas —dijo—. Ven, voy a llevarte a ver a Calcifer —. El perro plantó las cuatro patas peludas y Howl tiró de él, con mucho esfuerzo—. ¡Michael! —lo llamó a gritos.

Aquel grito en particular poseía ciertas características que hicieron que Michael llegase a la carrera.

—¿Tú sabías que este perro es en realidad un hombre? —preguntó mientras arrastraban entre los dos al gran perro escaleras arriba.

—No es un hombre, ¿no? —preguntó Michael, sorprendido y conmocionado.

—Entonces te has librado y la culpa es solo de Sophie —dijo Howl, arrastrando al perro a través del armario de las escobas—. ¡Las cosas de este estilo son siempre culpa de Sophie! Pero tú sí lo sabías, ¿verdad, Calcifer? —preguntó mientras colocaban al perro delante de la chimenea.

Calcifer se retiró hasta quedar doblado hacia atrás sobre los troncos.

—No me lo preguntaste —respondió.

—¿Es que te lo tengo que preguntar todo? —protestó Howl—. Vale, debería haberme dado cuenta yo solo. ¡Pero cómo eres, Calcifer! Comparado con cómo trata la bruja a su demonio, tú tienes una vida asquerosamente fácil, y lo único que pido a cambio es que me mantengas informado de las cosas importantes. ¡Ya van dos veces que me dejas en la es­tacada! ¡Ahora ayúdame a devolverle a esta criatura su ver­dadera forma ahora mismo!

Calcifer tenía un tono enfermizo de azul, inusual en él.

—Está bien —dijo enfurruñado.

El perro-hombre intentó escaparse, pero Howl colocó el hombro por debajo de su lomo y empujó hasta conseguir que se levantara sobre sus patas traseras, en contra de su voluntad. Entre él y Michael lo sujetaron.

—¿Por qué se resiste esta criatura estúpida? —jadeó Howl—. Esto parece otro de los conjuros de la bruja del Páramo, ¿no te parece?

—Sí. Y hay varias capas —dijo Calcifer.

—Vamos a quitarle la parte del perro —dijo Howl.

Calcifer se elevó en una llama de azul intenso y crepitan­te. Sophie, que contemplaba la escena desde la puerta del ar­mario, vio que el perro lanudo se desvanecía para tomar la forma de un hombre, después volvió a hacerse perro, luego hombre, adquirió tintes borrosos y se fue haciendo más firme. Por fin, Howl y Michael estaban sujetando cada uno un brazo de un hombre pelirrojo con un arrugado traje marrón. Sophie no se sorprendió de no haberle reconocido. Aparte de su mi­rada aterrada, su rostro carecía por completo de personalidad.

—¿Quién eres, amigo? —le preguntó Howl.

El hombre se tocó la cara con manos temblorosas.

—No estoy seguro…

Calcifer dijo:

—El último nombre al que respondió es Percival.

El hombre miró a Calcifer como si hubiera preferido que no supiera aquello.

—¿Ah, sí? —preguntó.

—Entonces te llamaremos Percival por ahora —dijo Howl. Le dio la vuelta al ex—perro y lo sentó en la silla—. Siéntate aquí tranquilamente y cuéntanos qué es lo que recuerdas. Por lo que parece, la bruja te ha tenido en su poder bastante tiempo.

—Sí —contestó Percival, tocándose de nuevo la cara—. Me quitó la cabeza. Recuerdo… Recuerdo estar sobre una estan­tería, mirando al resto de mi cuerpo.

Michael estaba atónito.

—¡Pero entonces estarías muerto! —protestó.

—No necesariamente —aclaró Howl—. Tú todavía no has llegado a ese tipo de brujería pero, si quisiera y con la técnica adecuada, podría quitarte la parte del cuerpo que se me an­tojase y dejar que el resto siguiera vivo —miró al experro con el ceño fruncido—. Pero no estoy seguro de que la bruja haya colocado a este correctamente.

Calcifer, que se esforzaba visiblemente por demostrar que estaba trabajando mucho por Howl, añadió:

—Este hombre está incompleto y también tiene partes de otro hombre.

Percival parecía más aterrorizado que nunca.

—No le alarmes, Calcifer —dijo Howl—. Ya debe de sen­tirse bastante mal de por sí. ¿Sabes por qué te quitó la bruja la cabeza, amigo? —le preguntó a Percival.

—No —respondió—. No me acuerdo de nada.

Sophie sabía que aquello no podía ser verdad. Rebufó.

Entonces a Michael se le ocurrió una idea de lo más in­teresante. Se inclinó sobre Percival y preguntó:

—¿Respondiste alguna vez al nombre de Justin o Su Al­teza Real?

Sophie volvió a rebufar. Sabía que aquello era ridículo incluso antes de que Percival dijera:

—No. La bruja me llamaba Gastón, pero ese no es mi nombre de verdad.

—No le agobies, Michael —dijo Howl—. Y no hagas que Sophie vuelva a resoplar. Del humor que está hoy, es capaz de derribar el castillo con sus bufidos.

Aunque aquel comentario parecía indicar que a Howl se le había pasado el enfado, Sophie se sentía más rabiosa que nunca. Salió indignada hacia la floristería, donde fue de un lado para otro, cerrando la tienda y quitando las cosas del medio. Luego fue a ver los narcisos. Algo había salido terri­blemente mal. Se habían convertido en unas cosas marrones y mojadas que salían de un cubo lleno del líquido más apes­toso que había visto en su vida.

—¡Maldita sea! —gritó Sophie.

—¿Y ahora qué pasa? —dijo Howl al entrar en la tienda. Se inclinó sobre el cubo y lo olfateó—. Parece que tienes aquí un herbicida de lo más eficaz. ¿Por qué no lo pruebas con las malas hierbas que crecen en el camino de la mansión?

—Pues sí —dijo Sophie—. ¡Tengo ganas de matar algo!

Trasteó por la tienda hasta encontrar una lata y avanzó a trancos por el castillo con la lata y el cubo hasta llegar a la puerta, que abrió con el pomo apuntando hacia el naranja, hacia la mansión.

Percival levantó la vista atemorizado. Le habían dado la guitarra, como se le da un sonajero a un niño, y estaba sentado con ella haciendo un ruido horrible.

—Ve con ella, Percival —le dijo Howl—. Con ese genio que tiene, es capaz de envenenar también a los árboles.

Así que Percival dejó la guitarra y con cuidado le quitó a Sophie el cubo de las manos. Sophie salió al sol dorado de la tarde. Hasta ahora todos habían estado demasiado ocupados para dedicarle tiempo a la mansión. Era mucho más impo­nente de lo que Sophie había imaginado. Tenía una terraza sembrada de hierbajos con estatuas alrededor y una escalinata que conducía al camino de entrada. Cuando Sophie se dio la vuelta, para decirle a Percival que se diese prisa, vio que la casa era muy grande y tenía más estatuas en el tejado y mu­chísimas ventanas. Pero estaba muy abandonada. Alrededor de todas las ventanas las paredes estaban manchadas de verdín. Muchos de los cristales estaban rotos y las contraventanas que deberían haber estado plegadas contra la pared se veían grises, con la pintura descascarillada y colgando de medio lado.

—¡Hay que ver! —dijo Sophie—. Creo que lo mínimo que podía hacer Howl es convertir esto en un lugar un poco más presentable. ¡Pero no! ¡Está muy ocupado con sus correrías en Gales! ¡No te quedes ahí parado, Percival! Echa un poco de esa cosa en la lata y ven conmigo.

Percival obedeció sin rechistar. Así no tenía gracia man­gonearle. Sophie sospechaba que por eso lo había mandado Howl con ella. Rebufó y descargó su ira contra las malas hierbas. Fuera lo que fuese aquello que había matado a los narcisos, era muy fuerte. Los hierbajos del camino morían en cuanto los tocaba. Igual que la hierba a ambos lados del sen­dero, hasta que Sophie se calmó un poco.

El atardecer la tranquilizó. De las colinas lejanas llegaba una brisa fresca y los grupos de árboles plantados a los lados del camino se mecían majestuosamente. Sophie había recorri­do con su líquido mortal la cuarta parte de la distancia hasta la puerta.

—Te acuerdas de mucho más de lo que dices —acusó a Percival mientras rellenaba la lata—. ¿Qué es lo que quería de ti la bruja? ¿Por qué te trajo a la tienda aquella vez?

—Quería averiguar algo sobre Howl —dijo Percival.

—¿Howl? —dijo Sophie—. Pero tú no lo conocías, ¿verdad?

—No, pero debía haber sabido algo. Algo relacionado con la maldición que le había echado —explicó Percival—, pero no tengo ni idea qué era. Lo consiguió cuando salimos de la tienda. Me sentí muy mal por ello. Había intentado evitar que se enterase, porque las maldiciones son algo muy malo, y para ello me concentré pensando en Lettie. Tenía a Lettie en la cabeza. No sé cómo la conocí, porque cuando fui a Upper Folding ella me dijo que no me había visto nunca. Pero lo sabía todo de ella, así que cuando la bruja me obligó a que le hablara de Lettie, le dije que tenía una tienda de sombreros en Market Chipping. Así que la bruja fue para darnos una lección a los dos. Y tú estabas allí. Creyó que eras Lettie. Yo estaba aterrorizado, porque no sabía que Lettie tenía una hermana.

Sophie cogió la lata y exterminó las malas hierbas gene­rosamente, deseando que los hierbajos fueran la bruja.

—¿Y justo después de eso te convirtió en perro?

—Nada más salir del pueblo —dijo Percival—. En cuanto le dije lo que quería saber, abrió la puerta del carruaje y dijo: «Lárgate. Te llamaré cuando te necesite». Y salí corriendo, porque sentí que una especie de hechizo me perseguía. Me alcanzó justo cuando llegué a una granja y los que me vieron convertirme en perro creyeron que era un hombre lobo e intentaron matarme. Tuve que morder a uno de ellos para escaparme. Pero no conseguí librarme del palo, que se atascó en el seto cuando intenté atravesarlo.

Sophie siguió su avance destructivo hasta una curva del camino mientras escuchaba.

—¿Y entonces fuiste a casa de la señora Fairfax?

—Sí. Iba buscando a Lettie. Las dos se portaron muy bien conmigo —dijo Percival—, aunque nunca me habían visto antes. Y el mago Howl empezó a venir de visita para cortejar a Lettie. A ella no le gustaba, y me pidió que le mordiera para librarse de él, hasta que Howl empezó a preguntarle un día sobre ti y…

Sophie estuvo a punto de destrozarse los zapatos con el líquido. Tuvo suerte, pues la grava del camino echaba humo donde había caído.

—¿Qué?

—Dijo: «Conozco a una Sophie que se parece un poco a ti». Y Lettie contestó: «Es mi hermana», sin pensarlo —siguió Percival—. Y entonces se preocupó una barbaridad, especial­mente porque Howl no dejaba de preguntarle por su hermana.

Lettie dijo que ojalá se hubiera mordido la lengua. El día en que apareciste por allí, estaba siendo agradable con Howl con intención de averiguar de qué te conocía. Howl le dijo que eras una anciana. Y la señora Fairfax comentó que te había visto. Lettie lloró muchísimo y dijo: «¡Algo terrible le ha pa­sado a Sophie. Y lo peor de todo es que cree estar a salvo de Howl. ¡Sophie es demasiado buena para darse cuenta de lo desalmado que es!». Y estaba tan alterada que conseguí con­vertirme en hombre lo suficiente para decirle que vendría a cuidarte.